La tentación de la violencia
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El negocio del narcotráfico no lo inventó el PRI, lo inventó Estados Unidos, al crear durante el siglo pasado un doble vínculo perverso entre el consumo y la criminalización de la droga. Mientras el consumo de mariguana y cocaína se popularizaba espectacularmente en su población, Estados Unidos criminalizó su transporte y venta. Pero fue el PRI el que invitó al narco a colaborar en sus gobiernos.
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Las leyes se inventan para violarlas mediante cuotas a la autoridad. Esa fue la práctica priista durante el siglo XX. Consecuente, el PRI dejó pasar por el país la droga, pero ilegalmente, para poder cobrar su cuota.
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Pero un día, los narcos, empoderados, decidieron cambiar el orden de sujeción y ahora dicen: O me dejas pasar, y te dejo tu propina, o te mato a ti, a tu familia y a tus civiles.
Cuentan en Chihuahua que una mañana el gobernador Reyes Baeza despertó con un pistolero al pie de su cama. Apuntándole a la cara le dijo: Te voy a explicar cuál va a ser nuestro nuevo trato. Cuentan igual que a Reyes Baeza se le congeló la cara durante tres años en un rictus de terror.
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La práctica del PRI era mala, lo que hizo a continuación el presidente Calderón fue aterrador. Prendió un cerillito para otear en la tenebra del narco, vio que estaba en un cuarto de pólvora y PUM, el resto es nuestra historia reciente. Cárteles descabezados fragmentándose en pandillas enfrentadas. Un crimen desorganizado enloquecido, sin lealtades internas ni límites.
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La pregunta de hoy es simple. ¿El PRI buscará volver al estado previo, a un pacto tácito en que sujetaba al narco, o asumirá la guerra panista, que nos ha costado 60 mil muertos (según cifras oficiales, probablemente rasuradas), 500 mil millones de pesos (según un estudio encargado por el PRI), el colapso del turismo y una cultura envenenada por la hostilidad y el tema nihilista de la muerte?
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Enrique Peña Nieto ha declarado que asumirá la guerra en curso. Ha llamado, para conversar con él, y acaso contratarlo, al ideólogo de la guerra contra el narco en Colombia. También ha iniciado pláticas con los generales del Pentágono, los mismos que recetan a México armas y más armas y luego más armas.
El general colombiano busca trabajo, es comprensible. Sus soluciones pasan por bombazos, operaciones con aviones caza, persecuciones en las calles de ciudades, robocops asediando colonias habitacionales. Esa es su película, por algo es militar.
Los generales del Pentágono son también militares y su imaginación pasa por pirotecnias comparables, aunque de mayor calibre. Luego de la guerra de Vietnam inventaron la guerra de Irak, luego de Irak inventaron la guerra de Afganistán, luego de Afganistán están buscando dónde justificar sus presupuestos multimillonarios. Y México parece adecuado.
Pero los intereses de México no son los de los generales del Pentágono o de Colombia. Se equivocaría Enrique Peña Nieto en deslumbrarse con sus ofertas de ayuda sin mirar el estado material en que han dejado a Colombia y en especial a Afganistán. Una ruina donde a veces hay votaciones.
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Se ha dicho mucho pero importa repetirlo hoy, cuando en los niveles de gobierno se repiensa la guerra. A cada bazuca de última generación que el Ejército Mexicano compra o recibe dadivosamente del ejército estadunidense, tres bazucas idénticas son compradas por los narcos. Y en medio de los bazucazos está ese territorio que llamamos patria y esa gentecita desarmada que somos nosotros, los mexicanos.
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Se ha dicho también mucho, pero nunca ha sido más importante que hoy repetirlo. El blanco de la guerra del presidente Calderón siempre ha estado errado. Lo que necesitamos no es una guerra contra el narco, sino una política en pro de la seguridad civil.
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Nuestra estrategia respecto al narcotráfico debiera ser –oh paradoja– precisamente la que Estados Unidos aplica dentro de sus fronteras. A decir: hacer nada. Dejar al narco trasladar su droga a los mercados, donde 100 millones de estadunidenses esperan para pagarla a precio de oro molido, para fumársela y snifearla en jardines y fiestas alegres. Y en contraste, vigilar a los operadores del narco para aplicarles una cero tolerancia en crímenes contra civiles. El secuestro, el asesinato, el robo, la extorsión, enumerados por orden de crueldad.
A propósito, qué bonito y qué pacíficamente está creciendo McAllen, en la frontera con México. El provisorio alcalde fraccionó los alrededores desérticos, los cuadriculó con avenidas de cuatro carriles, y los urbanizó. En esa cuadrícula impecable han llegado y siguen llegando nuestros paisanos norteños, los ricos por supuesto, a construir sus mansiones.
Esa es la casa del presidente de un periódico de Monterrey, me señala con el índice un paisano taxista, con un dejo de orgullo. Esa grandota es de un narco. ¿Ve aquella? Es de Gloria Trevi. Y aquellita con el helipuerto en la azotea, es de otro narco. El taxista sonríe: Viera qué bien conviven, todos son muy respetuosos.
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Me lo contó un cineasta mexicano. En el año 2008 cenó con el entonces secretario de Gobernación, el joven señor Mouriño, que le habló de los pormenores de la guerra del narco. Entre cucharadas de sopa, el secretario se emocionaba al narrar las persecuciones, los disparos, los PUM PLAZ POC de la lucha. Los cráneos reventados. Los sacos de lona repletos de dólares, mojados de sangre.
Trajeron el siguiente platillo. Carne en su jugo. El cineasta no pudo animarse a cortarla con tenedor y cuchillo y masticarla.
Qué fuertes se han sentido este sexenio los políticos que han defendido el uso de la violencia del Estado, qué fuertes se sienten los generales del Pentágono cuando ofrecen hoy sus servicios redoblados: qué error tremendo cometerían Enrique Peña Nieto y sus jóvenes asesores al confundir la fuerza con la inteligencia.