La falacia reformista

miércoles, 26 de diciembre de 2012 · 12:39
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con una gran desfachatez, se ha tejido y luego destejido la idea de que ha llegado la hora de la gran reforma en la educación, aunque se sigue proponiendo lo mismo que hace dos sexenios, y lo que se presenta como novedad es sólo un discurso repetido. Resulta, sin embargo, hasta vergonzoso que la opinión de algunos especialistas en el tema, y hasta la de quienes dicen estar del lado opuesto al régimen, avalen la continuidad de la sociedad de la ignorancia. ¿Qué nadie se acuerda de que durante los gobiernos de Fox y Calderón se propusieron la más “verdadera” revolución educativa, la Alianza para la Calidad de la Educación y el examen universal para los maestros? Algo se ha de esconder detrás de un olvido tan increíble en ciertos personajes. El primer embrollo argumentativo, por ejemplo, que aparece como “novedoso”, y con el cual arrancó la iniciativa de reforma constitucional de Peña Nieto, es que se está recuperando la “rectoría del Estado” en la educación. Siendo este el tema central del documento de referencia, no se aclara a qué se refiere y por qué o de quién se tiene que recuperar. ¿Estaba secuestrada la educación?; ¿se le había abandonado?; quien antes la dirigía, ¿no era parte del Estado?; los funcionarios en turno, por ser de otro partido, ¿no tomaban decisiones de Estado en el sector? Y más allá de estas preguntas que quedaron en el aire en la propuesta de reforma constitucional, lo que debería aclararse es: ¿qué significa para el gobierno del PRI retomar la “rectoría del Estado”. Si se trata en realidad de asumirla como tal, esa rectoría no aparece en los términos de la iniciativa ni en los hechos que se han ido conociendo día a día. Porque, de ser así, ello tendría que ver con un articulado legislativo de reforma constitucional que pondría la educación como un bien público garantizado por el Estado (y no por los particulares); con la propuesta de construir un nuevo sistema de contenidos, métodos y lenguajes para alcanzar, en un cierto tiempo, un aprendizaje significativo de conocimientos imprescindibles para todos, y durante toda la vida, en igualdad de circunstancias; con una calidad que se obtenga por la vía de logros cognitivos de alto valor social para desarrollar habilidades y capacidades en las personas, sin distingo de sexo, ubicación territorial o grupo cultural, para transformar la sociedad en beneficio de la colectividad. Esto significaría, asimismo, sustentar presupuestos que fueran compatibles con dicha responsabilidad de Estado, que no dependieran de ningún gobierno en turno ni de ningún otro grupo en lo particular (sea este un sindicato o un grupo empresarial o de presión), desde un proyecto para construir una sociedad más justa. También, por lo menos, deberían aparecer acciones programadas y explícitas para la reforma en la integración y articu­lación de los niveles de estudio, la infraestructura, los libros de texto, los espacios múltiples de aprendizaje (no basta repartir computadoras), la participación ciudadana en la conducción de las escuelas, la salud integral (no sólo el tema de la comida “chatarra”, porque parecen igual de graves la violencia en las escuelas, los problemas relacionados con la sexualidad y con el uso y manejo del internet y las deformaciones lingüísticas en las redes sociales), entre otras cosas. Esto, que debió ser un trabajo previo a la reforma del artículo tercero constitucional, desde un articulado más completo bajo la forma de una nueva Ley de Educación Nacional, quedó en el limbo en la propuesta de EPN cuando dijo (página 6): “El tratamiento de los demás factores (que inciden en la calidad) podrá (…) ser objeto de modificaciones legales (¿sólo legales?; ¿por qué no organizativas o pedagógicas?) y administrativas en caso de estimarse necesarias” (¿no son ya necesarias desde ahora?). Nada, lo que se vuelve a decir es que se harán pruebas, exámenes y más pruebas. Y que los destinatarios serán los maestros, con todo y que no se precisó la cobertura de los exámenes que se aplicarán ni a quiénes. La iniciativa, pues, estuvo llena de irregularidades conceptuales y políticas. Por ejemplo, no se llegó a diferenciar la cobertura que tendrá el desarrollo del denominado “servicio profesional docente” para las diferentes categorías de trabajadores de la educación: profesores de aula, asesores, investigadores, directivos, supervisores u otro tipo de personal (que por cierto ni siquiera se mencionó, como los técnicos, los trabajadores de la cultura, de resguardo del patrimonio u otros oficios), y se les redujo a la negociación que se realizaba con una organización gremial (el SNTE), como si ésta fuera la única que los organizara y defendiera. Lo más sensato hubiera sido impulsar una iniciativa de ley que pudiera abarcar la formación, actualización, ingreso, promoción y estabilidad del trabajo en el sistema educativo nacional, para impulsar un cambio de fondo en las escuelas normales, la regulación de las escuelas privadas que forman profesores (sobre todo las de tipo “patito”), la definición clara de qué se hará con el personal en ejercicio (en la propuesta de ley se asentó que éste saldrá del sistema o se mantendrá actualizándose si no pasa las pruebas –aunque Chuay­ffet tuvo que echar para atrás el asunto al decir que no se les tocaría–, lo cual es un contrasentido porque son más de 1 millón y medio de trabajadores de la educación laborando en pésimas condiciones de trabajo y de formación), y tampoco se hizo referencia a la manera como se controlaría la existencia de los miles de “comisionados” que a todos nos cuestan. Respecto del Instituto Nacional para la Evaluación Educativa (el INEE), el asunto que parece un galimatías en la iniciativa de ley es: ¿de qué manera podrá ser “autónomo” (esta figura ya se había aprobado desde el sexenio anterior), si su Junta de Gobierno queda dependiente de la designación del presidente de la República? De forma consecuente, también sus miembros deberían ser sometidos a un concurso público de acuerdo a méritos. Asimismo, se debería haber especificado que la tarea del instituto no debe ser la “medición” de la calidad, sino la investigación y la promoción de métodos y técnicas para el mejoramiento de la calidad educativa. La medición la puede hacer el INEGI, pero no este instituto. En conclusión, se trató de una propuesta inacabada, de orientación gubernamental, más que de visión de Estado, desintegradora de los factores que intervienen en el desempeño del sistema educativo, y muy pobre desde el manejo de sus conceptos y de la realidad terrible que se vive en el sector educativo. Mal comienzo.

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