Cuando la compasión le ganó al odio

domingo, 17 de junio de 2018 · 10:41
Christian Picciolini era un chico de los suburbios de Chicago. Tenía 15 años y se sentía sólo y desorientado. Fue presa fácil de un líder neonazi, quien lo reclutó como miembro de su organización: los Chicago Area Skinheads (Cash). Su soledad dio paso a la manada, y su debilidad, al poder. Una espiral de agresividad, peleas, adrenalina y música racista inundó su vida. Llegó a dirigir la organización y se convirtió en referente del movimiento neonazi de Estados Unidos. Hasta un día en que se miró al espejo y sólo vio odio. Era el momento de dejarlo todo... CHICAGO (Proceso).- Todo empezó en un callejón de esta ciudad en 1987, cuando Christian Picciolini, de menos de 15 años, conversa con un amigo mientras tranquilamente fuman mariguana. De pronto un auto frena y de él baja un hombre que se dirige a ellos. Saben quién es, porque es conocido, temido y respetado en el barrio. Se trata de Clark Martell, líder de un grupo neonazi, que empieza a soltarles un discurso sobre cómo funciona “el sistema”, quiénes son los buenos –ellos– y quiénes los malos –los judíos y comunistas–, y cómo éstos van “ganando”. Picciolini escuchó, fascinado por la elocuencia, y en su interior esas palabras empezaron a cobrar sentido. Estaba siendo reclutado para una de las primeras bandas de skinheads (cabezas rapadas) de Estados Unidos. En ese momento no lo sabía, pero llegaría a ser uno de sus líderes… y hoy trabaja para erradicar el extremismo en ese país. Picciolini nació en 1973 en una familia trabajadora de origen italiano. Su barrio, Blue Island, era entonces una localidad obrera al sur de Chicago, absorbida por la expansión de la ciudad y donde se instalaban inmigrantes alemanes, italianos o polacos. “Era un muchacho normal en una familia normal de inmigrantes italianos que llegó a Estados Unidos en los sesenta; apenas los veía porque se pasaban todo el día fuera, trabajando”, cuenta Picciolini, quien se recuerda como un joven desorientado. En su realidad cotidiana se mezclaban los orígenes extranjeros, un entorno de inmigrantes y una identidad a medio camino entre Italia y Estados Unidos. “Durante años me sentí solo y abandonado”, comenta en entrevista. En esa soledad buscó a alguien que lo escuchara, lo aceptara y que lo hiciera sentirse orgulloso. El encuentro con Martell, y los que vinieron después, le sirvieron para descubrir a los “enemigos”, a los culpables de sus problemas. Una vez dentro del movimiento skinhead, Picciolini inició una nueva vida. Una espiral de odio y violencia inyectada con adrenalina, agresividad, peleas y música racista. La soledad dio paso a la manada y la debilidad, al poder. Tiempo después su mentor fue encarcelado y Picciolini acabó convirtiéndose en el líder del grupo. “Desde que me uní al movimiento neonazi fui violento. Para alguien de 16 años pasar de sentir una extrema debilidad a sentirse muy poderoso es muy embriagador, es como una droga.” Violencia  Picciolini lideraba a los Chicago Area Skinheads (Cash), conocidos entre los neonazis de Estados Unidos porque solían ocupar los titulares de la prensa por su dilatado historial de violencia. La organización Southern Poverty Law Center (SPLC), una entidad de referencia en el seguimiento del extremismo, afirma que los Cash eran “la banda de skinheads más importante en los inicios del movimiento” de todo el país. Eran finales de los ochenta y en Estados Unidos nacía el movimiento neonazi. La Liga Antidifamación calcula que en 1988 había unos 2 mil cabezas rapadas en pocas ciudades. Sólo cinco años después ya se habían expandido a prácticamente todos los estados. Los grupos supremacistas, como el White Aryan Resistance, usaban a los skinheads como peones de asalto y éstos llenaban las paredes de suásticas en los barrios con población inmigrante e imponían su poder en la calle con palizas y asesinatos. Los Hammerskin, en Dallas; The Fourth Reich Skinheads, en California; East Side White Pride, en Portland… Picciolini encabezó también dos bandas de música oi! (el punk racista) con las que difundía su ideología. “Mediante la música yo le decía a la gente cómo reclutar a más miembros y