Isabel contra Emilio

viernes, 20 de noviembre de 2015 · 08:54
MÉXICO, DF (Proceso).- Durante varias semanas, Isabel Miranda de Wallace y otros comentaristas atacaron a Emilio Álvarez Icaza. Aparto las inquinas personales tras la embestida para reflexionar acerca de lo que pasa en el ámbito de los derechos humanos, el baluarte de civilidad por excelencia. Todo inició con una entrevista publicada en Proceso el 19 de septiembre. Poco antes de la llegada a México de los consejeros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), José Gil entrevistó a su secretario ejecutivo. En esa ocasión, Álvarez Icaza sembró dos tesis: México padece una “crisis de derechos humanos” y las “instituciones han estado muy por debajo del desafío”. Sus palabras despertaron críticas iracundas. Carlos Alazraki lo calificó de tipo “nefasto y amargado”; Ricardo Alemán de mentiroso, e Isabel Miranda de Wallace de corrupto. Me centro en ella porque en su trayectoria ha recibido censuras y reconocimientos (en 2010, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, CNDH, le otorgó el Premio Nacional de Derechos Humanos). La señora de Wallace criticó a Álvarez Icaza por: 1) violar la prohibición impuesta por la OEA (Organización de Estados Americanos) a su personal para opinar acerca de asuntos de su país de origen; 2) incurrir en conflictos de interés por su relación con personas e instituciones que llevan casos ante la CIDH, y 3) por sus torvos motivos: según la señora Miranda de Wallace, Álvarez Icaza busca “un cargo político” para “regresar[se] a México”. Con esa base, lo acusó de “corrupción”. La primera condena tiene sustento, pero las otras acusaciones son infamias indignas de quien ha izado la bandera de los derechos humanos. Miranda de Wallace evade lo fundamental: ¿Hay una crisis generalizada de derechos humanos? ¿Han estado las instituciones a la altura? Respondo con antecedentes. Durante décadas, el gobierno mexicano fue alcahueteado por los poderosos del mundo, quienes se callaban o lo alababan. Por ejemplo, en 2012 el embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, felicitó “al gobierno mexicano” por sus progresos en la “defensa de los derechos humanos” (El Universal, 10 de diciembre de 2012). La complacencia se diluyó a partir de abril de 2014, cuando Christof Heyns, “relator especial de las Naciones Unidas sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias”, sostuvo que “el derecho a la vida esta[ba] seriamente amenazado en México”. Estas ideas han seguido repitiéndose en los informes de los relatores y las misiones que llegan en tropel a nuestro país. En suma, Álvarez Icaza sólo reiteró el consenso internacional. Por su parte, el gobierno de Peña Nieto se siente maltratado por las críticas que llegan de fuera. Acepta que hay problemas, pero rechaza lo de “generalizados”. Traslada la responsabilidad a otros, y responsabiliza a Vicente Fox y a Felipe Calderón por abrir el país al escrutinio de extranjeros de inconfesables agendas. Como tampoco pueden encerrarse tras una cortina de hierro, el gobierno y sus aliados canalizan su ira contra aquellos mexicanos que interactúan con la comunidad internacional. Ignoro si la señora Miranda de Wallace recibió sugerencias de alguna dependencia para lanzarse contra Álvarez Icaza, pero su agresividad seguramente despertó sonrisas de satisfacción en muchos funcionarios. Mi análisis me lleva a la perversión y polarización que padece el movimiento de derechos humanos. Hace décadas, el Estado aplastaba sin misericordia a sus opositores, y los afectados reaccionaron creando un movimiento mexicano de derechos humanos que brincó del anonimato al protagonismo cuando México quiso abrirse al mundo. La comunidad internacional le exigió al Estado mexicano que atendiera la problemática en ese terreno. El Estado respondió con la aprobación de leyes y la creación de la burocracia de derechos humanos más grande y rica ¡del mundo! Sólo en 2014 –establece Reforma como la principal noticia del 8 de noviembre–, la CNDH y las comisiones en las 32 entidades gastaron 3 mil millones de pesos. El presupuesto de la CIDH para ese año fue de 176 millones de pesos, mientras que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) sólo necesitó 17 millones para elaborar un informe sobre Iguala que cimbró a las instituciones. La disparidad en riqueza y eficacia es la señal de que los organismos públicos de derechos humanos padecen una crisis estructural. Hay excepciones, pero el patrón han sido instituciones mediocres y carentes de compromiso que encubren su blandura “maiceando” a periodistas y organismos civiles que forman los coros celebratorios de actos tan pomposos como vacíos de contenido. Se olvidaron de los desaparecidos, ejecutados y torturados, y ahora se enojan con quienes siempre han puesto a las víctimas en el centro de su trabajo. En esta categoría se encuentran Emilio Álvarez Icaza y Elena Azaola; Juan Carlos Gutiérrez y Pilar Noriega, así como un listado grandísimo de defensores. Es claro que México tiene dos movimientos de derechos humanos: el oficialista y el crítico. Ambos están fragmentados, se ven con desconfianza entre sí y se lanzan gruñidos y zarpazos. Actitudes que van en detrimento de los millones de víctimas a la espera de verdad y justicia. La hostilidad acumulada dificulta el entendimiento, y se requieren mediaciones institucionales que construyan puentes sobre asuntos muy concretos. La candidata natural es la CNDH que, sin embargo, está concentrada en salir del marasmo en donde la dejaron José Luis Soberanes y Raúl Plascencia. Su segundo informe acerca de la tragedia de Iguala será un barómetro de la condición en que se encuentra. Las universidades y centros de investigación y docencia son candidatos idóneos para crear espacios de encuentro de las diversas corrientes. El entendimiento, aunque difícil, será posible si las diferencias se someten a las necesidades de las víctimas. De avanzarse en esa dirección, el movimiento de derechos humanos entraría en una nueva y mejor etapa. La actual emergencia humanitaria la justifica. Comentarios: www.sergioaguayo.org Colaboró Maura Álvarez Roldán.

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