Vicente Leñero: notas sobre una amistad (II)

domingo, 22 de mayo de 2011 · 01:00
MÉXICO, D.F., 22 de mayo.- Apenas conocidos personalmente cuando ingresó él en Excélsior –al que yo me había incorporado cinco años atrás–, Vicente Leñero y yo establecimos una sincera amistad a partir de nuestras comunes visiones sociales. Antes que a Vicente, yo había conocido a su hermano Luis, sociólogo de la UNAM, en los años de mi militancia en la Democracia Cristiana (y las agrupaciones que en una esfera más amplia gravitaban en torno suyo), cuando él dirigía el Instituto Mexicano de Estudios Sociales (IMES). Además, enseñaba métodos de investigación social en la carrera de Ciencias Políticas en la Universidad Iberoamericana. Fue amable al invitarme a ser su ayudante de profesor, en lo que fue mi primera incursión en la docencia universitaria. De modo que todo nos predisponía, a Vicente y a mí, a llevarnos bien. Él hizo rápidamente sus propios amigos en la cooperativa, pero me otorgó la confianza de atender por encima de otras mis opiniones sobre la vida interna del periódico. Y hasta aceptó participar en algunas acciones políticas derivadas de esas opiniones. Por ejemplo, se dejó anotar como candidato a representante de Excélsior ante la Federación de Cooperativas de Artes Gráficas, que en el periodo previo yo mismo (con la siempre agradecible colaboración de Marcelo Castillero, jefe de Relaciones Públicas del diario) había ejercido. Hicimos grupo también con Samuel del Villar, y hasta salíamos familiarmente. Las tres parejas vimos juntas varias obras de teatro de Leñero. Fue natural, por lo tanto, sobre todo por la liga que ya lo ataba fuertemente a Julio Scherer, que Vicente figurara entre los periodistas que seguimos al director ilegalmente depuesto y se afanara en participar en la hechura de Proceso. El día en que apareció su primer número, 6 de noviembre de 1976, coincidió con la presentación de la película Los albañiles, en una muestra internacional de cine. Vimos juntos, con nuestras mujeres, el tumulto del público que se empeñaba en entrar al cine Roble. Y como la aparición de Proceso había generado también gran interés, de pronto escuchamos con satisfacción que a gritos alguien proponía canjear, como papeles de semejante valor, un ejemplar de la revista por una entrada a la muestra. Durante los meses en que encabecé la manufactura de Proceso, mi relación profesional se estrechó aún más con Vicente, pues se encargaba de editar la sección de Cultura y Espectáculos. Políticamente depositó de nuevo en mí su confianza durante la etapa en que Samuel del Villar, quien no participaba directamente en la revista, agudizaba sus críticas sobre mi papel en ella. Cuando comencé a plantear mi salida de Proceso, y según lo escribió en Los periodistas, Leñero llegó a pensar que era preferible que Del Villar –y no yo– se separara del grupo editor. Leñero, sin embargo, se veía en aprietos cuando se trataba de optar entre Scherer y mis planteamientos, aunque seguía siendo generoso conmigo. En Los periodistas relata, a propósito de mi resolución de renunciar y alejarme de la revista: “Me voy, dice Miguel Ángel Granados Chapa (…) tú mejor que nadie conoces desde hace tiempo mis razones, me dice en su oficina de Proceso (…) rascándose la barba.  No es una decisión precipitada. Ahora es el momento, cuando no daño al grupo porque la revista se la puede pasar muy bien sin mí, salgo sobrando, no debe haber dos directores, él y yo nunca lograremos coincidir. Han coincidido en las cuestiones importantes, replico. En la dirección de la revista tenemos criterios diferentes. No siempre. A cada rato hay divergencias. A cada rato él te da la razón. No necesita dármela, él es el director. Te la da porque te respeta, te admira, lo convences; además es saludable la diferencia de criterios, las discusiones a la larga resultan positivas. Salgo sobrando. Nadie sale sobrando en Proceso, caray, ni lo digas Miguel Ángel, menos tú, el grupo te necesita sobre todo ahora cuando estamos tomando apenas nuestro paso y hay por delante muchos problemas que resolver. Siempre habrá razones para aplazar mi renuncia, y yo no puedo condicionar mi carrera. ¿Pero qué carrera periodística puedes hacer tú fuera del grupo?, carajo, ninguno de nosotros cabe en ningún otro periódico ya, ¿a dónde irías? A ningún lado, dice Miguel Ángel y se pasa la mano por la barba, le rebota en los lentes la mirada triste. Quédate. No. Miguel Ángel, quédate. Me voy, dice. Está bien, haz lo que quieras. Salgo de su oficina irritadísimo…” Finalmente, en efecto, dejé la dirección-gerencia de Proceso. Mi relación con Vicente se heló, pues no comprendió el sentido de lo que yo hacía. Nunca dejamos de hablarnos, si nos encontrábamos, pero no nos procuramos. Al paso de los años, sin que hubiera nada que aligerara la tensa y casi inexistente relación, pedí volver a la revista, sólo como colaborador. Fui admitido con generosidad por don Julio (con quien  también reconstruía mi relación), por Leñero, por Rafael Rodríguez Castañeda. En noviembre de 2008, un grupo de antiguos alumnos –Rosalba Cruz Soto, Yolanda Zamora y Romeo Rojas– organizaron en la Facultad de Ciencias Políticas un ciclo de conferencias en torno de mi trabajo (que luego se reunieron en un libro). Convidaron a Vicente, quien escribió un texto titulado El carisma de Miguel Ángel, en el que se expresa elogiosamente de mis tareas periodísticas. Pero aprovechó la ocasión para hacer un acto de arrepentimiento, innecesario y generosísimo. “Cuando  (…) recordé en Los periodistas el episodio de (su salida), mi decepción y mi rabia interna le ganaron la partida a mi vieja amistad. Me volví un pérfido y escribí párrafos ofensivos contra aquel ser entrañable durante los ingratos y cruciales tiempos de la aventura compartida. Fui injusto, no supe entender su búsqueda. No respeté su decisión. No logré valorar lo que había sido para muchos como líder en Excélsior y en Proceso. “Ahora me arrepiento y a 30 años me atrevo a ofrecerle disculpas que él jamás me solicitó. Nunca reclamó mi exagerado desplante. Nunca me negó la mirada ni el saludo, ni arrugó el gesto cuando nos encontrábamos por ahí, andando el tiempo, siguiendo cada quien su camino, trabajando en medios disímbolos, en actividades propias que apenas se tocaban. Nos encontrábamos por casualidad y de pronto parecía –imaginaba yo– que volvíamos a estar en los años setenta y éramos de nuevo aquel par de fulanos poseídos de una extraña amistad hermética que se daba más en la acción que en las palabras y en los apapachos. No. Se había acabado, se acabó la aventura conjunta y el trato cotidiano se perdió en el garabateado trajín de la vida. Quedó intacto, sin embargo –lo pienso por mí, lo supongo en él– ese hondo sentimiento de amistad que nunca muere cuando nace de verdad.” Lo supone bien el querido Vicente Leñero.

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