Rulfo y Arguedas: apuntes sobre una amistad

martes, 8 de febrero de 2011 · 01:00

MÉXICO, D.F., 8 de febrero (Proceso).- El pasado 7 de enero se cumplieron 25 años de la muerte de Juan Rulfo y, 11 días después, 100 años del nacimiento del narrador peruano José María Arguedas. Aquí se explora la entrañable relación entre ambos escritores.

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En diciembre de 1979, la revista El viejo topo publicó una entrevista concedida por Juan Rulfo al novelista y periodista español Ernesto Parra, en la que éste le pide que mencione los nombres de los escritores hispanoamericanos que prefiere:

JR: En primer lugar, a Juan Carlos Onetti. Para mí es un autor fundamental. Después, José María Arguedas, de Perú, que desgraciadamente se suicidó.

EP: Leí una de sus novelas, El sexto, y tanto el relato como su manera de contarlo no dejan espacio a muchos peros, desde luego… 

JR: Tiene otra novela excelente, Los ríos profundos. Un gran escritor José María Arguedas, mejor que Vargas Llosa.

Luego, Rulfo señala a unos cuantos escritores más: Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Martín Luis Guzmán… Dada su consabida parquedad, lo que dice sobre Arguedas –a 10 años del suicidio de éste– debe considerarse como un gran elogio.

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El centenario natal de Arguedas se cumplió el pasado 18 de enero. En Perú se han realizado todo tipo de conmemoraciones y homenajes, sólo faltó, para darle plena relevancia, que el gobierno peruano declarase formalmente este 2011 como el “año del centenario de José María Arguedas”. Así lo reclamaba mucha gente, como lo prueban decenas de artículos en la prensa local y escritos en la red electrónica. Pero después de una larga espera, el presidente de ese país, Alan García, decretó que se denominaría “Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo”, puesto que en julio de 1911 el estadunidense Hiram Bingham dio a conocer el hallazgo de la asombrosa ciudadela inca.

La decisión resultó controversial, y la opinión generalizada es que, una vez más, las razones de carácter turístico-económicas prevalecieron sobre las consideraciones culturales.

Perú le debe a Arguedas muchas cosas. La principal, sin duda, es la de inaugurar la reflexión sobre el conflicto lingüístico que durante mucho tiempo escindió cruelmente a ese país. (Pocos autores podían tener una conciencia de él tan honda como Arguedas, quien aprendió a hablar y a escribir en quechua antes que en castellano, y amó siempre su primera lengua como vehículo idóneo para describir el mundo andino, razón por la cual se le considera como su mejor conocedor e intérprete.)

El primer artículo que Arguedas publicó al respecto, “Entre el kechwa y el castellano, la angustia del mestizo”, data de 1939, cuando en Perú más de la mitad de la población (7 millones) era todavía quechuaparlante. 

“Si hablamos en castellano puro –escribe Arguedas–, no decimos ni el paisaje ni nuestro mundo interior, porque el mestizo no ha logrado todavía dominar el castellano como su idioma y el quechua es aún su medio legítimo de expresión. Pero si escribimos en quechua hacemos literatura estrecha y condenada al olvido.”

Como narrador y como antropólogo escribió acerca de ese conflicto una y otra vez, y sus artículos y ensayos muestran la evolución de sus ideas, que jamás deben confundirse con un indigenismo chato y prejuicioso.

En 1975, el régimen del general Juan Velasco Alvarado decretó la oficialización del quechua. Arguedas tenía seis años de muerto.

La medida fue menos una realización que un acto simbólico (el español, como sabía Arguedas, es el lenguaje del poder), pero aún como tal no deja de ser enorme, y detrás de ella se adivina la influencia del pensamiento del poeta y narrador nacido en Andahuaylas.

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Arguedas y Rulfo se conocieron en el marco del Primer Coloquio de Escritores Iberoamericanos y Alemanes, realizado en Berlín entre el 16 y el 23 de septiembre de 1962. Ambos se habían leído y sabían bien quiénes eran.

En una carta fechada el 10 de abril de 1960 Arguedas cuenta a John Victor Murra (antropólogo estadunidense de origen ucraniano del que se hizo amigo desde finales de los años cincuenta) su reciente descubrimiento de la obra de Rulfo a través de la lectura del suplemento de Fernando Benítez México en la Cultura. Eso lo llevó a buscar y a leer Pedro Páramo y El llano en llamas. 

Le dice a Murra:

“(…) descubrí un novelista maravilloso mexicano: Juan Rulfo, del que he leído sus cuentos y su novela Pedro Páramo. Si no estuviera tan mal (días antes Arguedas había sufrido un accidente en una camioneta y se fracturó varias costillas) escribiría un comentario de esos libros, y aun intenté comenzarlo, pero no estoy todavía en condiciones de concentrarme.”

Escribió ese comentario muy poco tiempo después. Apareció el 8 de mayo de 1960 en el suplemento dominical del diario limeño El Comercio, bajo el título de Reflexiones peruanas sobre un narrador mexicano. El texto íntegro está incluido en el libro Juan Rulfo: otras miradas, publicado el año pasado. 

Se trata de una nota que –como ha visto el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli, en un texto que explora las afinidades entre las obras de Arguedas y Rulfo– subraya la excelencia de la obra de éste, pero sobre todo las diferencias entre el mundo campesino peruano y el mexicano, que Arguedas describe a partir de su experiencia personal.

