La patria espeluznante
MÉXICO, D.F., 24 de febrero (Proceso).- Para todo propósito práctico, las ya lejanísimas conmemoraciones de hace unos meses tuvieron efectos ines-perados. Los nuevos héroes de la patria resultaron Agustín de Iturbide y Porfirio Díaz. Ya está en marcha la reivindicación de Victoriano Huerta. Sólo se puede asegurar que la guerra de los pixeles no terminará con la concesión del Águila Azteca al presidente Nicolás Asco Sí.
Mientras tanto la historia de bronce dejó sus pedestales a la historia de mierda. Hidalgo quedó como un curita masielesco, un ideólogo sin ideas, un verdugo y un jefe militar de pasmosa ineptitud, sólo comparable a nuestro patrono celestial, Santos Degollado, “El Héroe de las Derrotas”.
A Morelos le fue un poco mejor en este sentido, pero su genio bélico duró poco y al final delató a los otros insurgentes. Madero se guió por la tabla ouija. Martín Cacle, el jefe de la policía porfiriana, logró un triunfo póstumo con la infiltración del mundo de los espíritus. Sus agentes inmateriales aconsejaron a Madero errores y disparates en cadena que lo llevaron de hecho a la autoinmolación.
Duelos, espantos, guerras
Lo único que nos faltó en 2010 fue comisionar a un bardo para hacer una oda a los bicentenarios. Tampoco en 1910 tuvimos un poeta que celebrara la gesta de un siglo atrás. Obregón quiso imitar a César y sus Comentarios a la guerra de las Galias fueron las crónicas de sus Veinte mil kilómetros en campaña. En 1921 no se le ocurrió como a Augusto patrocinar a un Virgilio que en una nueva e imposible Eneida celebrara el triunfo del imperator, el general triunfante que bien hubiera podido quedarse en el castillo de Chapultepec hasta 1968. (48 años no son tantos: Fidel Castro lleva 52.) En el centenario de la consumación nuestra única e íntima épica fue “La suave Patria”.
Llegado el 1910, Buenos Aires se autocoronó capital de Hispanoamérica y habló por todo el subcontinente. Leopoldo Lugones en Odas seculares y Rubén Darío en Canto a la Argentina exaltaron las glorias presentes y el porvenir luminoso, “el triunfo de las Américas”, que nos esperaba en el siglo veinte. Si alguien hubiera querido repetir la hazaña hímnica y bárdica en 2010, todo habría culminado en la anticelebración que trazó el mismo Darío en 1892 y en su poema a Colón: “Duelos, espantos, guerras, fiebre constante/ en nuestra senda ha puesto la triste suerte”.
Cuando decimos patria
Al grupo Maná y a su fundación ecológica Selva Negra se les ocurrió unirse a la Universidad de Guadalajara para preguntarles a algunos poetas mexicanos qué piensan y qué sienten hoy cuando decimos patria. El proyecto quedó en manos de Jorge Esquinca y el resultado es el libro País de sombra y fuego. No se pidieron poemas acerca de la violencia. Si se hiciera hoy, apenas a distancia de unos meses, el tema sería la matanza que no cesa.
El poeta más joven de los incluidos, Hernán Bravo Varela, tiene 30 años. Habría que reunir un segundo volumen en que la generación del bicentenario, quienes ahora son de 20 o poco más, hablaran de lo que para ellas y ellos es la patria que les hemos legado, la que no podemos sino llamar con otro verso de López Velarde la patria espeluznante.
La poesía comprometida quedó atrás y en total desprestigio. La que aparece en estas páginas es nueva y diferente a todo lo anterior. Ningún poema se parece a otro. Cada uno logra dar una visión original acerca del horror creciente que nos afecta a todos.
México como herida
Josu Landa en el primer texto del libro da una de las escasas notas de esperanza: “en la región más transparente del alma todavía cabe la Piedra del Sol, el imperio de la luz que arrase todo imperio: vivamos los vivos de los muertos si así dejamos de comernos entre vivos”. Alejandro Tarrab confía a su vez en que “pasarán tantos años diablo hermoso…/ guardarás las preguntas”. Luis Vicente de Aguinaga se refiere a un idioma que “Lo que dice lo dice/ como si fuera siempre a ser verdad,/ como si todo fuera/ verdad. Como si algo lo fuera”.
Francisco Magaña se observa: “Y estoy así bajo la cruz. Y así, temblando/ aún por el horror que no agoniza…”. Silvia Eugenia Castillero se lamenta: “Como herida más doliente que una herida/ deletreo el sonido de la palabra México”. Luis Armenta Malpica juzga que “El tiempo/que/gotea/de esta página/siempre me contraría”. Maricela Guerrero se siente ciudadana de “una patria en traslación: transacción, disuelta: anuncios”. Efraín Velasco recrea el poema tutelar de López Velarde, ahora enfocado hacia “una patria de crujir de esqueletos/ el rostro en medio del suplicio”.
