El ruido nos mata en silencio

viernes, 18 de noviembre de 2011 · 18:31
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El atinado artículo Agresión acústica de Samuel Máynez Champion, publicado en la edición del 6 de noviembre de este semanario, pone el dedo en una llaga de la que se habla poco: la contaminación ambiental por ruido. El problema que Máynez señala es gravísimo, y todos estamos expuestos a niveles de ruido que deterioran la audición y nuestra calidad de vida. Sin embargo, pese al considerable aumento de la preocupación por los efectos de la contaminación en el medio ambiente, hay poca conciencia sobre la que produce el ruido. En su completísimo libro La contaminación ambiental en México, Blanca Elena Jiménez Cisneros dice que el problema menos atendido en nuestro país es precisamente la contaminación por ruido. Ella revisa la escasa legislación que hay al respecto y plantea las medidas de prevención que habría que tomar tanto en zonas habitacionales como industriales y áreas de tráfico. Hace años José Antonio Peralta, de la Escuela Superior de Física y Matemáticas (IPN), publicó un artículo, El ruido en la Ciudad de México, donde relata los estragos que causa: no sólo sordera, también provoca agresividad, contribuye al aislamiento, produce estrés, genera insensibilidad, afecta la eficiencia en el trabajo, interfiere con un buen desempeño de actividades y perturba el sueño. Peralta indica que la legislación sólo considera los daños de tipo auditivo (sordera), y no los fisiológicos y psicológicos, que lleva asociados el ambiente ruidoso. Y como la principal fuente de ruido urbano es el transporte, este investigador realizó mediciones mediante un “muestreo” en ciertas zonas de la Ciudad de México. Durante una hora registró el nivel de ruido, con la ventana del conductor abierta, mientras circulaba por varias avenidas (Zaragoza, Ermita, Eje Central, Politécnico, Cuautepec, Consulado, Insurgentes, Vía Morelos) a mitad de semana, entre las 12 y las 14 horas, y encontró que permanecía a unos 80 decibeles. Resulta que como sólo se regula lo que va más alto de 90 decibeles, los trabajadores del volante quedan fuera de la protección. Peralta se pregunta: “¿Hasta qué punto la proverbial agresividad e intolerancia que muestran en general los trabajadores del volante –bocinazos, cerrones, improperios– a quien se les ponga enfrente son inducidos por el ruido en que perpetuamente están sumergidos?”. El otro punto que destaca es el relativo al ruido en ambientes de diversión. Peralta midió los decibeles en una fiesta típica en una colonia popular y encontró un nivel continuo de más del que se permite para las fábricas. ¿Cómo entender que en sus momentos de diversión y descanso las personas se pongan en riesgo? ¿Qué ha ocurrido con sus oídos que tal volumen no les causa sensaciones de displacer? Su explicación es la atrofia auditiva, misma que Máynez consigna como “hipoacusia”: una reducción de la capacidad de oír producida por la exposición prolongada a los sonidos de alta intensidad. Peralta hizo también un muestreo en los centros de juegos con maquinitas y encontró que allí hay el mismo nivel de ruido que en las industrias. Tanto los trabajadores como los usuarios en estos centros de diversión carecen de defensas contra ese nivel de ruido. En México la legislación contra el ruido es tibia, y su aplicación casi inexistente. Las leyes contra el ruido se hicieron inicialmente para proteger a los trabajadores en las fábricas, pero ahora incluyen a los ciudadanos que circulan por las calles o que están en sus hogares. La regulación del fenómeno enfrenta, por un lado, el problema de los intereses económicos, especialmente de los industriales, y por otro, el aspecto difícil de la convivencia respetuosa. ¿Qué hacer cuando los vecinos ponen la música muy fuerte? ¿Qué, cuando alguien ensaya durante horas su piano? ¿O cuando los del tianguis anuncian durante toda la mañana sus productos con altavoces? ¿O con los claxonazos bajo la ventana? Conciliar los derechos de todos resulta un ejercicio de negociación tan complicado como los que se realizan en Medio Oriente. El problema del ruido tiene soluciones legales, políticas y culturales. En México no se ve ninguna propuesta en las agendas electorales rumbo a 2012 que encare la necesidad de controlar y atenuar el efecto negativo que produce esta dañina molestia. Eduardo Muscar, de la Universidad Complutense, escribió: “El ruido nos mata en silencio”, para denunciar el desconocimiento de la población acerca de los efectos perniciosos del ruido sobre varios aspectos de la salud y las relaciones humanas, el incumplimiento de las leyes que regulan los niveles admisibles del mismo, y la carencia de normas para situaciones que no están reguladas pero que producen mucho ruido, con sus nefastas consecuencias. Como dice Peralta, el ruido en la ciudad “nos ha convertido en una masa de individuos neurasténicos, agresivos, tensos, fatigados e insensibles y, sobre todo, incapaces de ver nuestro propio deterioro provocado por la integración del ruido en un sistema bárbaro de valores de vida urbana”. Requerimos más lugares sociales –cafeterías, restaurantes y salones de baile– donde se pueda platicar sin tener que desgañitarse. Pero, sobre todo, tenemos que dejar de producir ruidos, como esos claxonazos, que no sirven más que para molestar a quienes viven cerca.

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