La guerra mediática

lunes, 9 de agosto de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 9 de agosto.- Desde las elecciones de 2006, las campañas propagandísticas han jugado un papel muy importante para denostar al adversario y construir un imaginario tan falso como destructivo. La frase de Goebbels: “Si se repite una mentira cien veces se convierte en verdad”, que llevó a Alemania a la ruina y al mundo a una guerra atroz –una consecuencia de la falsedad–, ha arrojado a la política y a la democracia mexicana al desastre. Bajo el sueño de una vida democrática se ha desarrollado, a través de la propaganda, una lucha por el poder y sus privilegios. Se trata, no de usar los medios para proponer un camino, sino de generar terror para dominar y controlar. Desde la demonización del EZLN y su vocero, el subcomandante Marcos, hasta la denostación de López Obrador, el poder ha usado los medios para una sola cosa: no permitir que las propuestas que toman el camino de un equilibrio social adquieran legitimidad.

La lógica, a pesar de  la fuerza cada vez más expansiva y sofisticada de los medios, no es nueva. Es continuar usando la imprenta como se hizo durante el establecimiento del gobierno que emanó de la Revolución Francesa. 

En México, quien la usó primero en el sentido en que lo han hecho el PRI y el PAN contra esas figuras emblemáticas y cohesionadoras de las esperanzas de los marginados, fue Carranza con Villa. La técnica –que se remonta a Robespierre cuando construyó en el imaginario de la gente la idea de un Danton contrarrevolucionario a causa de su gusto por el lujo y la buena vida– consiste en mostrar a dichas figuras como seres vulgares que tienen intereses oscuros. Zedillo con Marcos; Fox, y ahora Calderón y el panismo, con López Obrador, tenían y tienen –parafraseo a Friedrich Katz en su biografía sobre Villa– un problema que suele plantearse a los dirigentes políticos en todos los procesos de cambio: en los diseños rápidamente cambiantes que trazan las alianzas y los conflictos en cualquier movimiento que quiere una transformación, quienes detentan el poder tienen que convencer a la población del país en su conjunto o a una buena parte de ella de que los líderes de esos movimientos son en realidad traidores y perversos. 

Se trata –cito a Katz– “de describir (a través de los medios al alcance y como lo hizo Robespierre con Danton) debilidades y rasgos negativos auténticos de sus enemigos, combinarlos con otras fallas más imaginarias y sostener que cualquier acción positiva que esos enemigos (lleven) a cabo (es) sólo una cortina de humo para sus negativas intenciones”. Villa había sido bandido y, en consecuencia, siempre lo sería. En cualquier acción suya –como lo retrató Keneth Turner, contratado por Antonio Villarreal para denostarlo– estaba el sello de su pasado: el vandalismo y el homicidio

Una práctica semejante emplearon Zedillo y el secuestrado Fernández de Cevallos contra Marcos. Quien había sido comunista, siempre lo sería. Así –como Carranza lo hizo con Villa– se señaló hasta el cansancio que el verdadero nombre de Marcos era Sebastián Guillén, para recordar que, debajo de ese héroe romántico encapuchado y defensor de los indios se ocultaba el comunista formado en las tradiciones más radicales de la izquierda universitaria, un radical que usaba a los indios para desestabilizar el país y hacer una revolución.

Contra López Obrador, Fox, el panismo y algunos intelectuales paranoicos del pasado soviético emplearon una técnica similar. Dado que ha sido un hombre de izquierda, crítico de los monopolios empresariales y defensor de las causas populares, se hizo creer que quería tomar el poder para destruir las instituciones políticas y económicas y crear un gobierno autoritario como el de Chávez en Venezuela. A él, a diferencia de Marcos o de Villa, no había que desenmascararlo para mostrar a partir de su pasado, sin matices, su presente, sino, a partir de sus declaraciones de izquierda, construirle una imagen aterradora que aludía al autoritarismo chavista: “Un peligro para México”, “un mesías tropical”, un intolerante disfrazado de gandhismo, un ambicioso montado sobre “güevones” y resentidos sociales.

Las particulares debilidades de ambos, sus rasgos negativos y sus errores políticos, más la paranoia histórica del comunismo, difundidas en periódicos, entrevistas, TV, radio e internet, no sólo crearon (como Carranza lo hizo con Villa, al grado de que muchos piensan todavía en él como un bandido montado en los ideales de la Revolución Mexicana) una imagen aterradora, monolítica y destructiva de ellos, sino un imaginario falso sobre el que hombres y mujeres que no aman la democracia, sino el poder, han reinado llevando al país a la ruina en la que se encuentra.

Ahora que López Obrador se ha destapado para contender de nuevo en las elecciones de 2012 esa misma técnica volverá a surgir. ¿Cómo se articulará? Es difícil saberlo. La realidad ha mostrado la falsedad de la propaganda que lo condenó en 2006. Veremos ahora, frente a la realidad que todos padecemos, si los modernos métodos de la propaganda que desde Carranza se han ido sofisticando en el país, podrán detener otra vez las formas tradicionales de la movilización de masas y de una ciudadanía humillada, cansada, arruinada y harta del discurso mediático y su guerra.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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