La pasión que enciende la sangre

domingo, 23 de mayo de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 19 de mayo (apro).- Alguna vez, al excampeón mundial de ajedrez, Emanuel Lasker, le preguntaron qué opinión le merecía cierto jugador. Su respuesta fue ésta: “No llegará lejos, porque no tiene esa pasión que enciende la sangre”. Y probablemente el viejo maestro tenía razón. Por algún motivo el ajedrez, cuando atrapa, lo hace para toda la vida.

Cuenta, por ejemplo, Mijaíl Tal que la primera vez que se tiene contacto con el ajedrez es parecido a la inoculación de un virus. Uno aprende las reglas básicas, juega una tarde y de regreso a casa no sabe que ya el virus está haciendo efecto y que la “enfermedad” es de por vida.

Esto viene a cuento porque, a través de Facebook, reencontré a un exjuvenil de Argentina, Sergio Negri, maestro FIDE, y ahora un mejor amigo al que conocí hace ya muchos años en mi primer viaje a Buenos Aires. Negri ya jugaba mejor que yo en esas épocas.

Luchaba dentro del fuerte circuito argentino de ajedrez y prometía quizás una estupenda carrera ajedrecística. Sin embargo, cuando uno es joven y sin ninguna obligación, las cosas parecen fáciles. Pero hay obligaciones, como estudiar una carrera universitaria y dedicarse a algo “serio”. Sí, sí, el ajedrez es divertido, sensacional, pero no deja de ser un mero hobby, una afición ¿no?

Sergio me escribía sobre el particular y me decía: “Juego con poca frecuencia, pero la pasión sigue intacta”.

Es claro que este es un problema de percepción, que se basa en cómo el ajedrez es visto en general en el planeta. Sí, hay jugadores profesionales, pero ¿qué clase de vida tienen? Bobby Fischer fue el primer profesional del ajedrez que luchó incansablemente por dar un lugar de honor al juego ciencia. El norteamericano fue el primero en pedir dinero sólo por participar, algo así como una retribución, un sueldo, pues, para mostrar su arte.

Sin embargo, para pedir dinero por jugar se necesita ser uno de los mejores del mundo. Fischer abrió esa brecha, y entonces Karpov y Kasparov fueron quienes obtuvieron los beneficios. Por ejemplo, Kasparov podía cobrar alrededor de 20 mil dólares por una sesión de partidas simultáneas.

Cabe recordar que Spassky y Petrosian lucharon por un campeonato del mundo que contenía una bolsa de unos 5000 dólares. A todo esto, Fischer logró, 20 años después de ganar el campeonato del mundo, que se realizara otro campeonato mundial con Spassky por un premio de 5 millones de dólares, que puso un banquero yugoslavo. ¿Quién hubiera imaginado ese tipo de bolsas por practicar el ajedrez?

Por ello mismo, como decía el excampeón mundial Mijaíl Botvinnik: “No hay diferencia real entre tocar el violín extraordinariamente bien y ser ajedrecista de alto nivel. Y aquí en Rusia tenemos muchos violinistas profesionales”.

Al gran maestro Lev Polugaevsky, un director de orquesta le preguntó alguna vez: “Dígame gran maestro, ¿tiene usted alguna profesión?”. Polugaevsky contestó: “¿La tiene usted?”. El músico se dio cuenta de su poco tacto y se disculpó.

Y así como la música genera esa pasión interminable, que dura toda la vida, el ajedrez o incluso las matemáticas actúan de manera similar entre los seres humanos. Generan una curiosa obsesión que incluso maneja los actos de los involucrados siempre a favor del arte que practican.

Yo sé del trabajo que ponen los músicos en su instrumento. Mi padre estudiaba unas seis horas diarias, a pesar de que llevaba ya diez o más años retirado del concertismo. Y en el caso de mi padre, incluso el último día de su vida, cuando parecía que mejoraba de una enfermedad que le aquejó en los dos últimos meses de su existencia, tomó su guitarra y estudió una hora, de manera ligera, pero de nuevo le hizo los honores al instrumento al que dedicó su vida. De nuevo, era esa pasión que enciende la sangre, y todo gira alrededor de ésta.

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