Para Carmen Villoro y para Raúl Bañuelos “la Patria no es otra cosa/ que la infancia perdida”. La niñez es también el territorio de Francisco Hernández que recuerda la recitación del l5 de septiembre cuando “la Patria era para mí algo rugoso, con facilidad para arder, un gran vientre de coco en donde descubrí la claustrofobia…”.
Vicente Quirarte evoca a su madre y a su padre, a Melchor Ocampo, a José María Arteaga y a los chinacos, los guerrilleros del pueblo. Su presencia espectral constituye la certeza de la dignidad en estos tiempos de ignominia.
También Julián Herbert actualiza la historia y celebra al Batallón de San Patricio, los héroes irlandeses que en 1847 murieron por México. Ángel Ortuño hace hablar al cerebro de Victoriano Huerta que a su vez llama “chacales” a tantos salvadores de la patria.
Muertas y muertos de Juárez
Cristina Rivera Garza convierte en poema las palabras de doña Luz María Dávila ante el presidente, la conmovedora defensa de sus hijos asesinados sin culpa en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez.
Ernesto Lumbreras es contundente: “Nos miramos a los ojos/ buscando el mismo veneno/ para mirar, patria mía,/ la pesadilla en tus huérfanos”. David Huerta observa nuestro panorama: “Avenidas y calles acuchilladas por microimpactos/ azules y grises,/ acumulación de polvo, amontonamiento de toda cosa innoble/ de plástico y desperdicio…”.
Roberto Rico traza un episodio binacional: “Sicario al que repatrian/ o sabio al que extraditan,/ un hombre salta sucesivas líneas/ divisorias del fuego y su rescoldo”. José Javier Villarreal sentencia: “Adonde te dirijas siempre será el camino/ equivocado, la vara rota, el pie quebrado, la muela cariada, el/ dolor acercándose a la raíz del nervio”.
Luis Alberto Navarro mira en el Valle de Altar a los trabajadores con “la cesta colgada al hombro, verdura o algodón”. Y “a la semana ponchados por la migra, sin dinero”. Eduardo Milán se acerca al “movimiento de rotación y a las muertas de Juárez/ mujeres muertas de Juárez, sonajero de la mente/ suenan al unísono/ los cascabeles del desierto, nadie duerme/ todos duermen:/ a lo concreto se lo chupó lo eterno”.
Llorosa Nueva España
Hernán Bravo Varela sitúa en el contexto del servicio militar su evocación oblicua del poeta fundador de la poesía novohispana, Francisco de Terrazas. En este brusco regreso a los orígenes la patria ya no es matria sino madrastra. Estamos de nuevo en la “Llorosa Nueva España que, deshecha/ te vas en llanto y duelo consumiendo”.
Tedi López Mills alude al “Valle de las Repeticiones, le susurro a mi amigo,/ Valle de los Lamentos me responde…”. María Rivera anota: “Patria,/ recorren tus plazas,/ tus calles,/ tus pueblos,/ asesinos de niños,/ de niñas,/ de jóvenes…”. Luis Felipe Fabre hace “el corrido del Ahuizote” para tocar otro tema ardiente del México actual: “pero no hay trabajo, no hay trabajo, no hay trabajo:/ en este valle de biznagas/ no hay trabajo…”.
José Luis Rivas encuentra un símbolo atroz de nuestra realidad en la desaparición del cenzontle: “Las historias son/ historias. Por fortuna no son sólo una./ Extinto, sólo registrado en la guía de campo obsoleta,/ el cenzontle no cantará ya”.
Jorge Esquinca se duele de México por ser “país de cruces, lampo de nubes/ como cabezas, roja vendimia./ País de cruces como manos/ separadas, abiertas en el viento,/ en el desierto que avanza”. Dolores Dorantes compara: “Yo no soy una buena persona, sólo soy mi país y mi país se está borrando”.
Para Ricardo Castillo, México hoy es la “adorada piedra en el calzado,/ cosa embarazosa,/ patria Nostra”. Santiago Matías sintetiza la ferocidad de nuestro presente: “Fuego cruzado y tolvaneras, acelerar, desacelerar, eso somos, un disparo, un disparo, Villa, la bala aún está en el techo”.
En contraste, Víctor Ortiz Partida celebra: “corrientes secretas nos llevan/ hacia una conclusión misteriosa/ a pleno sol”. Coral Bracho cierra el libro con dos versos enigmáticos y llenos de sentido: “Los no visibles se escabullen entre el gentío/ y suavemente cierran las puertas”.
Pasarán estos años
También son misteriosas y claras y actuales las líneas de “La suave Patria”: “Trueno del temporal, oigo en tus quejas/ crujir los esqueletos en parejas./ Oigo lo que se fue, lo que aún no toco/ y la hora actual con su vientre de coco”.
Nadie sabe lo que hay en ese interior ignoto. Como se dice en el prólogo a esta compilación, no sabemos nada de nada. Lo único posible es creer y esperar que, como escribió Gonzalo Rojas, “pasarán estos años”. Y cuando se hayan ido País de sombra y fuego permanecerá como una defensa apasionada de lo que, contra todo, sigue siendo humano en nosotros.