"Humo en tus ojos" de Cristina Pacheco
MÉXICO D.F., 4 de abril (apro).- La escritora y periodista Cristina Pacheco regala 43 relatos breves de la vida cotidiana en su nueva entrega como libro: Humo en tus ojos, editado por Planeta.
“El humo que salía de la fogata era gris, pero se atenuaba bajo la luz del sol. Al ascender, aquella fumarola iba dispersando por el aire los olores picantes y medicinales de la lejía y las hierbas mezcladas en el agua. Cuando ya estaban limpias y colgadas de los tendederos, de camisas y faldas se desprendía un humo sutil y vaporoso como ha de ser el alma.”
Pero también el “humo” que exhalaba el vapor del baño de la abuela, que envuelta en él “parecía un ánima del purgatorio”, y el humo de los cohetones en las fiestas y en las ceremonias fúnebres, el del tabaco y el de los fantasmas a la hora de las charlas nocturnas. El humo, en fin, de los recuerdos en la casa familiar. ¿De cuándo, de dónde? De algún lugar y un tiempo quizá conservado gracias a la infancia perdurable.
Pero no es el relato Humo en tus ojos, que da título al volumen de Cristina Pacheco, el que traeremos a cuento aquí, sino el que lo inicia: “Siempre se van”, porque de cualquier manera el espíritu que anida en sus personajes es la búsqueda del amor por encima del llanto cotidiano de vidas simples enfrentadas a la adversidad.
Para empezar a leer el libro antes de adquirirlo, se adelanta aquí “Siempre se van” y su cotidianeidad urbana:
I
Hoy sí se te pegaron las sábanas. ¿Viste qué hora es? Reynaldo no tiene ánimos para responderle a su madre y pasa de largo rumbo al patio. El contacto de sus pies descalzos con las baldosas frías lo estremece y le recuerda el consejo que hace años le dio Marcial: “En este bisne la cosa es no moverse. Te plantas como los buenos toreros y ¡ya estufas, ya la hiciste!” Se acerca a la pileta, hunde las manos en el agua helada y se empapa el rostro.
Ya completamente despierto, Reynaldo decide que por la noche, cuando termine su jornada, pasará a los Baños Miguel para darse un vaporazo. Desde que comenzó a trabajar de crucecita, primero en el Circuito Interior y después en el Periférico, Marcia le recomendó que se permitiera ese lujo por lo menos cada dos semanas, porque así no enfermaría de los pulmones por respirar tanta contaminación.
II
La primera vez que entró en la cabina de vapor Reynaldo sintió asfixia y miedo de fundirse, como el hielo bajo el sol, entre las nubes espesas y cálidas. Para desvanecer sus temores, a cada minuto se palpaba la cara, el pecho, el vientre. La auscultación lo hacía sonreír aliviado.
Desde que logró superar sus miedos, los Baños Miguel se han convertido en uno de sus destinos predilectos. Allí borra la realidad, se pierde de sí mismo y llega a creer que aún es posible realizar su anhelo: disponer de un espacio más amplio que el que ocupa entre los carriles del Periférico.
Cuando en la reestructuración de la fábrica su padre perdió el puesto que los sostuvo toda la vida, a Reynaldo no le quedó más remedio que suspender sus estudios y buscar trabajo. Lo consiguió en mercados, talleres, vulcanizadoras. Lo más próximo a sus sueños fue un edificio en construcción. El accidente que sufrió en una rampa lo hizo desistir. Entonces se acercó a Marcial. Él tuvo la respuesta: “Anímate y ponte a vender conmigo en el Circuito. De crucecita saca uno por lo menos para comer”.
En ese entonces Reynaldo aspiraba a mucho más, algo que lo acercara a sus sueños: inscribirse en la Facultad de Arquitectura, conseguir empleo en un despacho de prestigio, independizarse de su familia, darle vuelo a su imaginación en el diseño de edificios intrincados, tener un coche deportivo, irse lejos.
Sus anhelos se fundieron en uno solo --esfumarse-- la tarde en que se acercó a un automóvil para ofrecer sus mercancías: refrescos y bolsitas de pistaches. Antes de que pudiera huir escuchó la voz de Elsa, su antigua compañera de la preparatoria: ‘Rey: ¿andas vendiendo? ¿Pero por qué?’
Él se limitó a mirarla en silencio mientras Elsa lo avasallaba con nuevas preguntas: ‘¿Qué pasó? ¿Por qué no entraste a la universidad?’ Reynaldo bendijo el concierto de cláxones que le exigían circular al Tsuru. Y se alejó en sentido contrario, perseguido por la sensación de que Elsa seguía mirándolo.
Esa noche, cuando se reunió con Marcial en la gasolinera donde guardaban sus mercancías, le contó su encuentro con Elsa y terminó jurándole que por ningún motivo, ni por el oro del mundo, volvería a vender en el Circuito.
Su amigo le preguntó de qué pensaba vivir entonces. Reynaldo no tuvo respuesta y Marcial continuó: ‘Deja que te presente a mi cuñado Lázaro. Él anda de crucecita en el Peri. Yo he trabajado allá. Es más o menos como aquí, sólo que hay más trafico y más velocidad.’ Esa palabra, velocidad, fue la clave para que Reynaldo aceptara la sugerencia de Marcial.
III
La visión lejana de los hoteles y edificios ‘inteligentes’, el paso de los tráileres cargados con mercancías valiosas y de los coches deportivos, le devolvieron a Reynaldo la ambición, la carga completa de sus sueños y el ímpetu para realizarlos todos, incluido el reencuentro con Elsa. Quería tenerla cerca los minutos suficientes para demostrarle que no era un fracasado.
Al cabo de unos meses olvidó también esa ilusión. Mientras se ve inmóvil, indefenso frente a los ríos de vehículos que pasan a toda prisa, lo único que le importa es mantenerse a salvo y, a veces, mirar las facciones de los automovilistas.
No lo consigue, pero en cambio siente sus expresiones de asombro, incredulidad, horror, desprecio. Para vengarse, Reynaldo los maldice en secreto, les atribuye defectos, vicios abominables y al final los mete a todos en un mismo saco: ‘bola de mamones’.
IV
El único lugar en donde Reynaldo logra reconstruir sus sueños es en los Baños Miguel. En cuanto se quita la ropa y se desliza en la cabina de vapor, se abandona a la bruma y permite que su imaginación lo vista de éxito, riqueza, aciertos, reconocimiento. Por un momento se transforma en otro, se escapa de su cárcel cotidiana: se va muy lejos.
El grito del bañero: ‘¡Tiempo!’, lo devuelve a la realidad. Es fría, resbaladiza como los mosaicos donde sus huellas se ahogan en los charquitos de agua. Envuelto en la toalla, se dirige a la regadera y se mira los dedos arrugados. Su risa se agranda en el eco y este sonido destruye la ilusión de que es niño de nuevo y puede jugar a inventarse un futuro más amplio que el mínimo espacio que ocupa a diario. Allí permanece inmóvil, con los brazos extendidos, como un crucificado expuesto al peligro, al estruendo, al abandono de los que siempre se van.