Pobre patria mía. La novela de Porfirio Diaz, de Pedro Angel Palou

domingo, 13 de junio de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 9 de junio (apro).- El Centenario y Bicentenario de la Independencia y la Revolución, al margen de las pifias de la comisión de festejos federal, ha servido para, en algunos casos, escarbar en la verdad histórica.

          En el nuevo libro de Pedro Ángel Palou, una novela, la figura a desentrañar es la del polémico Porfirio Díaz.

         Lejos están los tiempos en que el dictador era absolutamente descalificado por la historia oficial. Y si bien en esencia no se le ha reintegrado al panteón de los grandes hombres de México, empieza a reconocérsele en áreas donde en realidad jugó un papel positivo. Nadie puede olvidar que fue él quien creó la red más grande de vías en América Latina, mismas que paradójicamente sirvieron para transportar a las tropas revolucionarias que lo depondrían.

         Hoy, Palou (Puebla, 1966) en Pobre patria mía. La novela de Porfirio Díaz, no resiste la tentación de acercarse al personaje y “se adentra “con rigor de historiador y genio de gran novelista --señalan sus editores de Planeta-- en la mente del desterrado patriarca y consigue darle nuevamente voz en la primera y única novela del dictador en el siglo del Bicentenario”.

         En la contraportada del libro se resume el intento de Palou: “Porfirio Díaz se embarca en el Ypiranga y desde Europa observa al país desangrarse”.

            En efecto, la novela arranca con un monólogo interior, donde Díaz retrata su propio perfil, para dar paso al primer capítulo, cuyas páginas iniciales se reproducen aquí:    

“Al fin abordamos. Han sido unos días de infierno desde que salimos, casi como bandidos, de la  ciudad de México. Cuando estás en el poder te sobran amigos, abrazos y regalos, adulaciones. Cuando lo dejas, así sea como yo, apenas, te das cuenta de todos los enemigos que has hecho. En casi cuatro décadas he sido intocable, omnipresente. Hoy tengo que salir en un barco alemán por miedo a que uno de mis compatriotas me acuchille por la espalada como a un emperador romano. Hoy no sólo intuyo, huelo a mis enemigos. Los veo a los ojos y pienso: ‘Es él, tiene que ser él. Él te va a asesinar’. No tengo miedo. Nunca lo tuve. Tengo dolor. Un dolor en el pecho, que es una mezcla de rabia y de impotencia. El Diario del Hogar fue el primero en dar la noticia, falsa y anticipada, de mi renuncia. El encono no se hizo esperar. La gente, alebrestada, salió a las calles a buscar camorra. Lo mismo a mi casa en la calle Cadena que a la casa de Limantour, en la plaza de la Reforma. Allí llegaban con toneles de petróleo para quemar la residencia. No fueron los sables de la caballería; fue la lluvia la que los terminó de dispersar muy entrada la noche.

         “El 25 de mayo entregué mi carta de renuncia al Congreso de la Unión. En realidad la envié. No salí en todo el santo día de mi habitación. No quería ver a nadie, no me interesaba contemplar los ojos de mis enemigos en mi propia casa, emisarios funestos de un destino que siempre quise postergar. Quería estar solo. Sólo como no estuve nunca. Solo de verdad, como cuando caminaba por las veredas de Etla cazando liebres para comer. Solo, conmigo mismo. El único capaz de reprocharme algo soy yo mismo. Eso me lo he repetido desde entonces, es una manera de conservar la dignidad. Ese mismo día me vino a ver Henry Lane Wilson, el embajador norteamericano. Mandé decir que estaba indispuesto. ¡Qué difíciles vecinos los gringos!, no se puede con ellos. Nunca se sabe si son verdaderamente tus amigos. Sonríen sin saber si han comprendido lo que escuchan. Sólo sonríen, como lo haría un mono.

         “No me podía quedar en la ciudad de México. Corría peligro. Cada uno de los poros de mi cuerpo lo sabía. Desde que se firmaron los Tratados de Ciudad Juárez supe que mi destino era huir, salir del país. Quise yo mismo abanderar la Revolución, como en otras ocasiones. Pero esta vez fallé. Nos fuimos de noche, para no ser vistos, sin decirle a nadie. El ejército acordonaba la calle para protegernos ¿Cuánto tiempo duraría su lealtad? Habrán sido seis o siete automóviles, no lo recuerdo, los que nos fueron a recoger para llevarnos a San Lázaro. Nos íbamos todos, les había dicho dos día antes. Ordené empacar. Carmelita se preocupó cuando contó los baúles enormes con mi archivo:

“--¡Ocho baúles, Porfirio!, ¿para qué llevarnos tanta cosa?

“--Me llevo mi memoria, antes de que la pisoteen.”

 

mr

--FIN DE NOTA--

 

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