"La Bestia"

jueves, 1 de julio de 2010 · 01:00

Viajar en tren como polizón es indignante. Allá arriba se te ocurren decenas de preguntas absurdas: ¿por qué vamos colgados del techo si los vagones viajan vacíos? ¿Por qué no puede ir más despacio? ¿Nadie nos va a proteger de ese asalto? ¿Qué terrible historia obligó a los que me rodean a montar sobre La Bestia? ¿Y por qué este viaje aterrador, nocturno y veloz termina por engancharte? Éste es el camino por excelencia del centroamericano indocumentado. Éste es su medio de transporte, éstos sus asaltantes y éstas las vías donde las ruedas de acero han amputado piernas, brazos, torsos, cabezas. Migrantes. 

El potente pitido suena profundo y prolongado en la oscuridad. La Bestia llega. Un toque. Dos toques. La llamada imperativa del viaje. Los que están dispuestos tienen que seguirla en este momento. Esta noche unas 100 personas lo hacen. Se levantan de su sueño, se sacuden el cansancio acumulado, encajan en sus hombros las mochilas, cargan las botellas de agua y caminan otra vez hacia el inicio de un recorrido de muerte. 

Las siluetas del grupo de los fuertes se distinguen entre las sombras que recorren las vías del tren. Son una treintena de contornos masculinos. Perfiles de guerreros. Desde sus manos, como extensiones del cuerpo, se dibujan troncos y varas de hierro de hasta dos metros. No están dispuestos a ceder en caso de que asaltantes del camino hagan su abordaje. Saben que entre ellos mismos, migrantes centroamericanos, pueden ir ya esos piratas de las vías, listos para atacar en la oscuridad selvática del recorrido entre Ixtepec y Medias Aguas, entre los estados de Oaxaca y Veracruz. 

Parlamentan en las vías mientras la locomotora ordena en un solo carril los 28 vagones que están a punto de salir. La consigna es unánime: “si es necesario, pelearemos”. La mayoría de los cajones de acero están alineados; sin embargo, aún hay algunos en otra de las líneas férreas. Es momento de incertidumbre. Las cien sombras giran la cabeza de lado a lado, como si intentaran leer los movimientos. Se apresuran a lo largo de la vía y luego vuelven. Es necesario tomar una decisión antes de que las máquinas jalen la carga y los polizones que van hacia el norte tengan que abordarla en marcha. 

Este será mi octavo viaje, pero acostumbrarse a este momento me ha resultado imposible. Es un vaivén de siluetas que corren y gritan; de fondo, el sonido metálico de La Bestia lo inunda todo, y no hay mucho tiempo para pensar. En el cerebro, una sensación entre el miedo y la emoción por algo nuevo. Sólo sabes que no quieres perder el tren, que no te quieres equivocar de vagón y acabar en la línea de cajones que no se moverá. Sólo piensas en ti mismo, en esa escalera que has elegido, en treparla, en que nadie se interponga. 

En medio de las dos filas el grupo de 30 hombres elige su territorio: la línea de la izquierda. Uno tras otro suben por la escalerilla lateral y se posan en el techo del tren de mercancías. El vagón es suyo. Esos 20 metros serán su nido durante al menos seis horas de viaje. De sus parrillas se aferrarán durante todo el recorrido, para no caer y ser tragados por las ruedas de acero. Ese espacio es el que defenderán. Por eso destierran a un joven moreno, salvadoreño, de unos 17 años. Durante algunas horas del día, en el albergue de Ixtepec, a la orilla de las vías, el muchacho habló con un pandillero deportado que regresaba de Estados Unidos y que, aislado del resto, fumó mariguana gran parte de la tarde. Tienen desconfianza y prefieren no arriesgarse. “Vos no venís con nosotros”, le dice uno de ellos a manera de orden, y el joven, ante la mirada de todo el grupo, decide ir a buscar otro lugar. 

En este vagón, con el grupo de salvadoreños, nicaragüenses, guatemaltecos y hondureños que se han juntado en el camino, nos acomodamos el fotógrafo Eduardo Soteras y yo. 

