Seguir hablando de los 43

martes, 29 de diciembre de 2015 · 13:07
Mordemos la sombra Y en la sombra Aparecen los muertos Como luces y frutos Como vasos de sangre Como piedras de abismo David Huerta MÉXICO, DF (Proceso).- Al cerrar este año debemos hablar de lo que nadie quiere hablar ya. Hablar contra el silencio, contra la hipocresía, contra las mentiras. Compartir como lo hace Sergio González Rodríguez en su libro Los 43 de Iguala, la certeza de que lo perverso ha devorado el bien común en nuestro país. He allí la terquedad de los hechos. El color gris que se extiende sobre lo que era un espectro cromático. Las cenizas de los muertos. Fotografías, documentos, informes, transcripciones jurídicas. Testimonios, grabaciones, videos de lo que ocurrió aquella noche en Ayotzinapa. El retrato fiel del México que nos negamos a enfrentar: la normalidad de lo atroz en medio de la política formal. La barbarie envilecida al amparo del formalismo institucional. Los tiempos sombríos de abusos e injusticias. Y en nuestro país la atrocidad sucede como si nada aconteciera. Con la muerte de tantos –no sólo de los 43– se tritura el estatuto humano. Por ello el imperativo de no callar, de caer en la amnesia o el desdén. Dice González Rodríguez y con razón: “gritar es poder, al igual que sobrevivir es hacerse presente”. Gritar que el Estado tiene responsabilidad política y judicial en la masacre de Iguala. Gritar que rechazamos por inconsistente e incompleta la investigación oficial al respecto. Para así recobrar la lucidez ante el error consentido. Para así ejercer la libertad de transformar lo aciago. Lo indecible. Cuarenta y tres estudiantes a los cuales la policía les disparó. Cuarenta y tres estudiantes golpeados, perseguidos, desaparecidos, posiblemente quemados. Autoridades federales –incluyendo la policía y el Ejército– que “se negaron a intervenir” aunque como lo ha revelado el reporte del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de Ayotzinapa, estuvieron presentes o dieron órdenes o fueron omisas. Omisas desde hace décadas con una normal en donde las frases reiteradas –voces dulces y broncas a la vez– se expresan en tono de proclama, convicción, denuncia. “Queremos un gobierno justo”. “Estamos decepcionados con el gobierno”. “Tenemos bastante rabia”. “Extrañamos mucho a nuestros compañeros”. “Los funcionarios no se preocupan por nosotros”. “Exigimos justicia, no olvido”. “Fue el Estado”. Voces que surgen del segundo territorio de la República con mayor índice de pobreza. Donde 71 por ciento de la población está por debajo de la línea del bienestar, definida por el propio gobierno mexicano. Un foco de agravio, advertido desde hace tiempo. Un lugar olvidado o por el júbilo reformista, debajo del cual subyace un severo deterioro social e institucional. Pero quienes señalaban lo que estaba ocurriendo en el sur de México eran tachados de aguafiestas, resentidos, amargados, activistas, radicales. Mientras el juvenicidio crecía, condenando a 16 millones de muchachos a algo peor que la escasez de futuro. La mitad de todos ellos viven en la pobreza. Padecen la discriminación diaria, la agresión incesante, algún tipo de violencia o maltrato. Enfrentan la disyuntiva diaria de la legalidad o la ilegalidad, la supervivencia o la autodestrucción, la inercia o la rebelión. Y en Guerrero la insurrección contra el orden instituido ha sido un acto de fe, constante. Las movilizaciones se nutren de la exasperación creciente, cíclica ante gobierno tras gobierno que sólo parece voltear a ver a la región para enviar al Ejército allí. Y ante la corrupción e ineficacia del Estado los estudiantes han ido radicalizándose, no siempre para bien, como cuando en 2011 el enfrentamiento con la policía llevó a la muerte de dos de ellos, junto con la de un empleado de una gasolinera. En nombre de la “cooperación con la causa” los estudiantes de Ayotzinapa acostumbran impedir el libre tránsito de automóviles y gente. Se apropian de ve­hículos, mercancías y productos. Privan de la libertad a personas. Exigen donaciones en especie mediante amenazas o violencia. Causan actos en propiedad ajena y realizan actos de vandalismo. La impunidad persiste también entre los inconformes con el orden social. Todo eso es cierto, y aun así no merecían el destino –aún rodeado de incógnitas– que padecieron. Su desaparición está directamente vinculada con los abusos de las fuerzas del orden contra los derechos humanos en Guerrero desde hace años. Guerrero como tantos otros estados, sitio de detenciones ilegales y golpizas y torturas y violaciones y desapariciones forzadas. Sitio de encono incesante. Matar a personas o desaparecerlas se ha vuelto una costumbre. En 2013 Guerrero concentraba los cinco municipios más violentos del país. Personas que pasaron a formar listados de datos o gráficas o cuadros, y en la oscuridad de las cifras, el resplandor de cada víctima. La barbarie de Iguala fermentó mucho antes de la noche de los 43. Un lugar que registró –también en 2013– una tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes 210% superior a la nacional. Un lugar donde el gobierno para y con los ciudadanos no existía. Un lugar que se convirtió en un punto estratégico para la producción y tráfico de heroína, con la complicidad de la autoridad. Allí, el ascenso del imperio del crimen. Allí, un lugar barbárico del cual Enrique Peña Nieto no se atrevió a hablar hasta 11 días después de la de­saparición de los 43. Y mientras van y vienen las investigaciones, los informes y los contrainformes, las “verdades históricas” y las mentiras que contienen, lo que Sergio González Rodríguez nos recuerda es la tarea de seguir hablando. No permitir que la matanza de Iguala desaparezca de la memoria. No permitir que la palabra se oscurezca y se extinga en lo impío de la autoridad que preferiría eso. No permitir que las autoridades minimicen o soslayen los hechos o argumentar que se trata de casos aislados. No permitir que la ciudadanía sea ajena a la causa de los padres sin hijos que es la de todos. Rechazar el país en el cual nos hemos convertido, de balas y esquirlas y gritos y pavor y cadáveres verdes y huesos opacos. Iguala proviene de la palabra náhuatl yohualcehuatl, que quiere decir “donde se sosiega la noche”. Pues llega la penumbra e Iguala no encuentra sosiego. Llega la noche y México no encuentra paz. Habrá que buscarla resistiendo la impunidad, exigiendo mejoras auténticas, demandando colectivamente que la desaparición de los 43 se vuelva un punto de inflexión y no sólo una anécdota más. Para que aquellos a quienes se les arrebató la esperanza sean quienes nos la devuelvan.

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