La meta social del arte
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Vengo escribiendo en este espacio sobre el estado de salud de las artes en México. Por una parte existe una amplia y diversa comunidad de artistas, creando con apoyos suficientes del Estado. Por otra parte, lo que hacen, lo que hacemos, llega a muy pocos.
A menos del 10% de la población, según la última Encuesta Nacional de consumo cultural. La razón no es misteriosa: hay pocos lugares para la exhibición del arte y de común sus precios de entrada son prohibitivos para el 80% de la población.
Algo debe cambiar. Algo puede cambiar. Y acaso, para que distingamos el cómo hacerlo es necesario historiar la construcción de este embudo.
En 1985 Octavio Paz escribe un artículo en el periódico El Universal. Propone que el Estado mexicano gaste menos en la burocracia cultural y más en apoyos de dinero contante y sonante para los artistas, al mismo tiempo que renuncia a su sujeción ideológica. El artista debe ser patrocinado para crear en entera libertad.
La ganancia para el país, según Paz, será multiplicar las voces expresivas. El arte será el laboratorio donde la sociedad forme una diversidad de imágenes e historias y expresiones que reflejen sus propias diferencias. Y al crear las formas de una conversación entre muchos, el arte será el precursor de una nueva identidad nacional, verídicamente democrática.
Debió sonar absurdo al presidente López Portillo la pretensión del poeta. Por los días de la publicación del artículo, López Portillo despidió del Canal 11 al conductor Jorge Saldaña, un intelectual justamente estimado por la elite cultural, por expresar una disidencia con el gobierno. “No pago para que me muerdan la mano”, dijo famosamente el presidente, de paso transparentando su idea de la relación adecuada entre un político y un intelectual. El presidente era el dueño y señor del presupuesto nacional y un intelectual un perro que para ser permitido debiera ser faldero.
En 1988 las circunstancias políticas cambian radicalmente. Luego de una elección dudosa, el presidente Salinas de Gortari tiene urgencia de legitimarse. Se amista con distintas esferas del país de modos distintos. Con la empresa privada, con la Iglesia, con los campesinos. Para amistarse con la pequeña esfera de los intelectuales y artistas, pequeña pero con voz pública de influencia real, convoca a Octavio Paz y a Víctor Flores Olea, para que diseñen el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
El Conaculta empieza sus funciones con tres metas.
1. Becar y subsidiar a los artistas, sin dictar ni censurar el contenido de sus trabajos. Tal y como Octavio Paz propuso.
2. Coordinar las instituciones culturales del país, que por entonces funcionaban sin rectoría.
3. Hacer llegar el arte a los muchos mexicanos. O en la expresión del documento fundacional del Conaculta “al mayor número posible de mexicanos”.
De inmediato se establecen las becas para artistas jóvenes, maduros y consagrados, y se reparten nuevos subsidios. En pocos años, como Paz pronosticó, se multiplican las voces en el arte mexicano. Las becas permiten a personas de minorías dedicarse al arduo trabajo de forjar una expresión. Artistas de origen campesino o proletario logran madurar. Artistas gays emergen sin tener que ocultar su diferencia, sino dándole rostro. Una pléyade de mujeres surge distribuida por las artes.
También la segunda meta del Conaculta se va cumpliendo y las distintas instituciones culturales empiezan a operar como un conjunto.
En 1992, Flores Olea es suplido a la cabeza del Conaculta por Rafael Tovar y de Teresa y el proyecto cultural sigue afianzándose. Las becas se multiplican: en cada entidad de la República se replican; aparecen las becas para traductores e intérpretes, también para artistas en lenguas nativas. Aparecen las coinversiones del Estado con los empresarios culturales.
Sólo entonces, no antes, sólo cuando se ha logrado una inédita abundancia artística, de cierto la mayor en la historia de México, los puentes hacia la sociedad resultan insuficientes.
No hay de qué admirarse: se ha propiciado mucho arte pero se ha hecho poco para propiciar mucho público. Simplemente no se han construido los puentes entre los artistas y la sociedad. Más sucinto aún: la tercera meta del Conaculta –llevar el arte al mayor número posible de mexicanos–, que es por cierto la que le da una utilidad social al plan, se ha dejado pendiente.
Ahí estamos. Ahí seguimos estando, después de tres lustros, atorados en el embudo.
Y de ahí podemos salir sólo si el Estado y los artistas, acaso también los contados empresarios culturales, llegamos a un nuevo acuerdo para darle al arte por fin un efecto de dimensión social. Un acuerdo que poco tiene que ver con la buena voluntad, aunque en la buena voluntad debe empezar para desplegarse luego en modos innovadores de alcanzar la meta.
Carpas portátiles para el cine, sugerí. Teatro hiper ligero con tecnología de punta sucediendo fuera de la cajota de cemento del teatro, sugerí. Subsidiar el boleto de los espectáculos. Tres ideas a las que pueden agregarse cuantas sean realizables.
Sería absurdo que el PRI, que arrancó el plan del Conaculta hace 25 años, ahora no se propusiera seguirlo.