El rostro de la intolerancia

domingo, 23 de junio de 2019 · 09:37
Más de cien asesinatos cometidos en la Ciudad de México se relatan en Ciudad de odios, libro del periodista y escritor Fernando del Collado que ya circula bajo el sello Grijalbo. En esas historias el autor explora psicológicamente la devastación del tejido social que deja tras de sí la homofobia, con su mezcla letal de prejuicios, frustración irracional ante las diferencias y la persistente impunidad de esos delitos. Con la autorización de la casa editora, se adelantan aquí fragmentos de la obra. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Maclovio Valera, desmedrado, pálido, se sujeta con la mano derecha a la parte más alta del tubo. En la otra mano, la izquierda, sostiene una bolsa de ­plástico con papeles en su interior. Todos, resultados de análisis médicos. Examen de sangre para saber el número de glóbulos rojos y su velocidad, conteos de reticulocitos, niveles de folato, vitamina B12 y más. Viste pantalón beige claro y algo destejido, satinado por el uso. Una leve mancha, una gota esparcida en forma de crepúsculo solar, se percibe en la parte baja de la bragueta. El cuello de la camisa de cuadros apenas se asoma por el suéter de color verde militar igual de sucio y raído que él mismo. Acaba de abordar el metro en la estación Centro Médico. Tiene 38 años de edad pero cualquiera le sumaría otros 10 o hasta 15 años más. Se le fue la vida refunfuñando. Maldiciendo. Amargándose la existencia. Este 26 de noviembre habrán transcurrido 10 años de cuando vio a su hermano terminar con la vida del maricón del barrio. Ángel Salgado, su nombre. La burla de casi todos los vecinos de la Calle 32, en la colonia Ignacio Zaragoza. Lo apuñaló a filo limpio con un cuchillo para deshuesar pollos. En plena calle. A la puesta del sol, con los vítores y los gritos del vecindario que con bravuconas maneras y briosos ánimos lo conminaban a matarlo como en una pelea de gallos. Él también se ve a sí mismo gritando en ese festín colectivo. Y se amarga. Le viene ese sentimiento muy profundo, de pena, porque no ha podido saber nada de su hermano desde que huyó hacia Estados Unidos. Todavía no se lo explica, Ángel Salgado se lo había buscado. Habrían de ver cómo se le insinuó a su hermano. ¡Pinche puto! u u u Abordó en la estación Villa de Cortés. Va para el pueblo de Tecámac. Hace lo de siempre. Transborda en Hidalgo hasta llegar a Indios Verdes. Y de ahí todavía le faltan como unos 50 minutos de recorrido en autobús hasta su destino si no hay contratiempo por accidente de tráfico o desvío por remo­delación de obras. Es muy raro que la carretera a Pachuca no presente algún embotellamiento o altercado. Más de dos horas de traslado de la casa al trabajo. Cuatro horas de ida y vuelta. Todos los días. Menos los domingos. Serán 15 o 16 años con el mismo trayecto. De Tecámac a la Ciudad de México. A todo se acostumbra uno. El cuerpo, el alma, la mente como que se amoldan a ese ritmo de vida. Hace tres años, cuando tuvo esos vómitos y presencia de sangre en las heces que la obligaron a reposar en casa durante más de dos semanas, fue cuando pudo medir de forma distinta el transcurso del tiempo. Muy alejado, distante del ritmo del cuerpo. Era como si los días, de pronto, tuvieran más horas o como si la noche fuera más corta y toda ella no supiera en qué ocuparse, hacia dónde moverse, en qué entretener sus manos y su cabeza. Todo un manojo de nervios. De ahí que no le guste cambiar su rutina. Eso lo tiene claro. Agripina Gómez ha dedicado más de la mitad de su vida a trabajar en la limpieza de casas; detenerse sería como suicidarse. Sólo una vez pensó en dejarlo todo. En agosto. Hace 10 años, cuando trabajaba en la calle Hortalizas, número 84, de la colonia Ejidos de la Magdalena Mixhuca y encontró a su “patrón” sobre la cama con las manos amarradas por atrás con un cable de los que sirven para la extensión de energía. Color naranja. El cuerpo boca arriba y con los ojos desorbitados. Tensas las facciones. Los pies atados férreamente con un pañuelo. Alguna fuerza brutal había estrangulado al profesor normalista de acuerdo con las primeras observaciones que hizo el comandante Enrique Castañón al revisar el cadáver y observar el caos circundante. Ella pensó de inmediato en Toño. No se le ocurrió alguien más. Y no sabía de más señas, salvo que le decían Toño. Podría ser Antonio, pero no estaba segura. En Tecámac hay un Toniño a quien igual llaman Toño. Así se lo dijo al comandante. Por supuesto que ella no lo había matado. Así que no había más sospechosos que Toño, taxista de oficio, corpulento y alto, quien solía visitar a su “patrón” casi todas las mañanas. Al menos seguro los martes y los jueves que ella acudía al domicilio para hacer la limpieza. Ahí los veía nada más al llegar. Nunca se lo dijeron directamente, pero no es tonta. Esas sonrisas. Ese trato obsequioso. Ese “¡maestro!” muy como acaramelado. Ese “¿dígame, Toño?” muy amoroso. Además, las sábanas, la ropa interior, el papel higiénico, los kleenex usados. No todo puede ocultarse. El comandante, perspicaz, dedujo