Los silencios de García Márquez

jueves, 17 de abril de 2014 · 19:40
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- En la adolescencia, yo también me enamoré de Gabriél García Márquez. Lo confieso. Fui uno de los millones de fans enceguecidos con la luz de una nueva literatura. Ojos de perro azul era un descubrimiento de vértigo. Alguien se atrevía a escribir diferente, y en español. Era el principio de los años 80 y en ese tiempo, en México, los libros eran promocionados en la TV y, en su mayoría eran bestsellers traducidos del inglés. Luego vino Cien años de soledad. Una maravilla absoluta. Me convertí en un acólito del Gabo. Absorbí, con el paso de los años, prácticamente todos sus libros. Paralelamente cultivé otros autores y degusté otros frutos. Conocí a Julio Cortázar. Rayuela me hizo cuestionar a García Márquez. Estaba ante un libro mucho más atrevido que el pomposamente llamado Quijote Latinoamericano. Cierto, Cien años de soledad, es una descarga mágica sin tregua, que se puede leer de un solo trago. Pero Rayuela contenía otros retos, una forma diferente de literatura con un estilo refinado por su tono cosmopolita, premeditadamente caótico y con una gala de recursos mucho más impresionante que las muletillas que aparecían una y otra vez en los relatos del bigotón de Aracataca. Mientras progresaba con el Gabo, ingresó en mi vida Mario Vargas Llosa. Era todavía un adolescente cuando el peruano me trastornó, cambió todo lo que sabía de letras. La ciudad y los perros me atropelló. Parecía un libro imposible. La cruda reflexión sobre los rituales masculinos, personificados en un personaje que era un chamaco, igual que yo, se me ajustaba como un terno a la medida. Pero además de escribir una historia agresiva, Vargas Llosa utilizaba una forma nueva de expresarse, con varias voces en una misma obra. El estilo era retador, demandaba complicidad, trabajo de interpretación, lectura interactiva. Luego, leí La tía Julia y el escribidor, y Pantaleón y Las Visitadoras, que trazaron la ruta de mis filias literarias. Claro, sé que es una cuestión subjetiva. A mí me gustaba el sabor glamoroso de Rayuela, pero a la inmensa mayoría de los lectores les gustaba más Cien años de soledad. Pero, repito, era cuestión de gustos y en el marcador literario, Gabo siempre goleó a Vargas Llosa, Cortázar y a todos, porque fue, siempre, el preferido. En mis libros de secundaria aparecían los nombres de los escritores del boom latinoamericano. Gabo, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Cortázar, Borges. Tuve un acercamiento directo y rápido a todos ellos. Les debo gratitud, porque me convencieron de que la lectura ofrecía las posibilidades de buscar un mundo mejor y, según yo, también me motivaron a ensayar un manera de ser mejor como persona. Y tuve, desde entonces, la oportunidad de comparar. Mi atención se concentró en los dos que -yo creía- eran los más sobresalientes, más reputados, finalistas de una carrera sin fin hacia el pináculo de la gloria de las letras en el subcontinente latinoamericano. Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa eran los jefes únicos de las letras del continente. Por lo menos eran los más afamados y con mayor reconocimiento público. Se les asociaba en tándem como próceres de la pluma, dioses de una generación que transitaba por los 70, lastimada por las represiones estudiantiles y que se enfrentaba a la modernidad desconcertante del decenio que se avecinaba. Los años pasaron y afiné la puntería. Simpaticé con Vargas Llosa y sus posturas retadoras. Lo admiré cuando en México cuestionó a Octavio Paz por su cercanía con el poder priísta. El peruano se fajaba en la arena de las ideas y nunca rehuía al combate. Pero preferir a don Mario significaba distanciarse de don Gabriel, porque los años los habían distanciado. Su relación estaba rota, por motivos públicos, escandalosos y nunca bien aclarados. Pero también se habían colocado en esquinas opuestas del cuadrilátero. Entre ellos estaba Fidel. Pero había una diferencia mayor, que pasaba por el tamiz intelectual. Vargas Llosa gritaba sus posturas, se hacía presente en artículos de opinión semanales. Escribía libros de la actualidad política. Hacía proclamas y las fundamentaba. El colombiano, a su vez, guardaba silencio. No se expresaba en los debates internacionales en los que Vargas Llosa se adentraba. Gabo guardaba distancia política de todo. No se pronunciaba. Vargas Llosa había dicho, y eso lo asumí como un mandato bíblico, que el intelectual, el escritor, estaba obligado a involucrarse en el asunto público. Por ocupar un lugar como pensador, fabulador y artista influyente, debía opinar y, en su caso, meter el brazo para luchar por las causas sociales universales, como la democracia, la igualdad, la libertad… esas cuestiones abstractas que dan a todos para meter su cuchara. García Márquez, en el punto opuesto, oscilaba hacia el silencio. Muchas veces declaró que detestaba la fama, que odiaba el reconocimiento y los reflectores. Que por eso no acostumbraba dar entrevistas ni ingresaba en ningún foro público de discusión. Comencé a sospechar que, en realidad, se abstenía de pedir la palabra porque tenía poco que aportar. Que no se unía al coro disidente de los intelectuales, porque no habría sabido qué decir. Vargas Llosa tiene el don de la palabra y puede hacerla atronadora por escrito o ante un micrófono. En cambio, al Gabo nunca le vi hacer ninguna reflexión, un aporte sesudo, a la altura de su categoría de deidad literaria. Tal vez quienes lo conozcan digan que era un brillante librepensador. No lo dudaría, pues su prosa es bella y poética. Pero me extrañaba que no diera su punto de vista. Deseaba que también abonara las contiendas por la libertad con