Los rostros de Jano. Un comentario a John Ackerman

jueves, 7 de marzo de 2013 · 14:51
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Uno de los mayores riegos que corremos los científicos sociales comprometidos con causas políticas es el de la parcialización por razones ideológicas. Y es que la renuncia a la falsa neutralidad axiológica suele ir, en ocasiones, de la mano con un doble rasero, según el cual el analista proyecta todo el rigor teórico -metodológico (y la crítica pública) sobre aquellas figuras, instituciones y proyectos políticos que le son adversos, mientras presenta visiones simples, unilaterales y utópicas de aquellas con las cuales se identifica. Muchos hemos sufrido ese mal alguna vez, y ahora le ha tocado el turno al joven y reconocido jurista John Ackerman. Investigador y docente de la UNAM, colaborador de Proceso y acompañante de luchas sociales y democráticas, Ackerman es hoy una de las voces más activas en la esfera pública mexicana. Con buena pluma y excelente capacidad de comunicador, se ha granjeado un amplio público de seguidores –dentro y fuera de la izquierda local- que leen tanto sus columnas en prensa como sus documentados textos académicos. Aún recuerdo cuanto disfruté y aprendí, hace algunos años, al revisar uno de sus trabajos sobre el acceso a la información para la edición de un libro de la Universidad Veracruzana. Ackerman no proviene políticamente de la vieja izquierda estadocéntrica y autoritaria, ni sus referentes académicos son los dogmas del marxismo soviético y sus versiones latinoamericanas. Pertenece a una generación de científicos sociales que se formaron y socializaron en la etapa de transición y consolidación democráticas de América Latina, razón por la cual conoce al dedillo todos los bemoles, deudas y conquistas de estos complejos procesos. Y su producción intelectual –tanto en el terreno estrictamente científico como opinático- ha combinado la sofisticación teórica con el compromiso con la innovación democrática y el fortalecimiento de las organizaciones y movimientos sociales en el contexto mexicano, su patria adoptiva. Con semejantes antecedentes uno no puede sino asombrarse cuando lee un texto como el aparecido en la edición del pasado 23 de febrero de la revista Proceso. Usando el caso ecuatoriano como espejo donde reflejar los reconocidos déficits democráticos de la democracia mexicana, Ackerman asume que “La reafirmación de la soberanía popular por encima del poder del dinero en Ecuador constituye una gran lección y ejemplo democrático para México y el mundo. En aquel país sudamericano las elecciones populares siguen siendo vías para lograr la transformación social. El pueblo respalda de manera espontánea a su mandatario porque encarna sus esperanzas para lograr un país más justo e igualitario, aun cuando los principales medios electrónicos han sometido al presidente a constantes golpeteos y descalificaciones infundadas.” Fin de la Cita Creo que en esta cita- y en todo el trabajo- el autor incurre en un importante error de apreciación. Una cosa es reconocer, en el caso mexicano, la impresentabilidad de ciertos actores políticos, la debilidad de la sociedad civil o de la persistencia de una bochornosa desigualdad y exclusión sociales que se trasladan, de facto, al terreno político; y otra bien distinta suponer que en otros contextos no existen también asimetrías, exclusiones y conflictos. Que el signo ideológico de un oficialismo foráneo sea afín al que uno defiende no debe inducirnos el engaño de creer –y reproducir- la idea de que en tierra ajena no hay injusticias que denunciar y causas que acompañar. O que todo lo que hace el gobierno amigo es en beneficio de la igualdad y la democracia y quien se le opone es, meramente, un representante de las viejas oligarquías y los intereses trasnacionales. Como Ackerman bien sabe, identificar a un régimen político como democrático supone que este respete ciertos atributos básicos –aunque nunca suficientes- de la democracia, relativos al equilibrio de poderes, elecciones periódicas, pluralismo político y libertades de expresión, asociación y manifestación. Sin dejar de insistir en la expansión de la democracia realmente existente, con el fomento de la participación ciudadana, el control social, la promoción de la equidad social y la incidencia de organizaciones y movimientos sociales en todos los terrenos de la vida pública. Así, al considerar en conjunto esos presupuestos, vemos que el proceso en curso en Ecuador reúne atributos claramente ciudadanizantes (por la vía de la inclusión social, la promoción del desarrollo y, en menor medida, de la innovación democrática) con rasgos centralistas y autoritarios, que atentan contra la consolidación y expansión democráticas. En el tema que alude en su artículo (el del conflicto