que eso era un crimen pasional. Agripina venía llegando de Tecámac. A las nueve de la mañana. Ya llevaba más de dos horas de traslado de su pueblo hacia la Magdalena Mixhuca. u u u Salió de la estación Hidalgo por la calle que va directo a la Alameda Central. Se ha sentado en una de las bancas que miran de frente al Museo Mural Diego Rivera. A su lado derecho, la escultura de tres manos enormes que sostienen un asta. Benjamín Lastre ha encendido un Delicado y echa una larga bocanada de humo. Anda nostálgico. Ha vuelto a soñar a Miguel Ángel Ordóñez. Lo ha visto desangrarse del cuello a borbotones. La sangre salpicando a grandes chorros la cama e inundando la habitación. No han faltado los detalles, los golpes contusos de manos callosas desfigurando la nariz, impactando el pómulo, la punta de la navaja picando los ojos, cercenándolos. Sangre. Más sangre. Los rostros enrojecidos de los chacales escupiéndole en la cara, vociferando, ladrando palabras de rabia. Atándolos de pies y manos, inmovilizándolos, aterrados. El viejo Miguel Ángel ahogado en llanto, gritando, orinando de miedo. Más sangre, puntapiés, escupitajos. Benjamín aprisionado como un tetrapléjico sin poder hacer nada. Aullando de dolor. Siente. Lo revive. Se mira a sí mismo siendo golpeado igual, con la misma furia con la que despotrican contra Miguel Ángel. Se sacude el escalofrío. Con la mano temblorosa da otra calada profunda al delicado. Ha venido hasta esta plaza y se ha sentado en esta banca colocada a un costado de la Alameda Central. De aquí se encaminaron, juntos, al departamento que compartían en la colonia Portales, en la calle Monrovia, número 802. De aquí el encuentro con los chacales. Benjamín recuerda, sopesa, mira desde la banca de un lado a otro. Detiene su vista en la calle Doctor Mora. El Café Trevi. Para algo debió sobrevivir. Para algo se libró del degüello. Cuál es la señal. La mano temblorosa. Otra calada fuerte, profunda. Ha venido y no sabe aún qué lo mueve a estar aquí. Miguel no aparecerá. Está muerto hace cuatro años. Los chacales, rabiosos, libres. Quizás están por aquí. En este momento. Rondando, cazando. Cuál es la señal. Qué debe hacer con todo esto. Con la imagen del rostro sangrante y aterrorizado de Miguel Ángel. Está por terminar el delicado. Le tiemblan las manos. Benjamín Lastre lleva una vida de perro, una vida que, bien mirada, ni merece la pena vivirla. Llora. Está llorando. Quizá debieron también matarlo, degollarlo. No debió sobrevivir. Para qué. u u u El robusto agente Juan Gutiérrez, de la 54 Agencia ­investigadora del Ministerio Público, se acaba de cruzar en los pasillos de transbordo de la estación Hidalgo con un hombre que de algo le parece conocido. Viene absorto en eso. Tratando de recordar de dónde lo conoce. Se miraron el uno al otro mientras se cruzaban en direcciones opuestas. El hombre le soltó una mueca mitad sonrisa, mitad gesto de terror. Apenas unos segundos. Nada. Un destello tan humano como desconocido. Después se esfumó entre el hervidero de usuarios. El agente Juan Gutiérrez volteó a verlo mecánicamente y le pareció que se dirigía con dirección a Cuatro Caminos. Al mirarlo por la espalda, el hombre dejaba ver el cabello negro azabache y enredado, como marcado por el uso de la almohada después de dormir. A la altura del lóbulo de la oreja izquierda le pareció ver una delgada postilla de sangre. Experimentó un escalofrío. Al entrar al vagón, el agente notó, de golpe, que le dolían un poco las sienes. Notó también, o se le figuró, que le temblaba muy ligeramente la mano derecha. Una alteración poco usual en alguien acostumbrado a manos de hierro. Dónde lo ha visto. El agente remueve, agita, rastrea los archivos de imágenes almacenadas en su memoria. Miles, cientos de muecas, sonrisas, ojos, miradas. ¡Ya lo tiene! Es Julio Armenta. Nada fuera de lo común en los crímenes de los “raros”, los puñales. Como otros: amordazado, acuchillado y terminado de asfixiar con el primer cable de luz negro brillante a la mano. Con el pantalón hasta las rodillas, violentado por el culo, enrollado en cobijas y abandonado a su suerte en la habitación de su casa. En un departamento de interés social en la calle de Laurel, número 10, en el barrio de Pantitlán. Nada extraordinario para el agente Juan Gutiérrez, acostumbrado a clasificarlos como crímenes pasionales. Así, por ser “raros”, por maricones. Ahora viene absorto. Revolviendo la memoria. Qué le llamó la atención. Por qué el escalofrío. Al agente le revienta la imagen de esa Biblia ensangrentada y arrojada a un costado del cadáver. Hace ocho años. En Pantitlán. En esa Biblia, en la Sagrada Escritura, en el Antiguo Testamento, subrayado, remarcado con fijeza y con el color rojo de la furia, el capítulo 20, versículo 13, del Levítico: “Si alguien se acuesta con un hombre como si se acostara con una mujer, se condenará a muerte a los dos y serán responsables de su propia muerte, pues cometieron un acto infame”. Este adelanto de libro se publicó el 16 de junio de 2019 en la edición 2224 de la revista Proceso

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