cómo hacerlos violentos. Encontrábamos jóvenes que estaban enojados con algo y dirigíamos su odio hacia donde queríamos. En el fondo queríamos odiar a otras personas para acabar con el dolor que sentíamos por odiarnos a nosotros”, reflexiona. Su reputación como líder skinhead creció más allá de Chicago. Su manera de dirigir a los Cash hizo que su nombre llegara a oídos de los nazis más conocidos del país, con quienes tejió redes para fortalecer sus organizaciones. Querían construir, dice, “un imperio invisible”. Pero la construcción de ese imperio comenzó a desmoronarse dentro de Picciolini. Compasión  Había abierto una tienda de música, Chaos Records, cerca de Blue Island. El negocio, en principio, se centraba en la venta de música supremacista, pero pensó que si vendía también otros estilos sus ventas mejorarían, así que incorporó hip-hop, rockabilly y punk. Tuvo razón: su clientela empezó a ser más variada y al local llegaba gente de todo tipo. Eso se tradujo en más dinero, pero también en nuevas conversaciones. Acostumbrado a sus círculos cerrados, a guardar distancia frente a los extraños, primero recibía a los nuevos clientes con cautela y frialdad. Pero hablar con ellos sobre música, conocer sus pasiones y sus problemas, encontrar similitudes con aquellas personas, cambió su forma de ver el mundo. “Recibí compasión de quienes no la merecía. Así humanicé a quienes creía que eran mis enemigos”, comenta. Para entonces –como cuenta en su autobiografía, Violencia romántica: memorias de un cabeza rapada estadunidense– su vida personal se había dinamitado por completo: su mujer embarazada y su hijo mayor se habían ido de su casa, cansados de un padre sumergido en un entorno de violencia. Un día, después de ocho años dentro del movimiento neonazi, Picciolini se miró al espejo y sólo vio odio. Fue el momento de dejarlo todo. Alejarse de aquel mundo le pasó factura. Drogas, alcohol, depresiones y un tremendo vacío social, familiar y emocional lo acompañaron un tiempo… hasta que pudo reconstruirse. En la actualidad Picciolini se mira y aborrece su pasado, pero se siente orgulloso de quien es hoy. Devora libros de historia, vive de la música que siempre ha amado, ha tapado casi todos los tatuajes nazis que cubrían su cuerpo, se ha reconciliado con sus padres y él mismo volvió a ser un padre para sus hijos. “Me hago responsable de mis actos, pero también creo que fui víctima de esas personas que al principio me prometían el paraíso y me dijeron que era una cuestión de orgullo y de amor, no de odio. Sólo después, cuando ya estabas dentro y les dabas todo, es cuando realmente te dabas cuenta de cómo era el movimiento en realidad”, recuerda. Hoy el excabeza rapada trata de combatir el extremismo que él mismo ayudó a propagar. Le gusta decir que está arrancando, una a una, las “malas hierbas” que un día sembró. Junto con antiguos miembros de la extrema derecha fundó la organización Life After Hate, cuyo objetivo es ayudar a las personas a salir de movimientos neonazis y supremacistas. Asegura que lo han conseguido con más de 200 personas. Su trabajo, afirma, es encontrar los “baches emocionales que los desviaron en el camino”, mediante un proceso dialéctico en el que los grupos de apoyo juegan un papel fundamental. Cree que el camino es escucharlos, entender sus pasados y analizar cómo canalizaron el odio que tenían dentro para poder erradicarlo. “La gente no se vuelve extremista por la ideología, sino porque busca una identidad, una comunidad y un propósito. Si te sientes roto por algo, te unes a quien te acepte, y esos pueden ser neonazis, bandas callejeras, drogadictos o el Estado Islámico”. La tesis que Picciolini repite en las conferencias que da por todo el país es que el odio nace de la ignorancia, el miedo y el aislamiento. Está convencido de que la mayoría de los extremistas ni siquiera conoce a miembros de los grupos o comunidades que considera sus enemigos. Por eso él construye ese puente: “A alguien que niega el Holocausto lo hago pasar el día con un sobreviviente de aquel genocidio; a un islamófobo le presento a un imán o lo invito a cenar con una familia musulmana o hago que un homófobo trabaje un día en una