con los medios) la lectura del caso tampoco puede ser simplista. Es incuestionable que el poderío económico de los grupos empresariales, propietarios de grandes medios privados, en ocasiones sustituye al de los partidos tradicionales y les convierte en vehículos de expresión y movilización de las elites desplazadas del poder y de sus aliados en la población y sectores intelectuales. Actores estos identificados con las políticas neoliberales que incrementaron la desigualdad social y corrupción política en países latinoamericanos, contra las cuales han emergido, en elecciones democráticas, varios gobiernos progresistas encargados de revertir ese funesto legado. Sin embargo, los llamados al refuerzo de la ética periodística y la defensa de la verdad a menudo se mezclan con el persistente interés de todo Estado en controlar la información y opinión públicas. En Ecuador, la serie de sanciones, multas y amenazas (o realización) de procesos de incautación –y posterior estatización- a la que se han visto sometidos varios medios no sólo vulnera la libertad del ejercicio empresarial de los grandes periódicos y canales: también -y esto es acaso más grave- acota las posibilidades de información y expresión autónomas a las oficiales. El alineamiento notoriamente antigubernamental de los medios de comunicación privados y su conexión con una clase política empresarial -que otrora hegemonizara los destinos del país- no constituye razón suficiente para debilitar libertades y derechos ciudadanos en este campo. De tal suerte, tanto el leguaje “confrontacional” de Correa, la exclusión y mofa a la que es sometida la oposición en el discurso político oficialista, así como los juicios a que han sido sometidos varios medios privados de la prensa nacional, canales de televisión y radios locales opuestos al gobierno, han agudizado una imagen de polarización política en el país que no se corresponde con los resultados electorales alcanzados en las recientes elecciones. Se ha sobredimensionado el alcance de algunas medidas, en correspondencia con la sensibilidad y reacción gubernamentales. En consecuencia, es un hecho que en el país sudamericano hoy se reproducen viejos esquemas de control político de la prensa (tanto correspondientes a los pasados autoritarismos latinoamericanos como al modelo de subordinación de la prensa vigente en la Cuba actual) y adelanta rasgos de una hegemonía comunicacional similares a los implementados por varios de los países agrupados en la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA). El reforzamiento de los medios públicos, la práctica de la libertad de expresión y el abandono del escarnio entre ambos bandos, sería mucho más saludable para la necesaria libertad de expresión en el desempeño democrático del régimen de la llamada Revolución Ciudadana. La defensa de la ética periodística a la cual apunta el gobierno en su propuesta de ley de medios debiera dejar en claro que se combate la “corrupción” de cualquier opinión, noticia o información que limite el desarrollo de la democracia en el país y no dirigirse exclusivamente contra el denominado “golpismo” mediático de los medios privados. Pues la delimitación de la eticidad en las comunicaciones pudiera dejar abundantes lagunas para la arbitrariedad administrativa o, e incluso y, condicionar la producción mediática a los intereses “supremos del proceso revolucionario” Si, como creo, Ackerman y un servidor convenimos en la necesidad de una democratización de los medios de comunicación y en el rechazo a la exclusión de las ideas y críticas en el debate público, entonces es obvio que con visiones simples no se reconocen los problemas que enferentamos ni se construyen soluciones que superen la tentación binaria de clasificar en buenos y malos, ignorando el contexto. No es coherente denunciar los monopolios de prensa burgueses ignorando, al mismo tiempo, las formas de control estatales que acotan la libertad de expresión e información ciudadanas. Al final, el autoritarismo tiene, como el dios Jano, dos caras: la de los poderes institucionales en regímenes estadocéntricos y la de los fácticos bajo el predominio neoliberal. Y corresponde a la ciudadanía abrir sendas democratizadoras, que adelanten modos más plenos y decentes de convivir. Politólogo e historiador, Universidad Veracruzana/Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. http://www.proceso.com.mx/?p=335021 Al respecto ver: Mantilla, Sebastián & Mejía, Santiago (comp.) “Rafael Correa. Balance de la Revolución Ciudadana. Ecuador: Editorial Planeta del Ecuador S.A, Quito, 2012. Sobre el tema ver Isch, Gustavo “De la guerra de guerrillas a la guerra de cuartillas. La comunicación en el gobierno de la Revolución Ciudadana”, Editorial Quipu, Quito, 2012.

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