Seguramente la amistad entre ellos fue creciendo a la par que sus encuentros. Arguedas estuvo en México entre el 5 y el 16 de noviembre de 1964 como representante del Ministro de Educación del Perú para conocer el Museo Nacional de Antropología e Historia y es dable suponer que habrá visto a Rulfo, quien desde octubre de 1963 había empezado a trabajar en el Instituto Nacional Indigenista –otro factor de cercanía entre ambos.

Pero sin duda sus vínculos se estrechan en marzo  de 1967, cuando participan en el Segundo Congreso de la Comunidad Latinoamericana de Escritores que se desarrolla en las ciudades de México, Guadalajara y Guanajuato entre los días 15 y 24 de ese mes.

En esa ocasión, como lo registra Arguedas en su diario, él y Rulfo comparten una habitación en el hotel Guadalajara Hilton y la conversación los lleva a la confidencia biográfica. 

La página de ese diario en la que se refiere a Rulfo (y, figuradamente, habla con él) se encuentra casi al principio de El zorro de arriba y el zorro de abajo, la última novela de Arguedas, singular mezcla de ficción y documento, publicada de manera póstuma por editorial Losada en 1971. La alusión a Rulfo es por demás conmovedora:

“¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal! Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de todos nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. (…) ¿Quién ha cargado a la palabra como tú, Juan, de todo el peso de padeceres, de conciencias, de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de ceniza, de piedra, de agua, de pudridez violenta para parir y cantar, cómo tú? En ese hotel, más muerto que vivo, el Guadalajara Hilton, nos alojaron juntos, ¿de pura casualidad? Me contaste algo de cómo fue tu vida. Te despidieron y volvieron a nombrar algo así como 20 veces en los ministerios de la Revolución Mexicana. Trabajaste en una fábrica de llantas. Dejaste el puesto porque te quisieron enviar a las oficinas de otro país. Mientras hablabas en tu cama, fumabas mucho. Me hablaste muy mal de Juárez. No debí sorprenderme de la heterodoxia con que ordenabas las causas y efectos de la historia mexicana, de cómo parecía que conocías a fondo, tanto o mejor que tu propia vida, esa historia. Y me hiciste reír describiendo al viejo Juárez como a un sujeto algo nefasto y con facha de mamarracho. Me acordé de la primera vez que te conocí en Berlín, de cómo te llevé del brazo al ómnibus, con cuánta felicidad (…) Tú fumabas y hablabas, yo te oía. Y me sentí pleno, contentísimo de que habláramos los dos como iguales…”

Deben haber conversado mucho los dos en esos días, tanto en México como en Guadalajara y Guanajuato.

Entre otras cosas, Arguedas, que padecía constantes crisis anímicas, le habrá contado que desde 1962 se había sometido a psicoanálisis con Lola Hoffman, una terapeuta chilena de origen letón que residía en Santiago, y los problemas que le acarreaban la distancia y la escasez de recursos cuando viajaba a Chile.

Es posible conjeturar eso porque en las notas de Murra en el epistolario citado se indica que en abril de 1967 Rulfo había convencido a Gonzalo Aguirre Beltrán, director, en ese momento, del Instituto Indigenista Interamericano, de que se le proporcionara una beca a José María Arguedas para que viviera en México dos años y pudiese psicoanalizarse sin sobresaltos económicos. Pero éste no se decidió a aceptarla. 

Rulfo no escribió sobre Arguedas pero, a través de diversos apuntes y entrevistas, el testimonio de su afecto por él es claro. 

Por ejemplo, en las notas para una conferencia sobre “La novela latinoamericana”, recogidas en la última sección de Los cuadernos de Juan Rulfo (ediciones Era, 1994), éste sugiere en un párrafo que, en vez de publicar obras de jóvenes autores, los editores mexicanos bien podrían publicar –y los lectores lo agradecerían– textos de narradores como el uruguayo Felisberto Hernández o José María Arguedas.

En mayo de 1980, en una entrevista por entregas en el desaparecido diario Novedades, Elena Poniatowska le pregunta:

–Oye, Juan, ¿quién consideras que te ha ayudado en tu carrera literaria y ha sido generoso contigo?

–Los que se han portado bien han sido los compañeros, los escritores y los maestros de literatura. Ángel Rama, por ejemplo, me ha ayudado mucho. Eduardo Galeano también, y en Estados Unidos Luis Leal. Los estudiosos de Toulouse han promovido mucho mi obra. También considero a García Márquez buen amigo mío, pero como viaja tanto casi nunca lo veo. Julio Cortázar también es un hombre generoso. Juan Carlos Onetti es muy buena persona. Y yo quería mucho a José María Arguedas.

La amistad entre Arguedas y Rulfo es excepcional por las similitudes entre sus obras, sus biografías y sus ideas. Hay varios interesantes ensayos que las analizan, como “La imbricación de la expresión poética en la obra narrativa de José María Arguedas y Juan Rulfo”, de Américo Ferrari, publicado en el número 34 de la revista peruana Hueso Húmero (1997), y “José María Arguedas y Juan Rulfo: el péndulo ágape y eros”, de Galo F. González, recogido en el libro Homenaje a José Durand, editado por Luis Cortest (Editorial Verbum, Madrid, 1993), además del ya citado de Jorge Ruffinelli, cuya tesis central reelaboró tiempo después en un ensayo aún más extenso: “La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo”.

Es todavía mucho lo que puede extraerse de su cotejo.

 

 

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