La proporción que olvidamos

jueves, 22 de noviembre de 2012 · 21:17
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Una de las grandes aportaciones del Evangelio a la vida humana es la Encarnación. Una noción que estaba en los griegos como una intuición en la idea de proporción: el tamaño de algo y la relación que ese tamaño tiene con todo lo demás; un vínculo que permite crear una vida buena. En la Encarnación, Dios, como lo dice el prólogo del Evangelio de San Juan –“…y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros”–, se vuelve proporción humana. No es la expresión del poder de los dioses, ni de la omnipotencia del Dios creador del cielo y de la tierra, “Señor de los ejércitos”, incomprensible y atroz, sino de lo humano: profundo, frágil e impotente, que sólo adquiere sentido pleno en el amor, es decir, en el vínculo con los otros y en un común que preserva la vida. Aunque la Iglesia como institución ha custodiado esa fe, y el Occidente, en su versión laica –el Estado y sus servicios–, es hijo de ella, en realidad la han corrompido. Intentando vincular lo innatural, el poder del Imperio Romano, que imitaba el poder de los dioses, con el amor del Pobre de Nazaret, introdujeron en el mundo de manera brutal lo que para los griegos era el mal y, para la noción de la Encarnación, la negación del Dios hecho carne: la desmesura, la desproporción, la idea de que hay una omnipotencia que, expresada en el poder, ya sea de la Iglesia o del Estado, y su recurso al dinero, puede traer la salvación al mundo. Esa salvación, precisamente por recurrir al dinero, que permite diversificar las estructuras de poder, se ha convertido lentamente no en un vínculo de proporción con otros y con el mundo o, en otras palabras, en un equilibrio que incluye la precariedad de lo humano y del mundo, su pobreza, sino en una fuerza que puede romper esa precariedad y darle bienestar y riquezas a todos; salvarlos de su precariedad. Hoy en día la riqueza, que se convirtió en el paradigma del amor y de la salvación –sólo quien es rico, dice el Estado, respaldado por la Iglesia institucional, puede ayudar, porque sólo quien es rico puede generar fuentes de empleo y de riqueza para salvar a los seres humanos de su precariedad–, ha llegado a grados terribles de degradación en donde el poder y la misma riqueza se han vuelto el absoluto de la existencia. En nombre de ella, el mundo y los seres humanos se han convertido en pura instrumentalidad, en seres administrados al servicio del poder y la riqueza. Por la fuerza implacable del amor que quiere salvar a la humanidad de su precariedad, los seres humanos, paradójicamente, nos hemos convertido en precariedad absoluta. La noción de riqueza, para hacerla más cercana a nuestras categorías laicas, la podemos encontrar en la manera en la que hoy se mide: en valores acumulados, es decir, en mercancías de consumo. Una noción que muy pocos cuestionan y que, sin embargo, hace que haya, como dice Jean Robert, “cada vez más cosas útiles en las bodegas y gente inútil en la calle”, o, mejor, gente vuelta inútil y utilizada para fabricar esas mercancías o simplemente para envidiarlas, gente expropiada de sus poderes de palabra y de acción, gente pauperizada que se vuelve ejército de reserva de la delincuencia o de la explotación de las empresas, gente que ha sido reducida a mercancías utilizables, que incluso se pueden secuestrar, extorsionar, esclavizar y asesinar, para obtener riqueza y poder. A eso hemos degradado la salvación, hasta allí hemos corrompido la proporción de la economía de la Encarnación. En realidad, esa forma de la miseria es el rostro invertido de la riqueza erigida en instrumento de salvación. De allí los ataques del Pobre de Nazaret a la riqueza y su exaltación de la pobreza. La riqueza de la proporción, que nos revela la Encarnación, es lo contrario de la riqueza a la que la degradación del amor nos ha llevado. Ella es ajena a la acumulación de mercancías. Su riqueza consiste en las capacidades, las habilidades y la fuerza solidaria de los seres humanos no para acumular cosas, envidiarlas y volverse objetos indefensos de la producción de dinero, sino para hacerlas juntos y de manera proporcional, es decir, de una manera humana, amorosa, equilibrada y autónoma que conduzca a una vida buena y al crecimiento ético de la gente. Desde hace un mes me encuentro de retiro en una comunidad, la de El Arca, que trabaja en esa dirección. Ellos han decidido vivir el Evangelio en la lógica de la Encarnación, es decir, de la proporción. Aquí la relación entre la tierra, el trabajo y el bien de los otros son relaciones proporcionales de cuidado mutuo y de bondad cotidiana. Nadie tiene más ni nadie tiene menos. Es el bien común, del trabajo autónomo y solidario, y el cuidado de todo y de todos, el centro de la vida. No es una vida rica, sino buena en su pobreza y su equilibrio austero. Un ejemplo, como lo son Los Caracoles en México, de la proporción que perdimos con la degradación del Evangelio. Contra “el fetichismo de la mercancía” –que es la desencarnación de la vida–, la gratuidad del gozo mutuo que es un llamado a vivir juntos en la austeridad y el cuidado de los otros y del mundo, y en la contrición y el perdón que forman parte de la Encarnación. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.

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