La violencia difusa

lunes, 8 de abril de 2013 · 10:43
MÉXICO, D.F. (Proceso).- A inicios de diciembre de 1992 Babri Masjid, una mezquita de cerca de 500 años de antigüedad ubicada en la ciudad Ayodhya, al norte de la India, fue destruida por una turba de fundamentalistas hindúes. Estos kar sevaks reclamaban que la mezquita –construida por Babur, el primer emperador Mogol, entre 1528 y 1529– había sido erigida en los cimientos de un templo hinduista, capital del legendario héroe hindú Rama. En febrero de 2006 la capilla de Askari, erigida como mausoleo en honor de al-Hadi (870-868 d.C.) y de su hijo Hasan al-Askari, en Samara, Irak, fue dañada severamente por sectas sunitas. Ali al-Hadi era el décimo de los 12 imanes chiitas y las intrigas palaciegas contribuyeron a su reclusión en Samarra. El atentado destruyó la preciada cúpula dorada de la capilla. En otro ataque perpetrado en junio de 2007 fueron destruidos los dos minaretes restantes de ese recinto. Estos eventos no hacen más que evocar de nuevo la discusión en torno a la preservación del patrimonio cultural en casos de extrema violencia. Actos de destrucción como los referidos son llevados a cabo por grupos armados no gubernamentales, ya sea opositores, insurgentes, terroristas o del crimen organizado, que se valen de la depredación del patrimonio cultural como parte de su estrategia para la consecución de sus objetivos. Sin embargo, delimitar los contornos de estos grupos de naturaleza amorfa requiere de sofisticadas sutilezas jurídicas, lo que obliga a distinguir entre conflictos armados y tensiones y disturbios sociales internos, y entre éstos últimos y actos de terrorismo. Más complejo aún: la emergencia de estos grupos responde a un modelo totalmente distinto del modelo tradicional de conflicto armado, pues se trata de grupos armados no gubernamentales cuya beligerancia carece del elemento tradicional de internacionalidad y se acompaña de actos de extrema violencia, ante las cuales se torna muy difícil asegurar la preservación del patrimonio cultural. Lo anterior ha obligado a examinar la eficiencia y la precisión del ámbito de legalidad de los instrumentos internacionales que intentan proteger el patrimonio cultural en estos tiempos, en los cuales se presencian nuevas formas de conflictos armados.   El derecho humanitario y la indefensión de la cultura   La Convención de Ginebra y el Protocolo II Adicional de 1977 no permanecieron insensibles a la protección de la herencia cultural: prohíben la comisión de cualquier acto de hostilidad contra monumentos históricos, obras de arte y santuarios de oración que formen parte del legado cultural o espiritual de los pueblos; también prohíben que esos recintos y objetos puedan ser empleados como respaldo de actividades militares. Este criterio es consistente con el Protocolo I Adicional de 1977 de la Convención, el Estatuto de la Corte Penal Internacional para la antigua Yugoslavia y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Es una interpretación aceptada puntualizar que en sus inicios el derecho humanitario trató de referirse exclusivamente a situaciones entre Estados nacionales y soslayó el de las guerras civiles. La Convención de Ginebra, eje del derecho humanitario, empezó a variar esta tendencia, desarrollada después por el Protocolo II Adicional de 1977 al introducir la noción de “conflictos armados que carecen del carácter de internacionalidad”, en clara alusión al concepto de guerra civil, ampliado ahora por la jurisprudencia internacional (caso Tadic). La emergencia de grupos armados no gubernamentales y de nuevas formas de violencia ha variado, sin embargo, en las últimas décadas. Las notas distintivas de estos grupos, en ocasiones efímeros, son claras: actúan con una gran hostilidad, son altamente violentos y tienen un mínimo de organización. Igual se confrontan con gobiernos y fuerzas armadas convencionales que con grupos étnicos o religiosos, en un afán incesante de satisfacer sus necesidades de identidad (Domínguez-Martés). Tanto por el perfil de sus participantes como por sus efectos, que trascienden fronteras, estos grupos y los conflictos que conllevan han demostrado la precariedad del Protocolo II de 1997 en materia de conflictos armados no gubernamentales. La consecuencia de ello es grave, toda vez que la protección de los legados cultural y religioso inmersa en estos nuevos fenómenos de violencia escapa al ámbito de aplicación de la Convención de Ginebra y de su Protocolo II de 1977. La Convención de La Haya de 1954 y su Protocolo II de 1999 empiezan a mostrar también claras insuficiencias en lo que atañe a la protección del patrimonio cultural en tiempos de conflicto armado y carecen de elementos de internacionalidad. La citada Convención es la primera en introducir en la terminología internacional la noción de “bienes culturales” y su definición difícilmente podría ser más generosa, en especial en tiempos de conflicto armado entre Estados, pues se articula con las legislaciones de cada uno de los Estados nacionales. La acotación que hace esta Convención a conflictos armados “genuinos” (Toman) deja fuera de la protección al patrimonio cultural de actos de vandalismo o provenientes de movimientos sociales inorgánicos y relativamente fugaces, pero de gran intensidad en sus formas violentas.   