Las pocas mujeres que abordan el sólido gusano se acomodan en los balcones que hay entre vagón y vagón. Algunos, los menos, tienen plataforma abajo. El resto, sólo unas vigas metálicas sobre las que los migrantes tendrán que hacer equilibrios. Pero viajar ahí supone no tener que esquivar los cables y ramas que se entrometen en el camino de los que van arriba. También evitan las corrientes de viento que harán tiritar a muchos que se lanzan sin abrigo. 

Arriba se acomodan los 30 albañiles, fontaneros, electricistas, agricultores, carpinteros y jardineros convertidos unas horas en guerreros por un viaje que se ha cobrado un número indeterminado de vidas. Nuestro círculo más cercano lo componen unos hermanos con pinta de raperos que tras ser deportados van de regreso hacia el que consideran su país; un ex militar que quiere volver a su vida de albañil en el norte; y también viaja Saúl, el muchacho que se exhibe confiado de su dominio de La Bestia. Sube y baja, amarra su bolsa de plástico a las parrillas y luego se lanza a recoger cartón de las vías para que la fibra de vidrio del techo no le penetre las nalgas como constantes picadas de zancudos. Los cuatro son guatemaltecos. 

La locomotora echa a andar. Jala los 28 vagones. El golpe seco empieza desde la cabeza y resuena hasta la cola, en efecto dominó. Tac, tac, tac. Un vagón tras otro es arrastrado por la potente máquina, mientras los migrantes se aferran donde pueden. Muchos han sido mutilados en este primer movimiento cuando, ignorantes de las reglas de La Bestia, han apoyado su pie entre la juntura de los vagones: dos barras ensambladas una dentro de otra, con un sistema de amortiguación para cuando el tren frena o jala. Las muelas les llaman. Ahí, entre el traqueteo del efecto dominó, el tren les ha triturado el pie como martillo a una nuez. 

Pero este inconveniente está de sobra compensado por una ventaja invaluable: La Bestia se monta mientras está detenida. En otros puntos, como Lechería, Tenosique, Orizaba o San Luis Potosí, al tren hay que agarrarlo en marcha, porque los famosos garroteros, guardias privados de las compañías ferroviarias, impiden el paso a las estaciones y los migrantes tienen que acechar su transporte más adelante. 

En uno de mis viajes, Wilber, un veinteañero hondureño que guiaba a indocumentados por México, me dio un curso básico de cómo treparse al tren cuando ya está en marcha. 

–Primero, lo medís. Dejás que las manijas de los vagones te golpeen la mano, para ver qué tan rápido va, porque esto hay que sentirlo, no sólo verlo. Engaña. Si te creés capaz, corrés unos 20 metros para tomarle el ritmo, agarrado de una manija. Cuando ya le tengás el pulso, te dejás ir con los brazos. Te levantás con los puros brazos, para alejar las piernas de las ruedas, y apoyás en las gradas la pierna que tengás del lado del tren, para que tu cuerpo se vaya contra el vagón y no te desbarajuste. 

Cuando lo intenté en aquella ocasión estábamos en Las Anonas, un pequeño poblado entre Arriaga e Ixtepec. El tren pasó a unos 15 kilómetros por hora y yo cometí el error básico de los que han sido mutilados en este arranque: olvidé el detalle de la pierna y apoyé en la escalera la contraria. Estaba sostenido del agarradero con el brazo izquierdo y, más abajo, mi pie derecho se posó en la grada, mientras el resto de mi cuerpo quedó maniatado por ese nudo de extremidades. El tren me arrastró varios metros, porque el cuerpo perdió su punto de equilibrio. Por suerte, algunos se bajaron a desentramparme. 

Sin embargo, Wilber cree que esos viajeros que quedan mutilados tan pronto en el viaje “tienen suerte”, porque el tren va lento y pueden tomar una decisión. 

–Yo vi cómo a uno el tren le pasó encima de la pierna –dijo Wilber tranquilo, como quien cuenta el resultado de un partido de futbol–, porque no pudo agarrarlo cuando ya iba corriendo. Pero como no iba tan rápido, le dio tiempo de verse la pierna cortada y de meter la cabeza abajo de la siguiente rueda. Pues sí, si iba a buscar un trabajo allá arriba es porque no ganaba bien abajo, y ya sin una pierna, ¿qué iba a hacer? 

