Calderón y un candidato ciudadano

lunes, 14 de marzo de 2011 · 01:00

MÉXICO, D.F., 14 de marzo.- En diciembre del año pasado, en el marco de las entrevistas anuales que concede selectivamente a representantes de los medios de comunicación masiva con motivo de su aniversario de gobierno, el presidente Felipe Calderón expresó, en el noticiario de Óscar Mario Beteta, su deseo de que “alguna distinguida o algún distinguido integrante de la sociedad civil” fuera el abanderado del Partido Acción Nacional en la contienda presidencial de 2012.

El sábado 5 de marzo, al participar en la reunión del Consejo Nacional del PAN, Calderón reiteró: “Desde ahora sugiero respetuosamente que nos aboquemos todos a ver en cada distrito electoral, en cada estado, en cada puesto de elección popular, quién verdaderamente, militante o no, puede responder a ese atributo de ser la o el mejor, porque lo que está en juego es nada menos que el  futuro del país y no sólo el futuro en el gobierno de Acción Nacional”. 

Los panistas, que dejaron pasar sin mayores comentarios la expresión de diciembre, ahora sí reaccionaron y enfatizaron que ellos llevan mano. En palabras del líder nacional del PAN, Gustavo Madero: “… para la Presidencia de la República es muy difícil que un candidato ciudadano alcanzara el posicionamiento o el liderazgo que ya tienen 10 de nuestros principales contendientes”, y por eso, afirma, hay un 99.99% de probabilidades de que su abanderado sea un militante panista.

En general los blanquiazules, al menos los que opinaron al respecto, no se atreven a cerrar del todo la posibilidad enunciada por Calderón, pero le dan muy pocas probabilidades, como el líder de la bancada panista en el Senado, José González Morfín, quien recordó que el PAN siempre ha estado abierto a que un ciudadano sin partido los abandere, como ya ha sucedido inclusive para la Presidencia de la República en sus primeras dos participaciones (1940 y 1946), pero aclaró que en el PAN hay muy buenos candidatos.

Sin entrar en las especulaciones de quién o quiénes pueden ser los candidatos en los que piensa Calderón para asumir tal encomienda, es evidente –por el tono de las declaraciones y los antecedentes– que se refiere a un líder sin militancia oficial en ningún partido político, pero cuya popularidad emana del impulso recibido por los dirigentes del corporativismo de Estado, que a pesar de la alternancia partidista en el Ejecutivo federal no termina de morir en México.

El corporativismo de Estado es la integración de los ciudadanos al aparato estatal por medio de corporaciones gremiales o sociales con la finalidad de garantizar el cumplimiento de los proyectos del primero, es decir, es la forma de garantizar que los ciudadanos se apropian de los programas y soluciones del Estado (o al menos los aceptan), y no al revés, como debiese ser en un régimen democrático, donde es el Estado el que se sensibiliza de las demandas ciudadanas, las hace suyas, las atiende y las resuelve. Uno de los principales soportes del corporativismo de Estado es precisamente controlar la selección de los dirigentes de los distintos gremios o corporaciones, para asegurar que éstos cumplen con su objetivo central: garantizar el cumplimiento de los proyectos del Estado.    

Por ello en México los liderazgos (salvo muy contadas excepciones, que en muchas ocasiones terminan o terminaron fatalmente) se construyen de arriba hacia abajo, no de abajo hacia arriba, es decir, son las cúpulas (siempre con el visto bueno de los personeros del Estado mexicano) las que designan (o en el mejor de los casos identifican) a los denominados líderes y los legitiman a través de los más diversos mecanismos, que incluyen su reconocimiento como interlocutores confiables, su aparición en eventos públicos relevantes como representantes de un sector de la sociedad civil, su exposición mediática, su participación en acuerdos, pactos y alianzas, y, limitada y dosificadamente, la concesión de algunas de las demandas que sus grupos plantean.

Pero finalmente son líderes al servicio del Estado y no de la sociedad, pues su labor es convencer o seducir a la ciudadanía acerca de las bondades de las políticas estatales y no mover al Estado a respetar los derechos fundamentales, las libertades consagradas en la Constitución y/o la atención de las legítimas demandas ciudadanas. Su liderazgo no emergió de encabezar luchas populares, ni sus logros fueron producto de la legitimidad de sus causas y la magnitud de la demanda social. Tales liderazgos son emanados de la voluntad de los poderosos y casi siempre provienen del mismo establishment.

La crisis de representación de los políticos y los partidos alcanza niveles extremos, como se muestra en la encuesta de Latinobarómetro 2010, según la cual únicamente 19% de los mexicanos dicen confiar en los partidos, y sólo 16% piensan que el método más efectivo para influir en las decisiones del gobierno es mediante la participación en los partidos políticos.

En este contexto, resulta atractiva la opción de recurrir a uno de estos llamados candidatos ciudadanos para tratar de ganar la elección, especialmente cuando las encuestas de preferencia electoral muestran que el candidato blanquiazul mejor posicionado (Santiago Creel) está más de 31 puntos porcentuales por debajo de las intenciones de voto que obtiene el candidato priista (Enrique Peña Nieto), conforme a la última actualización del tracking poll de Consulta.

Y más todavía cuando se tiene la certeza de que finalmente el candidato ciudadano es alguien que, en caso de llegar al poder, gobernará exactamente con las mismas reglas y en las mismas condiciones que un candidato con credencial de afiliación al PAN. Para efectos prácticos, no hay mayor diferencia respecto a lo que en su momento sucedió con la candidatura de Vicente Fox, cuya afiliación al panismo era muy reciente, como ocurre con varios de los aspirantes actuales (por no decir todos), cuya fecha de afiliación al  blanquiazul es muy reciente.

Éstas también pueden ser algunas de las razones reales de que no se acepten las candidaturas no partidistas, pues en esos momentos los partidos políticos sí perderían ese control, que resulta fundamental para la sobrevivencia –aunque sea en agonía– del actual sistema.

 

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