Pobre naces, pobre te quedas

sábado, 18 de mayo de 2019 · 17:49
“Origen es destino”. La frase describe la situación de la movilidad social en el país: ocho de cada 10 mexicanos que nacen en las familias más pobres nunca superan esta condición; en el extremo opuesto, siete de cada 10 que nacen en el 20% de hogares con mayores recursos nunca descienden al escalón inferior. Y no es sólo el ingreso y la educación lo que puede marcar el ascenso en la escala social. También influyen el lugar de nacimiento, el género, el color de piel… Ante la ausencia de un Estado que brinde un mínimo de oportunidades para todos, la desigualdad se perpetúa. Basada en el informe Movilidad social en México 2019, elaborado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, Proceso y Periodismo CIDE presentan la siguiente investigación. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En lugar de destinar su energía e inteligencia a una carrera de comunicación y diseño en la UNAM, Guillermo Ramírez Ávila, de 20 años, pasó los últimos dos brincando de un trabajo mal pagado a otro para aportar un poco más a los 2 mil pesos mensuales que le quedan a su madre, Emilia Ávila, después de pagar la renta y el transporte. Con este dinero comen la mujer y sus dos hijos. “Un día Guillermo me dijo: ‘Por ahora no voy a entrar a la universidad’, y yo sentí algo como… como si me hubieran jalado de los pelos. Empezaba yo a estar mal de salud, él me vio y dijo: ‘No quiero ser una carga para ti’. Y me dolió. ‘¡No la dejes!’, le contesté. Y él: ‘No te preocupes, tengo la vida por delante’”, narra Ávila. Cuando su esposo falleció, en julio de 2014, la mujer de 54 años asumió sola la crianza de sus dos hijos. Para que siguieran en la escuela trabajó los siete días de la semana, se mudó a una humilde vivienda y redujo a cero los gastos ajenos a la comida y transporte. “Ahí la llevábamos”, recuerda, en entrevista con Proceso. Pero su cuerpo no aguantó la carga de trabajo. El dolor que sentía en la espalda años atrás se agudizó hasta volverse insoportable. Un médico le detectó una desviación severa en la columna vertebral y le ordenó limitar sus esfuerzos, so pena de someterla a una cirugía. Esta posibilidad la aterroriza: implicaría al menos seis meses de inmovilidad y otros tantos de rehabilitación. Sin ingresos. “Razones de injusticia” En su jerga, los economistas llaman a estos tropiezos de la vida “choques adversos”. En una sociedad tan desigual como la mexicana, estos “choques adversos” pueden arruinar cualquier intento de superar las brechas sociales, sobre todo para las personas que vienen de hogares de escasos ingresos, y especialmente las mujeres. En el informe Movilidad social en México 2019, del que Proceso obtuvo una versión adelantada, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) observó que ocho de cada 10 mexicanos que nacieron en las familias más pobres del país nunca salen de esta situación. El informe muestra que, en el extremo opuesto de la escala social, siete de cada 10 personas que nacieron en el 20% de hogares con mayores recursos nunca descienden al escalón inferior. Para quienes concentran 10% del ingreso nacional, el riesgo de caer es prácticamente nulo. “En México, casi la mitad de la desi­gualdad de resultados en la vida se debe a circunstancias de origen, como el lugar de nacimiento, el sexo o el color de la piel. Son situaciones que no tienen que ver con el esfuerzo de las personas”, resalta Roberto Vélez Grajales, director ejecutivo del CEEY. “En la medida en que las opciones de vida de las personas dependen más de cosas sobre las cuales no tienen control, resulta más injusto el logro que tienen en la vida, y entonces podemos afirmar que la mitad de las diferencias en los resultados se explican por razones de injusticia”, abunda. Y subraya: “Si la condición de origen es importante en la vida, quiere decir que hay una ausencia del Estado, en términos de pilares y pisos mínimos de bienestar, en términos de salud, educación y mecanismos de protección social”. México es el país más desigual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos: 20% de los hogares más ricos del país recibe un ingreso promedio total de 38 mil pesos al mes –equivalente a 10 mil 541 pesos por integrante del hogar–, un monto 10 veces mayor que el del 20% más pobre, que sobrevive con apenas 4 mil 290 pesos al mes (825 pesos por persona). La educación