¿Por qué no dejarlos subir mientras la locomotora no arranca? ¿Por qué, si se sabe que de todas formas subirán, obligarlos a abordar el gusano en movimiento? Es una pregunta que ninguno de los jefes de las siete empresas de ferrocarriles contestará. No dan entrevistas, y si se logra hablar con ellos por teléfono, cuelgan cuando se enteran de que se pretende conversar sobre migrantes. 

El viaje se inicia. La poca luz de los dos reflectores de las vías de Ixtepec desaparece mientras nos internamos en un paraje de llanos iluminados sólo por el resplandor amarillento y suave de una luna llena grande y misteriosa. 

Éste es el transporte de los migrantes de tercera, los que viajan sin coyote y sin dinero para autobuses. Ellos repetirán al menos ocho veces esta dinámica de abordaje en el territorio mexicano. Dormirán en las vías en varios puntos, esperando que aquel pitido no se les escape y les haga pasar una noche, dos o tres a la espera del siguiente. Recorrerán más de 5 mil kilómetros bajo estas condiciones. Ésta es La Bestia, la serpiente, la máquina, el monstruo. El tren. Rodeado de leyendas y de historias de sangre. Algunos, supersticiosos, cuentan que es un invento del diablo. Otros dicen que los chirridos que desparrama al avanzar son voces de niños, mujeres y hombres que perdieron la vida bajo sus ruedas. Acero contra acero. Una vez escuché una frase en uno de estos viajes nocturnos: “Este es primo hermano del río Bravo, porque la misma sangre tienen, sangre centroamericana”. (...) 

 

La mordida de la bestia

 

Esta tarde, mientras esperábamos la llegada del tren, conversamos con Jaime Arriaga. Es un hondureño humilde. Tiene 37 años y es el clásico campesino que se fue con un sueño muy diferente al del joven migrante que busca un carro, ropa diferente, darse algún lujo y parecerse a su primo que regresó vestido con una camiseta de Los Angeles Lakers. Jaime salió en enero de este año de su humilde aldea en la costa caribeña de Honduras, y en su mente sólo traía una imagen: su humilde casa, en su humilde aldea, rodeada de dos manzanos, de sembradillo de maíz, arroz y frijol. 

Era su segundo intento. El primero le permitió pasar dos años en Estados Unidos. Ahorró. Logró construir en su aldea una casa de cemento y teja que le costó 17 mil dólares. Y regresó a Honduras para quedarse porque ya tenía lo que quería: su casa y sus cultivos. Pero seis meses le duró la inversión de dos años: “Un huracán, una tormenta de esas que siempre caen en esa parte de Honduras, me destruyó todo”. Todo: la casa y la milpa. 

Y entonces, como la primera vez, Jaime empacó un poco de ropa y algunos dólares, y se despidió de su mujer. 

–Ya sabés que la única manera de volver a lograr lo que he perdido es en Estados Unidos. 

Pero antes de llegar a Estados Unidos está este camino, que a veces arrebata más de lo que ya se ha perdido. Esta tarde, en el patio de la casa del sacerdote Alejandro Solalinde, en Ixtepec, Jaime hablaba bajo un árbol de mango, sentado en una silla de plástico y con su pie izquierdo apoyado en la tierra. Su otra pierna termina en muñón. Carne blanda que aún cura. El tren le arrancó el pie derecho el 16 de enero. 

A Jaime lo venció la desesperación. Quería avanzar y avanzar. Ver florecer su milpa lo antes posible. Pero La Bestia se ensaña con los impacientes. Estaba cansado, había dormido poco y acababa de llegar de Arriaga, tras 11 horas de tren. Con el cansancio cerrándole los ojos, se subió en la máquina que salió hacia Medias Aguas y que sólo arrastraba cajones. Ni un vagón bueno. Una combinación mortal. 

