La envidia prometeica

sábado, 26 de marzo de 2011 · 01:00

El capitalismo, como lo escribí en mi anterior artículo, Capitalismo y crimen (Proceso 1792), cuya búsqueda es la producción indiscriminada de mercancías para obtener riquezas, va de la mano de un vicio que sólo con la emergencia de los filósofos utilitaristas se volvió virtud: la envidia. Envidiar, dicen estos pensadores del bienestar que encontraron su casa en el liberalismo económico y en el Estado, es provocar la competencia que genera riqueza para un número cada vez mayor de personas; es, por lo tanto, transformar el deseo –sobre todo de lo que otros poseen– en necesidad. Los mercadólogos y los publicistas lo saben, al grado de que han acuñado un verbo terrible: “tantalizar”, mantener al ser humano –como los dioses lo hicieron con Tántalo– en estado de necesidad, en un deseo tan insaciable como eterno. 

No es otra cosa lo que hace el capitalismo mediante sus industrias cada vez más sofisticadas y la publicidad: para que la ficción de la riqueza no decaiga debe –en nombre del bienestar– generar cada vez más productos tan “tantalizables” como absurdos. Pensemos simplemente, y a manera de ejemplo, en esas prótesis electrónicas –celulares, computadoras, iPad, internet– que han invadido la vida humana en los últimos 20 años. Su invasión ha generado, primero, un mercado que día con día cambia de manera vertiginosa produciendo envidia y aumentando el consumo de manera exponencial y peligrosa –el BlackBerry, que a juicio de algunos lleva el nombre de la bola de hierro a la que eran atados con una cadena los condenados, y que hace dos años era el súmmum de la telefonía celular, se ha convertido, con su masificación y la aparición del iPad, en una pieza casi de museo; la envidia del mercado celular se llama hoy iPad–; segundo, ha producido una nueva clase de analfabetos: los electrónicos. Quien no posee una prótesis de esa naturaleza está fuera del mercado, del prestigio y de la vida social. 

Fuera del mundo de las prótesis electrónicas –dice la Iglesia del capitalismo– no hay salvación. ¿Qué oportunidades les quedan entonces a aquellos que vienen de una tradición oral y que la explotación prestigiosa del mundo alfabetizado convirtió en analfabetos incapacitados para habitar el mundo “civilizado”? Su presencia no puede aspirar a la mínima de las salvaciones. Desterritorializados, orillados a las periferias de las periferias, su destino es morir, delinquir o crear en las márgenes, y a partir de su memoria histórica, un mundo humano, ajeno al artificio irracional de lo civilizado.

Esta forma de la envidia, que está en la base de las fuerzas del capitalismo, ha caminado hasta estas maneras irracionales de “producir riqueza”, y ha surgido así lo que el filósofo Günther Anders llamó “envidia prometeica”. Una envidia que, además de dirigirse a la posesión del nuevo objeto que produce el mercado y que poseen unos cuantos, “tantaliza” la publicidad y se dirige al objeto mismo. Las producciones del capitalismo han llegado a tal grado de “perfección” en el orden del poder que tienen y que confieren a sus poseedores, que el ser humano comienza a desear parecerse a ellas, a sentir la vergüenza inconsciente de no ser el producto de una fabricación, de no haber sido hecho a imagen y semejanza del poder tecnológico. 

Vuelto el mundo una máquina de producción de aparatos que confieren a su poseedor un poder aparentemente descomunal, el ser humano comienza a desear ser el producto de la inmaculada concepción de la ingeniería. Así, junto a la industria de las prótesis electrónicas han florecido otras que nos prometen la durabilidad de la máquina, la posibilidad de ser mejorados, siempre mejorados, como nuestras prótesis, o simplemente refaccionados para no perder nuestra durabilidad, nuestra ilusión de ser como los aparatos que el mercado produce. Industrias de la belleza, del gym, de la cirugía plástica, de las vitaminas, de la medicina preventiva, de la alimentación, del comercio de órganos, de la manipulación genética, de la salud: el ser humano vuelto el nuevo mestizo de la era electrónica, un hijo de la carne, pero mejorado y administrado por la máquina y el diseño ingenieril, del que Michael Jackson es su mesías. 

Todas esas industrias, nacidas de la “envidia prometeica”, crean la ilusión de que es posible mejorarse como un celular o una computadora y mantenerse siempre disponibles y perfectos, sin estados de ánimo alterados, ajenos a la farragosa angustia de ser hombres.

Lo que Hanna Arendt vio como la esencia del totalitarismo, la planificación del ser humano desde su nacimiento, Günther Anders lo encuentra en el fondo del capitalismo moderno. Esta esencia totalitaria ya no es, como lo señala Fabrice Hadjaj, el producto de una ideología, sino “de la situación objetiva de la técnica y del mercado que se han vuelto autónomos” y se nos presentan con el rostro del sueño de la libertad. La era totalitaria, que buscaba, en su amor por lo perfecto, la cosificación del hombre, ha dado paso a la era de la personificación de las mercancías que se han vuelto, bajo la apariencia de la libertad del mercado y del utilitarismo capitalista,  “nuestros modelos y matrices” (Hadjaj).

He allí uno de los grandes puntos ciegos de nuestro mundo, un punto que nos impide ver lo sustancial: la posibilidad de repensarnos en la libertad de nuestros límites humanos y de crear políticas y economías ajenas a las desmesuras del capitalismo. A su intransigencia –aquello que los griegos llamaban la hybris (la desmesura) y el cristianismo la Caída–,  habría que oponer el sentido del límite, hecho de equilibrio y de responsabilidad frente a un mundo que siempre es limitado y que sólo podemos conservar al precio de la renuncia y de la preservación de lo humano.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.  l

 

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