superior, en particular la universidad, es una de las pocas herramientas que existen para salir de la pobreza, y Guillermo –cuya madre dejó la escuela a los 13 años para trabajar como cocinera– todavía aspira a titularse en la UNAM. Lograrlo sería excepcional: según el CEEY, ocho de cada 10 hijos de padres sin estudios dejan la escuela después de la secundaria, mientras que un hijo de padres sin estudios tiene 13 veces menos probabilidades de llegar a la educación superior que el hijo de personas egresadas de la universidad. El año pasado el Inegi observó que menos de uno de cada 10 hijos de campesinos o de trabajadores en “actividades elementales y de apoyo” llega a la educación superior. Para las hijas de campesinos la tasa es incluso menor: apenas 6.4% termina la preparatoria o el bachillerato. “Es difícil… porque cuando todo marcha bien, está bien, pero aquí se truncó. Tanto para ellos como para una como madre. Te tienes que estancar justo a la mitad. Y muchos terminan así: se quedan en medio de la prepa o ni siquiera la terminan”, deplora la señora Ávila. “Nadie te va a dar nada” El domicilio donde la mujer vive con sus dos hijos consta de una sala, un cuarto y un baño exterior; se encuentra en uno de los puntos más altos de la mancha urbana que devora la falda sur de la Sierra de Guadalupe, en la periferia de la Ciudad de México. Reflexiona sobre los obstáculos que enfrentó para sacar adelante a sus hijos. Años atrás Guillermo ingresó a una secundaria para alumnos con alto potencial y de bajos recursos, financiada por la fundación de una poderosa empresa mexicana. “Siempre digo que mi hijo no tuvo infancia: se la pasaba estudiando, se metía mucha presión, era un ambiente en el que todos competían contra todos; luchaban entre compañeros”, recuerda su madre. Logró entrar en la Preparatoria 9, de la que egresó con un promedio superior a 8.1 y con ello se abrió las puertas de la UNAM. Pidió un año de prórroga, durante el cual trabajó como cajero en una tienda Coppel y ahorró el magro salario que recibía. En la UNAM consiguió un lugar en la carrera de historia. A pesar de que no era su primera elección, decidió cursarla. Tras un semestre, en el que gastó sus ahorros en la comida y los 50 pesos de pasaje –necesitaba cinco horas para ir y venir de la FES Acatlán–, prefirió abandonar los estudios y presentar más tarde el examen para entrar en comunicación y diseño. En ese caso, pedirá una nueva prórroga para conseguir un ingreso, ya que su madre tuvo que reducir su carga de trabajo a cinco días por semana. Eventualmente, la mujer recibe inyecciones que calman su dolor durante unos días, pero aun así se lamenta: “Cuando trabajo siempre me duele; siempre”. Gana 4 mil 800 pesos al mes; gasta mil 300 en la renta, y entre 35 y 45 pesos en transporte cuando trabaja en la Ciudad de México. Si Guillermo está desempleado, como es el caso desde hace dos semanas, la madre y sus dos hijos comparten los 2 mil pesos que quedan para el mes. Hace año y medio la mujer se inscribió en el programa Salario Rosa, que promovió el priista Alfredo del Mazo Maza en su campaña para la gubernatura. Le dieron una constancia de afiliación pero no recibió ni un peso. También se registró en un programa para madres solteras, pero no tuvo mejor suerte. –¿Qué significa para usted que sus hijos vayan a la universidad? –se le pregunta. –Sería algo muy grande. Decir “lo logró”, o más bien “lo logramos”, sería una satisfacción muy grande. Digo “lo logramos” porque vamos de la mano todos. “Lo que tienen mis hijos lo tienen por mí. Si llegan a la universidad, será por los esfuerzos de ellos y mío; de los tres. A mí se me hace injusto, pero la verdad es que nadie te va a dar nada; del gobierno no espero nada, lo único que pido es salud y trabajo.” De acuerdo con el informe del CEEY, solo 4% de las personas que nacieron en un hogar pobre en la región centro –que abarca la Ciudad de México y el Estado de México– alcanza un lugar en el quintil de la población más rico. Diferencias regionales Según un informe que publicó el Banco Mundial el año pasado, en materia de movilidad social México se encuentra en el lugar 106 de 144 países. Desde 2006, cada seis años el CEEY lleva a cabo una encuesta de Movilidad Social Intergeneracional, con la que mide la evolución de una generación a otra en materia de educación, ocupación y riqueza. En la más reciente preguntó a 17 