La historia de Eleazar, una de las víctimas de San Fernando
IRAPUATO, Gto., 28 de abril (apro).- Eleazar Martínez Camacho ya tenía “su cacho de tierra” para sembrar en el ejido Emiliano Zapata, y unos muros sin techar para poner un pequeño negocio en la calle del Carmen, donde viven casi todos los integrantes de esta familia que espera su cuerpo para velarlo y sepultarlo, ahora sí, en el panteón.
Eleazar fue exhumado de una de las fosas clandestinas localizadas a principios de abril en San Fernando, Tamaulipas.
Su cuerpo fue identificado apenas el miércoles 27 por pruebas de dactiloscopía cotejadas por los peritos de la Procuraduría General de Justicia de Guanajuato (PGJE), con información obtenida de la Procuraduría General de la República (PGR) unas tres semanas después del hallazgo.
El joven había salido de su comunidad el 28 de marzo junto con otros dos muchachos de la comunidad, Adrián Herrera Moreno y Ramón Cisneros, para abordar un autobús que partió de la ciudad de Celaya con destino a Reynosa.
Ahí los esperaba un coyote para cruzarlos al otro lado de la frontera, donde otra persona enviada por sus primos los llevaría a California, a trabajar en los campos de lechuga.
“Le gustaba el campo, era trabajador. Estaba haciendo una finquita, nomás le faltaban el techo y el piso a sus cuartitos. Me dijo que con esa finalidad se iba. Aquí de jornalero se ganan como 720 pesos a la semana; con familia no se sostiene uno”, cuenta don Roberto, el abuelo del joven asesinado y sepultado junto a otras 182 personas en las narcofosas de Tamaulipas.
Eleazar se había casado hace exactamente un año. Su esposa está embarazada.
Esta era por lo menos la tercera ocasión en que viajaba para trabajar por temporada en campos agrícolas de Estados Unidos, principalmente en California.
“A sus dos hermanos grandes no les gustó el campo; a él sí. Ellos se fueron a una fábrica de tráileres; uno hasta se hizo supervisor, le fue muy bien”, dice don Roberto.
Este anciano de 75 años fue alguna vez un jornalero para el programa Bracero. Le tocó viajar a Estados Unidos en tres periodos, de 1957 a 1959, para trabajar en la pizca del algodón y del melón. Después, ya no quiso regresar.
Su hijo Eleazar –padre del joven fallecido del mismo nombre-- también emigró al norte, él sí como indocumentado. “Tampoco le gustó”.
Frente a la vivienda se extienden algunas pocas hectáreas de tierras de sembradío, donde los Martínez cultivan maíz, o sorgo, o trigo, lo que se puede y lo que la tierra permite.
Hacia allá mira don Roberto cuando se le pregunta por la justicia.
“Justicia para Polo –como le decían a su nieto--, pues si hubiera manera. Pero ahorita, con el gobierno que tenemos, pues no”.
“Yo digo que algo saben –murmura--. Pero los protegen”.
En cambio, a la gente del campo –como toda esta familia-- “a cada rato nos mandan a los soldados para recogernos las armas. ¿Y a ellos qué, cómo nos defendemos? Ya estamos viendo que todas las cosas están al revés”.
A don Roberto le han contado que a estos migrantes los mataron porque no se quisieron unir a la delincuencia organizada. “Pero ¿cómo los obligan a hacerse a su ley? Mi muchacho era de trabajo; le tocó la de malas”.
A las cinco de la mañana de este jueves 28, el papá de Eleazar y su tío José fueron recogidos por un vehículo de la PGJE que los llevó al Distrito Federal, con el propósito de hacer los trámites para trasladar el cuerpo del muchacho a su tierra, velarlo y sepultarlo. No pudieron.
Funcionarios de la PGR adujeron que aún continuaban desahogando varias diligencias dentro de la investigación por los homicidios y las fosas y que “tal vez el sábado” podrían entregarles, por fin, los restos de Eleazar.
Los dos volvieron a Irapuato alrededor de las siete de la noche. Se encontraron con que otros integrantes de la familia ya habían preparado un espacio para velar al muchacho junto con la gente de la comunidad.
Sentado en el frente de la casa, con su bastón a un lado, don Felipe Miranda se limpia la humedad del rostro. Es un amigo de la familia, se crió con los Martínez y conoció a Eleazar desde chiquillo.
Don Felipe cuida la casa de uno de sus hijos, que vive desde hace algunos años en Estados Unidos. “Tengo visa y ya he ido a verlos, pero no me quedo allá porque no me gusta”.
Hay sudor, pero también lágrimas. “Es la impotencia –refiere a Apro--. Cuando uno sabe quién fue, uno los busca y les hace lo mismo, pero así… el gobierno ya está muy chueco. Un soldado, un judicial, los mira uno y son compañeros de aquellos (los narcos)”.
Para don Felipe, la mejor estrategia contra los cárteles “sería que mejor dejaran que los enfrentáramos los dolientes, para que demuestren si son hombrecitos o no. Que nos dieran armas para levantar al pueblo, y verán que el pueblo está dispuesto a morir”.