Los cajones son literalmente eso, cajas rectangulares de acero, sin balcones entre vagón y vagón, sin parrillas arriba en las que meter los dedos para sostenerse. En medio de cada cajón sólo están las muelas del tren, y una pequeña barra de hierro sobre la que los impacientes se paran y se sostienen como crucificados de la pared del cajón. El suelo discurre abajo, a pocos centímetros de los pies de los que viajan en esas junturas. El recorrido es de seis horas. Seis horas en cruz, aguantando, apretando los dedos. El tren llega a alcanzar los 70 kilómetros por hora. A veces en curva. Y no hablamos de la velocidad de un carro. El tren hace que esa velocidad sea una experiencia diferente. No es un automotor arrastrado por cuatro ruedas. Es un gusano sólido de hasta un kilómetro de largo que se retuerce y contonea mientras avanza y chilla. Una máquina imponente. 

En ese trayecto Jaime habló con su primo y otros dos nicaragüenses que lo acompañaban en aquel viacrucis. Hizo algo de ejercicio de brazos para intentar despertarse. Y casi lo logra. “Un minuto cerré los ojos”, recordó. Más bien se le cerraron. El cansancio, tras varios días de camino para rodear casetas de carretera hasta llegar a Arriaga y un tren de 11 horas bajo el inclemente sol chiapaneco hasta llegar a Ixtepec, es mucho cansancio. Mucho sueño. Un viaje donde se descansa poco y mal. No se duerme bien en las noches en el monte durante las paradas en las caminatas. Un ojo está cerrado y el otro medio abierto, escrutando la oscuridad. 

Cuando despertó, Jaime se sintió caer, y asegura que en ese momento la vida se ralentizó. Él flotando en el aire. Él dándose cuenta de que iba directo hacia las vías. Él y sus rezos: “Dios mío, guárdame”. Y luego, todo volvió a ser ruido y velocidad. Quedó pegado como esparadrapo al suelo. La Bestia es colosal. Rompe el aire, crea corrientes cuando pasa, y esa corriente hizo que Jaime quedara pegado a los soportes de cemento de las vías, con la cabeza a centímetros de las ruedas de acero. 

–Sólo escuchaba: riiin, riiin, riiin, cómo pasaba el tren. Casi me quedo sordo. 

Cuando la mayor parte de vagones habían reventado los tímpanos de Jaime, se creó una corriente diferente que lo despegó de los soportes y lo levantó como una pluma que flotó durante unos segundos hasta ser tragada por el efecto de vacío e introducida en las vías. Entonces, el último vagón le pasó por encima a su pierna derecha, y luego la cola de aire de la máquina lo escupió hacia el monte, tal como se lo había tragado. 

–Yo sentía que estaba bueno. No sentía dolor. 

Es lo normal. La historia se repite en todos los migrantes mutilados con los que he hablado. Al principio no duele. Luego, antes o después, el dolor hace que se te contraigan los músculos del rostro, y un repentino e intenso calor invade tu cuerpo hasta hacerte sentir que la cabeza va a explotar. 

Jaime sintió que algo le faltaba cuando intentó pararse. Se dobló y volvió a caer. Estaba mutilado. Su pierna terminaba en huesos estrujados y pellejos que aún sostenían su pie amoratado, casi por caerse. Quiso salir del monte ayudado por unos palos, pero esas hilachas de piel se enredaban con la maleza y lo retenían. Sacó su navaja y se terminó de separar lo que el tren le había mascado. Arrancó un harapo del pantalón que se había molido con su carne y se hizo un torniquete. 

Logró caminar una hora siguiendo las vías. “No sentía dolor.” Cuando ya no tenía fuerzas de caminar y se sentía mareado, había logrado llegar hasta un punto donde una callejuela de tierra cortaba las vías. Ahí quedó tirado durante 10 horas. Escuchando y viendo, sin poder moverse. Solo. El tren atraviesa montes, corta llanos, bordea pueblos. Si alguien se cae del tren, sobre todo en tramos rápidos como este entre Ixtepec y Medias Aguas, nadie lo socorrerá. Logrará salir de ahí si lo logra. Así de sencillo. Si no, morirá desangrado y nadie más volverá a saber de él. Ninguna estadística lo incluirá y se considerará un desaparecido sólo si un familiar pregunta por él en el consulado de su país. 