organización LGBTQ. Y lo que sucede es que eso les da la capacidad de humanizar a las personas que creen odiar”. El odio  Según el SPLC, en Estados Unidos hay 917 grupos de odio. Alaska y Hawái son los únicos estados “limpios” en el mapa elaborado por esta entidad independiente. Estos grupos, entre los que se incluyen el Ku Klux Klan (KKK), bandas skinheads, los supremacistas blancos, los antimusulmanes o los separatistas negros, han ido creciendo cada año desde 1999, cuando existían la mitad de los que hay en la actualidad. En la actualidad sólo el KKK tiene 130 grupos repartidos por todo Estados Unidos, mientras los neonazis, los supremacistas y los antislámicos suman otros 300. Picciolini sabe que aunque los grupos de odio han crecido en los últimos cinco años, las bandas de skinheads han disminuido. Pero él no cree que hayan desaparecido sino, más bien, se han adaptado a los nuevos tiempos para pasar inadvertidos. “El movimiento neonazi se ha expandido como una metástasis. Es la misma ideología: la supremacía blanca. Lo que ha cambiado es la apariencia. Los skinheads aprendieron que debían dejarse crecer el pelo, quitarse las botas, ir a la universidad, instruirse, conseguir un empleo, cumplir la ley, recibir entrenamiento militar y empezar a llevar traje y corbata”, explica. La llegada de Donald Trump a la Presidencia fue un espaldarazo a las corrientes de extrema derecha, que encontraron en el líder republicano al hombre capaz de dar un guantazo a la élite de Washington y recuperar su ideal de un Estados Unidos blanco. “Trump usa el mismo lenguaje que usábamos nosotros hace 30 años, pero más digerible, para que al estadunidense medio no le parezca extremo”, afirma Picciolini, quien asegura que su organización recibe muchos más casos desde que Trump ganó las elecciones. A él acuden hoy más jóvenes que se dan cuenta de que están cayendo en comportamientos racistas y padres preocupados por actitudes extremistas de sus hijos. Lo que ocurre también es que la presidencia de Trump hizo que se volviera a poner sobre la mesa un problema que estaba latente, pero ignorado en el debate público y mediático. “El supremacismo blanco es un asunto que dejamos bajo la alfombra durante años, lo escondimos porque no queríamos enfrentarnos al problema. Hay gente que piensa que si no hablamos de un problema, desaparece; pero no”, dice el exskinhead. Según el SPLC, en los tres meses siguientes a la victoria de Trump se registraron mil 372 incidentes motivados por el odio hacia inmigrantes, negros, homosexuales, mujeres y musulmanes. La organización sostiene que la campaña electoral “coqueteó fuertemente con ideas extremistas”. Un informe de 2017 del FBI detallaba que los supremacistas blancos son el movimiento extremista más peligroso dentro de Estados Unidos. Las matanzas de Timothy McVeigh en Oklahoma o las de Oak Creek y Charleston son sólo algunos de los episodios más sangrientos dentro del largo historial de violencia mortal de la extrema derecha. “No podemos ignorar el hecho de que los supremacistas blancos están envalentonados”, declaró recientemente el director de la Liga Antidifamación, Jonathan Greenblatt, al presentar un informe en el que señala que los radicales de extrema derecha eran responsables de 20 de los 34 asesinatos extremistas ocurridos el año pasado en el país. En agosto los supremacistas tomaron la ciudad de Charlottesville. Encendieron antorchas, ondearon banderas confederadas y corearon consignas propias de la Alemania nazi. Uno de ellos atropelló y mató a la activista antirracista Heather Heyer. Cuando ello sucedió Picciolini sintió un golpe en el corazón y lamentó, una vez más, haber ayudado en el pasado a fortalecer los cimientos del extremismo en su país. “Siempre que algún miembro del movimiento neonazi hace daño a alguien, me siento muy responsable. Aunque no conozca a ese tipo, aunque yo saliera de eso hace 22 años, sé que en aquel momento planté las semillas de lo que está ocurriendo ahora”, confiesa. Hoy dedica su vida a arreglar el problema que ayudó a crear. Este texto se publicó el 10 de junio de 2018 en la edición 2171 de la revista Proceso.

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