Narcoguerra: los muertos y sus huérfanos
SAN ANDRES TUXTLA, Ver., 17 de julio (Proceso).- El hallazgo de los cuerpos de 24 albañiles, el 12 de septiembre de 2008 en un paraje del Estado de México, casi a las puertas del Distrito Federal, fue la primera señal de que la guerra declarada entre cárteles no respetaría inocentes. En Veracruz, de donde eran oriundos 11 de los ejecutados aquel día, el más violento de 2008, sus deudos les rezan aún y repiten un ritual: cruzar siete veces por encima de sus tumbas para que sus almas tengan sosiego. Pero sobre todo piden justicia y apoyo para los huérfanos. Por cierto, una legisladora estima en 7 mil el número de huérfanos en el país a causa de la narcoviolencia en lo que va del sexenio.
Los familiares de los albañiles muertos cruzaron siete veces por encima de sus tumbas para obligar a las ánimas a estarse sosiegas y quitarles esa manía de vagar en los pensamientos ajenos, de abrir la puerta de los jacales y atizarles chiflones de aire frío, o de aparecerse en sueños avisando que “allá donde están” hay hartas obras donde sí ocupan peones.
Los maistros difuntos se tranquilizaron después de los rituales de despedida. De eso hace casi dos años. Las familias, en cambio, no encontraron remedio contra el miedo que sienten hacia los desconocidos que ejecutaron a sus 11 difuntos y los dejaron en el bosque mexiquense de La Marquesa, entre un revoltijo de 24 cuerpos de albañiles oaxaqueños, hidalguenses, poblanos y veracruzanos.
Tampoco pudieron parchar el honor de los suyos, trozado por tanta gente que manoseó su nombre y les endilgó que los mataron porque vendían drogas o porque construyeron un narcotúnel en Mexicali, que dizque eran pistoleros o se fueron de la lengua, o si levantaban la residencia de un narco o se quedaron con una maleta de dinero. Puro chismerío.
“Dijeron que los difuntos nos dejaron bien, que robaron un portafolio de dinero, pero nosotros somos pobre, si fuéramos rico tuviéramos casa de tres planta, bien parada, no esta casa que le ando remendando con pedacitos de tablitas“, truena doña Nicolasa Pólito Málaga desde su casa de madera y piso de tierra, donde sobresale un tendedero de sartenes colgados a las vigas, un cuadro con fotos viejas y un altar con una veladora que aluza a los tres hijos y al “nietito” que le mataron. Justo a los que le pasaban dinero para el gasto.
Advierte que no quiere hablar mucho de los muertos ni de lo ocurrido para no menear su memoria (“se lastima mucho el corazón”, explica). Al rato dice que hubo un tiempo en que el pueblo les advertía que los sicarios vendrían a echarles bombas en castigo porque se quedaron con el mentado dinero, pero explica que los cuerpos “venían en costalilla”, el municipio les fió el traslado y no venían agarrados a ninguna maleta.
Detrás suyo, en el cuadro de las fotos familiares llama la atención una imagen donde ella y su esposo posan, presumidos, junto a una grabadora nueva; otra de un pariente que logró abrirse paso en la vida alistándose como soldado; algunas más de las graduaciones de sus hijos o de las escapadas que se daban, entre obra y obra, a la Basílica de Guadalupe. Presume la cartulina con un dibujo infantil de La Guadalupana, delineada con diamantina, que hizo en la secundaria su nieto, el más joven de los ejecutados: tenía 14 años y quería juntar dinero para ayudar a su papá enfermo.
Extracto del reportaje que se publica en la edición 1759 de la revista Proceso, ya en circulación.