A las cuatro de la tarde, Jaime estaba rodeado de zopilotes que esperaban por un pedazo de carne. Fue entonces cuando una pick up se detuvo. Tres hombres bajaron, y uno más, escuchó Jaime, se excusó: “Yo no voy, padezco del corazón y, si lo veo, capaz que me muero primero que él, porque está vivo”. 

Lo llevaron al hospital, lo sedaron, lo amputaron hasta la rodilla. Cuando despertó, alucinaba. “Le veía unos cachos en la cabeza a la enfermera, como si fuera el demonio”. El dolor llegó esa noche. Jaime soñó que jugaba futbol, que pateaba una pelota con el pie que ya no tenía. Su cuerpo dormido hizo el movimiento, y se despertó en medio de un intenso dolor, de un calor que le recorría el cuerpo desde el muñón del que aún brotaba sangre. El grito fue tan estruendoso que varias enfermeras se presentaron en el cuarto. 

–Que descansen –dijo Jaime a modo de consejo para los que viajan como él, cuando la conversación terminó a la sombra del árbol de mango–. El tren nunca se arruina. Estados Unidos no se va. Es mejor llegar tarde que nunca llegar. 

 

La tensión del viaje 

 

El tren se detiene en La Cementera, una sucursal de la empresa de concreto Cruz Azul incrustada en esta selva. La máquina despega vagones y se cambia de carril para recoger otros que luego alinea en la columna de acero. Es momento de hacer guardia. Los hombres del vagón se levantan y fijan sus ojos en las veredas que circundan el tren. 

Los asaltantes del camino se incorporan entre los polizones cuando la máquina hace paradas o los maquinistas, a veces de acuerdo con estos piratas, bajan la velocidad de las locomotoras para que puedan trepar. En este vagón, los hombres levantan sus varas y palos. Los dejan a la vista, para que se sepa que si hay asalto habrá respuesta. Un indígena guatemalteco sujeta la rama que lleva como si fuera un fusil, y apunta a la oscuridad. La silueta engaña. 

El grupo divisa una algarabía lejana. En los vagones de atrás se ve movimiento y una lámpara que se enciende y se apaga, cada vez más cerca de nuestro territorio. 

La señal clara de que hay asalto en la noche, me dijo una vez un migrante, es cuando la luz de una linterna se mueve sobre los techos. En una ocasión, mientras hacía este mismo recorrido, ocurrió eso: a lo lejos, se veía la circunferencia resplandeciente de la linterna sobre el tren. Avanzaba y desaparecía entre los vagones, seguramente cuando los asaltantes bajaban a los balcones a recoger el dinero. Luego, el circulito luminoso volvía a emerger y a avanzar. Esa vez logramos librarnos gracias al ingenio de un salvadoreño que recomendó al fotógrafo que encendiera todas sus luces, incluido un reflector portátil, de un solo golpe y en dirección hacia los asaltantes. Así fue. El círculo luminoso dejó de avanzar. Se quedó inmóvil unos minutos y luego, en una parte de lenta velocidad, lo vimos saltar del tren y perderse entre los árboles. 

Los asaltantes del tren, salvo cuando han ocurrido abordajes específicos para secuestrar mujeres, y se trata del crimen organizado, son delincuentes comunes, habitantes de rancherías cercanas a las vías. Amigos del pueblo, débilmente armados, con un revólver calibre .38 y machetes. Pero también son asaltantes despiadados, sabedores de que si hay oposición, se trata de matar o morir. De lanzar o ser lanzado a las vías. 

La guardia se monta rápido. Un guatemalteco vigila la parte trasera del vagón mientras otro compatriota se encarga de la delantera. Saúl, el joven de 19 años que se exhibía confiado de su dominio de La Bestia, se cubre con la capucha de su sudadera. “Para parecer más barrio”, argumenta. Al fondo, en la cola del tren, se divisa el movimiento de lámparas, pero aún es muy pronto para saber de qué se trata. 

Saúl enciende un cigarrillo y repite en voz alta la consigna: “¡A la puta, si es un ladrón que se deje venir, aquí lo atendemos!”. Es su quinto intento por regresar al país del que fue deportado hace cerca de mes y medio. Allá pertenecía al Barrio 18, la pandilla más numerosa de Latinoamérica. Hizo algunos asaltos menores por los que cayó preso. 