mil 665 personas sobre sus condiciones socioeconómicas a los 14 años y las de ahora, acerca de su trayectoria educativa, su primer empleo y su trabajo actual, así como sobre las características de su vivienda, y desglosa los resultados según la región donde viven. “En 2006 vimos que la gente que nace en la parte más baja de la distribución tiene pocas probabilidades de salir de ahí, y los que salen de la parte más aventajada difícilmente se van a caer. En 2011 vimos la situación de las mujeres: no cambió el resultado, pero vimos que las mujeres, tanto de la parte baja como alta, tienen menos probabilidades de avance o de protección que sus pares hombres”, dice Vélez. El nuevo estudio del CEEY exhibe el caso “dramático” de las diferencias dentro del país: “En la región sur las posibilidades de ascenso social son prácticamente inexistentes, y 84 de cada 100 mexicanos que nacen pobres en el sur no van a salir de la pobreza; en el norte, esta proporción llega a la mitad”, abunda el economista. En Chiapas, Guerrero y Oaxaca el ingreso promedio de los hogares oscila entre 11 mil pesos mensuales en las ciudades y 6 mil en el campo, mientras que en la Ciudad de México el ingreso mensual promedio por hogar es de 23 mil 657 pesos y en las ciudades de Nuevo León alcanza 30 mil 334. De acuerdo con el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca más de seis de cada 10 trabajadores reciben un ingreso que no les permite comprar los insumos de la canasta básica; es decir, ganan menos de mil 117 pesos por persona al mes en el campo y menos de mil 569 en las ciudades. “Por un lado, la encuesta confirma que hay este problema en el sur, pero por otro lado vemos que hay salidas en el norte. Es decir, muestra que sí es posible la movilidad social ascendente en México”, dice Vélez. Según el documento, sólo 2% de las personas que nacieron en un hogar pobre en el sur logra elevarse hacia el primer quintil de ingresos, mientras que en el norte esta proporción es tres veces mayor: 6%. El documento también muestra la precariedad de la clase media: de una generación a otra, apenas 17% de las personas que nacieron en ese estrato –con un ingreso promedio de 13 mil 765 pesos mensuales por hogar– logró escalar al primer quintil de la población; la mitad se estancó y una tercera parte cayó en la pobreza. “Estatus” Maribel Olguín, de 68 años y quien nació en una familia adinerada de Orizaba, Veracruz, vive actualmente en la alcaldía Benito Juárez, uno de los ocho municipios del país con menos de 5% de pobreza y sin pobreza extrema. Ella también sufrió un “choque adverso”. Se divorció en 1991 de un empresario textil. Dejó atrás una casa en el exclusivo barrio de La Herradura, camionetas del año, sirvientes y choferes, ropa y zapatos españoles o italianos, viajes a Europa, una cartera siempre llena y seguros que cubrían cualquier riesgo. El dinero y la salud se convirtieron en preocupaciones. “Vendimos la casa, pero mi esposo me robó: me quitó el coche, las tarjetas me las cortó con tijeras… ya no tenía yo nada”, relata. Recurrió a sus amigas y, pasados los primeros meses de vida “precaria”, adquirió un departamento en la colonia Condesa, que vendió años después porque no podía pagar el mantenimiento; compró su vivienda actual e invirtió el dinero restante en la empresa de su exesposo –con quien limó asperezas–, lo que le garantiza un ingreso de 22 mil pesos mensuales. Su entorno considera que su divorcio la derrumbó en la escala social (“tengo amigas que me preguntan cómo le hago con 22 mil pesos”), pero Olguín permaneció dentro del 10% de la población más adinerada del país, que a menudo se define como de clase media. “Me han dicho de todo, ‘¡Qué tonta! Te hubieras hecho la estúpida (por las infidelidades de su marido) y traerías la camioneta de último modelo’. Pero lo que he obtenido en toda esa experiencia es más autenticidad. Ya no vivo en el bluf. Ahorita tengo un carrito Matiz que compré hace más de 10 años y que amo”, dice. Reflexiona: “Tengo amigas viudas, pero no divorciadas, y ninguna vivió esta experiencia de bajar de estatus. Es más, algunas viudas quedaron con una mejor posición porque cobran los seguros de vida de los maridos”. Y dice con una carcajada: “¡Qué suerte! Viudas ganan más que casadas”. (Reportaje publicado en el número 2220 de la revista Proceso, ya en circulación)

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