La jurisprudencia extranjera   El 8 de noviembre de 1993, en el contexto de la guerra de los Balcanes, fue destruido el viejo puente de Mostar, sobre el río Neretva, símbolo de la época otomana de Bosnia y Herzegovina; se construyó en el siglo XVI y lo flanqueaban dos torres: Halebija y Tara. Afortunadamente escapó a la artillería el minarete de la mezquita Pocitelj. La destrucción del puente de Mostar rápidamente se convirtió en el símbolo de las atrocidades de la guerra en lo que respecta a la destrucción de bienes culturales. El puente y la mezquita adjunta fueron reconstruidos por la UNESCO y declarados patrimonio cultural de la humanidad. La comunidad internacional instaló la Corte Penal Internacional (CPI) para la antigua Yugoslavia, ante la cual fue juzgado y condenado Slobodan Praljak por este acto de barbarie, al igual que el general Tihomir Blastic por los atentados contra sitios culturales en Bosnia y el Vicealmirante Miodrag Jokic por el bombardeo de Dubrovnik en Croacia. El Estatuto de la CPI para la antigua Yugoslavia previno expresamente que le asiste competencia para conocer de actos de personas que transgredan el jus belli consuetudinario y en especial sobre la confiscación, destrucción o daño intencional a las instituciones religiosas, de caridad o educativas, de artes, de ciencias, monumentos históricos, obras de arte y ciencia (precedente Pavle Strugar). Además, en sus resoluciones la CPI fijó criterios acumulativos de enorme trascendencia para la responsabilidad de quienes pretendan incurrir en actos de lesa humanidad cultural: destrucción o daño de propiedad al legado espiritual o cultural de los pueblos; que la propiedad no haya sido empleada para fines militares al momento en que se perpetraron los actos hostiles y que el agresor los haya efectuado con la intención de provocar el daño o la destrucción. A los grupos armados no gubernamentales les pueden asistir otras responsabilidades en caso de atentados al patrimonio cultural, como lo señaló en los años 1991 y 1996 la Comisión de Derecho internacional, que se pronunció en contra de la destrucción sistemática de monumentos representativos de grupos sociales, religiosos y culturales, entre otros. El derribo del puente de Mostar evidencia que los restos del pasado se emplean para construir narrativas, establecer conexiones con el espacio y respaldar las identidades contemporáneas. El código occidental exige que una comunidad demuestre una continuidad inalterable de su existencia y de su arraigo en un espacio determinado. Este es el fundamento de la noción de los grupos étnicos cristiano y musulmán en lo que respecta al vínculo con su territorio, que les asegura el acceso a su propio entorno.   Las vacilaciones de la UNESCO   Del entramado de la legislación internacional se puede concluir que existen normas que protegen el patrimonio cultural en caso de conflictos armados no tradicionales. Estas normas imponen la obligación de salvaguardar la propiedad cultural, lo que comprende la difusión del espíritu y del respeto a la propiedad cultural, la prohibición de la destrucción intencional y la imposición de sanciones penales o disciplinarias. Este optimismo contrasta cuando se analizan otras realidades. La destrucción de los Budas de Bamiyan evidencia que los Estados nacionales gozan de absoluta impunidad cuando incurren en destrucción del patrimonio cultural, como lo ejemplifica este caso, en el que se carecía de necesidades militares y del objetivo de llevar bienestar a los pueblos. Ante este acto de barbarie, la única reacción internacional fue la de la UNESCO en su Declaración adoptada el 17 de noviembre de 2003, sin voto explícito, relativa a la destrucción intencional del legado cultural. Se trata de un instrumento no vinculante que carece de la fuerza para ser considerado como derecho consuetudinario en el derecho internacional. Aun cuando el caso de los Budas de Bamiyan se intente presentar como una discontinuidad en el derecho internacional, el que la comunidad internacional haya reaccionado en forma tan tibia, incluso en tratándose de Estados con tradición democrática, revela que las élites burocráticas se rehúsan a aceptar cualquier declaración que menoscabe su poder, en el ámbito soberano de sus países, cuando estos mismos grupos gubernamentales destruyan intencionalmente su legado cultural. El mérito de la Declaración de la UNESCO, quizá el único, es haberse constituido en el primer referente en la historia en el que se ha abordado en de manera específica el problema de la destrucción intencional del legado cultural en el derecho internacional. Su pretensión es eminentemente educativa: infundir en los individuos el respeto al legado cultural y preconstituir una referencia para las siguientes generaciones con el propósito de documentar una respuesta a un acto de barbarie. De mayor utilidad sería no tanto recolectar los escombros de los Budas de Bamiyan, como ahora se pretende, sino los escombros de la historia, como sostuviera Walter Benjamin en su Novena tesis sobre filosofía de la historia al comentar la obra Angelus Novus, de Paul Klee. El grave riesgo es que el sistema cultural se balcanice y trivialice con la emergencia de fundamentalismos culturales y religiosos, neonacionalismos y el creciente discurso político etnográfico, en donde proliferan los mitos de origen y de autenticidad y se emplea el pasado como fundamento de vendetta histórica o como defensa de identidades existentes o inventadas.   *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon Assas.

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