Suma cuatro intentos fallidos, atrapado por la Migra mexicana. Lleva miles de kilómetros sobre La Bestia. Y una consigna: “Hay que tener respeto a este animal. Si has visto lo que yo he visto, hay que tenerle respeto”. Así, joven duro como es, hombre prematuro que huye de su país porque la otra pandilla, la Mara Salvatrucha, tiene dominada la colonia donde vive, Saúl sabe dónde está parado, y sabe que el techo del tren no es mejor que lo que ha vivido. 

–Siempre da miedo, siempre. 

La escena que nunca se le borrará de la mente es la de una hondureña de unos 18 años con la que viajó en su primer reintento hace unas semanas. Ella cayó en medio del alboroto que se formó cuando todos pensaron que había un operativo de Migración más adelante. Cayó. 

–La vi cuando se iba para abajo, con los ojos bien abiertos –recuerda. 

Y después sólo alcanzó a escuchar un fino alarido que se extinguió de golpe. A lo lejos, vio rodar algo. 

–Como una pelota con pelos, supongo que su cabeza. 

El sacerdote Alejandro Solalinde es el artífice de que esos operativos hayan disminuido en el sur mexicano. Protestó ante el Instituto Nacional de Migración. No era posible que se hicieran de noche, en lugares montañosos. Una escena que apabullaría a cualquiera: la noche, el sonido constante del tren que combina el ruido del golpe metálico con unos chillidos finos, tétricos, que a veces parecen el grito lejano de una mujer, y de repente, a los costados, una iluminación cegadora. Decenas de reflectores y gritos: “¡Bajen, bajen, bajen!”. Y el tren deteniéndose, y sombras lanzándose sobre las vías, donde las llantas de acero aún pueden rebanar. No es posible, argumentó Alejandro Solalinde, tienen que encontrar otros métodos, porque muchos quedan mutilados en la estampida. Ciegos que corren, ciegos que saltan, ciegos que empujan. 

Desde entonces los operativos en el sur han cesado. Más adelante, luego de rodear la capital mexicana y atravesar un lugar llamado Lechería, ya no son dominios de Alejandro Solalinde, y aquellos sobresaltos nocturnos aún se dan. 

Las linternas se acercan. Cuando avancen dos vagones más será posible saber de qué se trata. Saúl enciende otro cigarrillo. 

–Hicimos un pacto de que no nos van a asaltar –continúa Saúl–. La .38 tiene seis balas y a un par se pueden llevar, pero después les va a caer toda la raza y les va a aplicar la ley del tren. 

La ley de La Bestia que tan bien conoce Saúl y que sólo deja tres opciones: resignarse, matar o morir. 

–Fue hace un mes, cuando me agarraron en Reynosa, ya en la frontera. Esa vez, entre Arriaga e Ixtepec, al tren se subieron tres muchachos. Cabal, dos con machete y uno con la .38 de tamborcito. La onda es que esa vez no íbamos de acuerdo los del vagón, pero cuando el de la pistola le pasó por el lado a un hondureño que iba ahí... Cobrando el dinero andaba el de la pistola, y tonto, pues, él se tiene que quedar apuntando en la esquina del vagón, y mandar a uno con machete a recoger... La onda es que el hondureño le agarra la pierna y lo bota, y la gente rapidito se le aventó a los dos del machete… 

Y ahí viene, la ley del tren. 

–…primero los reventamos a verga. Después, el mismo hondureño le dijo a un su amigo: hey, ayúdame. Y agarraron al de la pistola, uno de los brazos y otro de las piernas, y lo aventaron entre los dos vagones. Partidito en dos lo hizo el tren. Lo mismo le hicieron al otro. Cuando iban por el tercero, un salvadoreño les dijo que mejor lo dejaran, para que fuera a contar que la raza no se iba a dejar. Lo tiraron a un lado del tren, pero había como un barranco ahí. Yo creo que igual se murió también. 

¿Cuántos cadáveres se habrán fundido con la tierra que rodea las vías? Bien dijo una vez Alejandro Solalinde que estos terrenos son un cementerio anónimo. (...)

*Este texto se publicó en la edición 1756 de la revista Proceso, ya en circulación.

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