alguna deliberación. Que por lo menos levantara la mano, pidiera la palabra y dijera lo que fuera, sobre alguno de los temas que nos ocupan por estos lados, como la sobada justicia social y la eternamente incompleta y saboteada democracia. Por ser quien era, el más leído de los escritores latinoamericanos, tenía algo que decir. Pero mi anhelo no fue cumplido. De esta forma terminé por convencerme que Gabo callaba porque temía exhibir su carencia de argumentos. Era una sospecha, dolorosa, por cierto, pues en mi juvenil creencia, sentía que el ilustre narrador debía defender a sus lectores. Ahora entiendo que la idea era peregrina, pues cada quien, intelectual o no, decide qué hacer con sus opiniones. Siempre tuvo el colombiano seguidores jóvenes que, como yo, alguna vez, recibieron el flashazo de las desventuras en Macondo. Cualquier mediano lector había saboreado Cien años de soledad. Conocer la dinastía de los Buendía, daba un certificado de intelectualidad básico. Se podía hablar durante horas del libraco en cuestión y, además, a través de él se accedía a la famosa canción derivada de Óscar Chavez. Alivia, en una tertulia de café, saber a qué se refiere la melodía cuando habla de Úrsula, don José Arcadio, las mariposas amarillas, Mauricio Babilonia, y las demás referencias al evangelio del profeta Gabo, tan popular entre la tropa estudiantil. En las últimas dos décadas percibí un fenómeno creciente, que me pareció insoportable, por afrentoso: el culto al Gabo. Ya no era un escritor, era un rock star. En cualquier lugar era asediado por hordas de seguidores que lo requerían para cazar un autógrafo. Ahí empezó mi yihad contra Gabo. Decidí, en una cruzada personal, escudriñar los motivos de su mutismo. Y también le tomé animadversión. Me irritaba que los muchachos lo buscaran porque les había gustado el dulce de su prosa y, empalagados, querían más remolacha del trópico. Muchos de ellos eran los mismos chicos y chicas que también se fascinaron con Como Agua para Chocolate, de Laura Esquivel, uno de los spinoffs de Macondo, con el mismo aroma de realismo mágico. Y mientras el colombiano gozaba de la fama, en una base cada vez mayor de aficionados que se habían matrimoniado con su lindo estilo, Vargas Llosa se debatía en luchas intelectuales complejas y descarnadas. Se le acusaba de derechoso, de criticar a Perú siempre desde el extranjero. En lo literario, los muchachos que adoraban a Gabo por la historia de Eréndira, se aburrían con su estilo abstruso. Los párrafos que se conectan a través de vasos comunicantes, uno de los recursos más bellos de don Mario, y que llevó hasta el delirio en la historia de Pantaleón Pantoja, no podían ser digeridos por panzas que querían más golosinas de magia cotidiana, más aroma de vega de tabaco, de plantío de café, aunque Gabo se repitiera una y otra vez con una prosa en la que había siempre gallinazos, camisas ensopadas, vainas, mangos, mulatas, galeotes. Vargas Llosa fue político fracasado, pero encontró refugio, según se ha visto, en su fundación para la democracia, en sus libros en los que expresa sus inquietudes personales, y en sus participaciones, como intelectual comprometido, en las causas que él defiende y que son las de todos. En el nuevo milenio, Vargas Llosa sigue vigente. Afortunadamente no se ha convertido en un cruzado cascarrabias contra la perversión política. Ha mantenido su dignidad encanecida y su prédica sigue siendo igual de lúcida como cuando lo escuchamos por vez primera en los ardientes debates que protagonizaba, primero para defender al régimen cubano y después para denostarlo. García Márquez envejeció en medio de presentaciones personales en las que su sola ilustre figura bastaba para hacer tumultos. No hacía nada más que estar para dar la nota. Dentro de todo, reconozco que era una personalidad generosa. Cuando acudió, por ejemplo, a la entrega de premios de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Monterrey, se abstuvo de dar declaraciones. Sabía que cualquier palabra que dijera, cualquier expresión que hiciera sobre el verde de los ahuehuetes, el cielo sin nubes, el ruido de los autobuses, el perro que vio dando vuelta a la esquina, lo que fuera, sería nota y tendría más relevancia que el evento entero. Por ello, supongo, callaba. Se retiró de la opinión pública, pero seguía muy vigente, porque la gente quería más y más al carismático escritor colombiano. Yo sentía una agresión personal cada vez que, en algún periódico o revista, una nota era cabeceada con: Crónica de una (x) anunciada. O cuando los periodistas con aspiraciones poéticas y la imaginación talada empezaban sus notas con: Muchos años después frente al (x) y le agregaban lo que fuera, buscando añadirle una fragante entrada a su texto, con un recontravisitado inicio de Cien años de soledad. Días antes de que muriera decidí despojarme mi traje de muyahidín contra Gabo y sepultar mi yihad. Revaloré sus textos. Me quedo con El amor en los tiempos del cólera, una gran novela que es, debo admitir, muy superior a Travesuras de la niña mala, la historia de amor que a Vargas Llosa le faltaba en su dilatada bibliografía. Fundó un estilo, el Gabo. Y se fue discretamente, como fueron sus últimos años. Ahora, en un homenaje que seguramente él hubiera reprochado, por cursi, los periodistas escriben las notas de su deceso con sabor de realismo mágico, pretendiendo robarle, infructuosamente, algo del estilo. Ya descansa Gabo. La suya fue la crónica de una muerte anunciada. Luciano Campos es periodista y escritor. Es autor de la novela El anhelo de la sombra (Conarte, 2006). Twitter: @LucianoCamposG (Las opiniones contenidas en el texto son responsabilidad exclusiva del autor)

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