Volar, Volare, Volaris

jueves, 17 de diciembre de 2015 · 11:00
MÉXICO, DF (Proceso).- El martes 8 el viajero de un vuelo de la Ciudad de México a Cancún gritó: “¡Hay una bomba en este avión!”; abrió una puerta y “desplegó –dice la prensa– un tobogán”. Alguien le tomó una foto: bailaba sobre el ala derecha del aerobús 714 de Volaris a las 8:00 de la mañana. Del episodio nos surgen varias preguntas. La primera, por supuesto, es: Si no se pueden ni estirar las piernas en esos aviones, ¿dónde cupo la bomba? La otra es: ¿Cómo supo un pasajero “desplegar un tobogán”? En mi vida he puesto atención a las indicaciones de las azafatas –ojeada vagamente lujuriosa siempre destinada a la decepción– y no tengo nociones siquiera intuitivas de cómo es que un armatoste metálico se levanta del piso. Para mí, la palabra “despresurización” es el momento en que pasa el carrito de las bebidas y me pido un whisky. Mientras las reglas de seguridad me son ofrecidas rebusco entre las revistas en la redecita del asiento de adelante, echo una mirada melancólica a las grises pistas y a los tristes hombrecitos de amarillo con palitos de bastonera, y casi siempre termino por cerrar los ojos sin pensar en cómo se despliega un tobogán. Pero el hombre del martes pasado lo hizo y terminó bailando –supongo– en celebración de sus saberes en aeromecánica. Algunos de los testimonios de sus compañeros de avión dicen que estaba drogado o borracho, pero si consideramos que, en esos estados, la mayoría de la gente no puede ni hacerse una torta, el asunto tiene mérito. Traigo a colación este episodio porque parece que, últimamente, los vuelos se han llenado de emociones extremas. Una de ellas ocurrió apenas una semana antes en un vuelo a Los Ángeles: Gustavo Díaz Ordaz, nieto del presidente de la matanza de estudiantes el 2 de octubre de 1968, apareció en un video apisonado por unas azafatas –uno era un varón, pero no hay masculino de esa palabra– mientras intentaba librarse, sacudiéndose, engarrotando las manos, tratando sin éxito de liberar una patada. Los testimonios de los otros viajeros dicen que Gustavo III amenazó al aire con una funesta premonición: –Tú no sabes con quién te estás metiendo, cabrón. Soy íntimo amigo del gobernador del Estado de México. Sí, putito: del próximo Presidente de México. Pensamos que quizás una mención de su abuelo habría aterrorizado más a sus supuestos oyentes, pero la justicia poética provino de mis cursivas y de la voz popeante del piloto: –Les pido una disculpa. No puedo desembarcar porque tengo a un pasajero insubordinado. Y de una mujer policía angelina a la que sólo le vemos la espalda: –Cálmese, señor, o ¿quiere ir a la cárcel? El nieto del Presidente Asesino acusado de insubordinación y amenazado con prisión: eso es a lo que llamo sano humorismo. No sabemos por qué el pariente tuvo la necesidad de comenzar una campaña electoral dentro de un avión, pero la imagen me llenó de esperanzas, no en las comisiones sobre crímenes del pasado, sino para mi próximo vuelo. Nuestra forma de volar ha cambiado mucho. Antes –alcanzo a recordar entre whiskeys de carrito– era un placer, una expectación, una alegría por dejar atrás y una aventura por sentir. Desde el 11-S es enfadoso: ponerte calcetines decentes –sin agujeros visibles– en caso de que te quiten los zapatos, sudar cuando hay que pasar por el detector, caminar a tu sala de espera casi agradecido de no ser detenido por llevar un desodorante que excede el tamaño permitido. Incluso hay un aparador con los objetos confiscados por los valientes agentes del detector: un descorchador, dos champús anticaspa “Tío Nacho” y un molcajete. Desde el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York emergen pensamientos circulares, obsesivos: Cuando me descuidé, ¿alguien habrá colado­ una bolsa de heroína pura en mi sucia maleta? Este es la pesadilla llamada “Expresso Doble de Medianoche”. O: Los perros antidrogas, ¿reaccionan igual a una noche de Jack Daniel’s? Éste es el delirio conocido como “Cujo Crudo”. Y uno más: El de al lado, el del bigote de mariachi, ¿es un sirio-iraquí-afgano o es sólo un burócrata de la procuraduría que vive en Villa Coapa? ¿Qué trae en la mano: el Corán o un expediente fabricado? A ese pánico se le denomina “No sé qué es peor”. Desde la quiebra de Mexicana de Aviación, además del eterno plantón de sus trabajadores ya camuflados con el mural de O’Gorman en el DF, hemos visto surgir y caer aerolíneas patito. Las he experimentado todas, desde la que te cobra 60 dólares porque no traes impreso tu pase de abordar hasta la que “se le olvidó” anunciar la sala de tu salida en los monitores y, para no perder tu vuelo, acabas corriendo por una pista mojada de la mano de un sospechosamente excitado controlador. Una vez adentro del avión no existe reposo para el alma atormentada. Siempre viste a una o dos guapas en la fila y te toca junto al gordo. O junto a unos niños maleducados que te patean el asiento desde atrás y, además, la mamá tiene catarro y ha perdido cualquier noción de convivencia a la hora de desahogar un estornudo salpicante. O al lado del tipo con el récord de Guinness a la vejiga más pequeña: se levanta al baño cada vez que decides que podrías dormir un poco. Te repiten algo ininteligible: “Se les recuerda que este es un vuelo de no fumar” –como si existieran de los otros–, y los primeros segundos del despegue estás seguro de que el piloto se está preguntando dentro de la cabina: –¿Dónde diablos estará el clutch? Las películas no ayudan a tranquilizarte: presentan como estreno Mi pie izquierdo o te recetan un documental sobre la iglesia de San Pedro Tenalgueo. Tienen capítulos de series dobladas al español por Celia Cruz y, como opción, un videoclip tan viejo que Michael Jackson todavía es negro. Llega la comida y lo que debería sonar a manjares –“¿pasta o pollo?”– sabes que es, en la degustación, “periódico o cartón”. (En las aerolíneas patito esto se convierte en barra de granola o pizzerolas, ambas con una caducidad que data de la posguerra.) Y, encima, la azafata te tuerce la boca después de que pides el segundo whisky. Como sea, los nuevos viajeros post-11-S llegamos al destino tras un aterrizaje con eslalom, olor a quemado de las llantas, y un piloto que balbucea con dislalia: “Spero-haya-disfrutao-su-vuel”. La gente aplaude, no por la pericia lingüística del piloto, sino por haber llegado con vida. Hago este breve recuento del horror de volar porque, a pesar de los anuncios de bomba o de candidaturas presidenciales, quizá todavía no hemos visto nada. Junto a los incidentes de las semanas anteriores tuvimos también discusiones sesudas sobre dónde poner más aeropuertos. Algunos de estos planes implican despojar de sus tierras a ejidatarios, desarrollar lo que el presidente llama en lengua vernácula la “infrestruktur”, que no es otra cosa que una obra que tarda en hacerse tres años más de lo planeado, con un presupuesto que se excede en 200% y que, en la inauguración, se inunda. No sé si peco de pesimista pero, desde hace ya varios años, lo único que me gusta de viajar es el momento en que ya he regresado.

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