El biopoder del nuevo PRI
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En 1957, Octavio Paz –de quien en este año celebramos el centenario de su nacimiento– publicó uno de los más grandes poemas en lengua española del siglo XX, Piedra de Sol. El poema, inspirado en el calendario azteca y los 584 días que recorre Venus (Quetzalcóatl) en su camino hacia el Sol, es un poema sobre el tiempo y el eros, sobre el cronos (el tiempo de la historia, de la violencia y el poder) y el kairos (el tiempo adecuado, el tiempo de Dios que, en su pobreza y su libertad, irrumpe en el cronos, a través del amor, para liberarlo): […] el mundo nace cuando dos se besan,/ […]/ y las leyes comidas de ratones/ las rejas de los bancos y las cárceles,/ las rejas de papel, las alambradas/ los timbres y las púas y los pinchos/ el sermón monocorde de las armas,/ el escorpión meloso y con bonete […]/ el Jefe, el tiburón, el arquitecto/ del porvenir/ […]/ las máscaras podridas/ que dividen al hombre de los hombres/ al hombre de sí mismo se derrumban/ por un instante inmenso y vislumbramos/ nuestra unidad perdida/ […].
Aunque el poema –que, semejante al calendario azteca, es cíclico– se refiere al amor que desde Adán y Eva se reedita siempre donde dos se aman, y a la violencia que desde Caín y Abel vuelve a aparecer en la historia bajo formas más complejas y terribles; aunque los versos citados se inspiran en la guerra civil española y el franquismo, podemos decir que Piedra de Sol tiene como matriz la propia experiencia amorosa de Paz y la propia experiencia que, como mexicano, vivió bajo el poder monolítico del PRI –once años después de publicado el poema (1957) Paz vivirá la espantosa represión del 68 que lo llevará a renunciar a la embajada de la India, y la guerra sucia que le seguirá.
Hoy, el PRI ha vuelto. Pero su violencia ya no pertenece al universo de la violencia de Estado, la referencia que Paz tenía del poder. Pertenece a una forma más sofisticada del mismo, la que Michel Foucault definió como “biopoder”. No un simple aparato de dominación basado en el uso legítimo de la fuerza, sino un conjunto de prácticas de gestión y de control cuya violencia es más brutal y refinada.
En menos de dos años el PRI ha logrado hacer de la guerra y de la violencia desatada por Felipe Calderón un proceso de gestión al servicio de una política modernizadora. La guerra entre los cárteles y el Estado que genera terror en los ciudadanos y muchas víctimas –la mayoría de ellas pobres y migrantes–, los desplazamientos que trae consigo –350 mil es nuestra contabilidad– y que el gobierno ha podido mantener hasta ahora en el silencio, las reformas estructurales que, en medio de este estado de cosas, ha realizado y cuyos destinatarios son los grandes consorcios capitalistas, se inscriben, más allá de las contradicciones y de los elementos irracionales del calderonismo y del peñismo, en un vasto proyecto de gestión de la vida que hace de esta guerra un laboratorio de nuevas formas de control del poder al servicio de ciertas élites. Son formas nuevas e inéditas de lo que el nazismo, el comunismo, las juntas militares –o para volver a la matriz del poema de Paz, el franquismo y el priismo– desarrollaron en la lógica de una modernización.
Semejante a la política colonizadora del siglo XIX que, bajo el imaginario de una “misión civilizadora”, destruyeron las formas sociales y productivas de Asia, África y Oceanía, y gestionaron el caos y las hambrunas como un modelo de sometimiento de las poblaciones, la política de caos del gobierno de Enrique Peña Nieto, se está convirtiendo en un modo de gestión para someter, reordenar y segregar a las poblaciones en función de un nuevo colonialismo económico. El terror, las desapariciones, los asesinatos, los desplazamientos, la criminalización de las protestas y de las autodefensas, y las reformas estructurales sobre regiones cada vez más bastas del país, parecen inscribirse en la lógica administrativa de una nueva gobernabilidad totalitaria que apunta a forjar un México nuevo y moderno, un México, como dice la propaganda del gobierno, en movimiento. El PRI, y sus comparsas políticos, los partidos, están moviendo a México a través de técnicas de terror –de las que dicen no ser responsables, pero que consienten, auspician y administran—, y de reformas políticas –de las que dicen modernizarán al país–. Dichas técnicas equivaldrían a una especie de prisión al aire libre donde nuestros cuerpos, sometidos al miedo, el reordenamiento, la segregación y la muerte, darán a luz, con fórceps, el México nuevo. El eje de este biopoder ya no gira sobre la violencia de Estado, sino sobre la política económica del gobierno que ya no reprime, sino controla y regula la vida y los movimientos de las poblaciones como los animales en un rastro.
En medio de lo que nos besamos, nos amamos, nos resistimos, nos defendemos, y vislumbramos allí la “unidad perdida”, el gobierno ha decidido administrar la violencia, la desgracia y el horror para que, de una manera más perversa, el país siga siendo el mismo que Paz nos reveló: el de las leyes carcomidas de ratones, el de las rejas, los bancos y las cárceles, el de las púas y los pinchos y el de los sermones monocordes de las armas y del crimen, al servicio de las élites.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de las Autodefensas, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y Peña Nieto.