Mercaderes contra censores

viernes, 24 de abril de 2015 · 15:06

MÉXICO, D.F. (Proceso).- El panorama electoral es desolador. Los partidos políticos mexicanos denigran a la democracia convirtiéndola en un mercado de productos chatarra ofrecidos a través de spots en los que unos y otros institutos exhiben la podredumbre que los invade a todos ellos. Ante esa situación, el Instituto Nacional Electoral (INE) ha adoptado el triste papel de censor, cediendo a las presiones de Televisa, el Partido Revolucionario Institucional y la Presidencia de la República. En consecuencia, la frustración ciudadana crece.

No resulta extraño que 80% de los ciudadanos desconfíe de los partidos, de acuerdo con una investigación realizada por el propio INE y El Colegio de México llamada Estrategia nacional de educación cívica para el desarrollo de la cultura política democrática en México (ENEC) 2011-2015. El estudio muestra que la confianza en la autoridad electoral también es muy baja (36%). Ello coincide con los resultados del Latinobarómetro 2013, que ubica a México como el país más insatisfecho con el funcionamiento de su democracia en toda Iberoamérica: sólo 21% de los mexicanos se muestra conforme con su desempeño.

Los partidos políticos se han convertido en mercaderes de la democracia. No tienen ideas, principios, ni propuestas; su única guía es la mercadotecnia. No sólo han suprimido el sustento ético y normativo propio de la democracia, sino que se han convertido en un obstáculo para la formación de un gobierno representativo y responsable, eficaz y honesto. Se antojaría lanzarlos a todos de la contienda como lo hizo Jesús con los mercaderes del templo, pero sabemos que los partidos políticos son un elemento indispensable para la democracia representativa, aunque los que tenemos en México sean un mal necesario investido de impunidad. Diego Valadés los llama, con razón, los dueños de la democracia.

Por su parte, el IFE-INE, así como el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se someten a la presión de los partidos –en especial del PRI y de su deleznable aliado, el Partido Verde–, de la Presidencia y de los poderes fácticos. El proceso electoral de 2012 es muestra palpable de ello, ratificado por la reciente sentencia del TEPJF sobre el caso Monex. A esos ejemplos se agrega la censura ordenada desde la Oficina de la Presidencia de la República de un spot que criticaba el gasto estratosférico del viaje del presidente Peña Nieto al Reino Unido, porque supuestamente se hizo acompañar de un séquito de más de 200 personas. Por cierto, ¿no es extraño que no haya habido ningún promocional, de ningún partido político, sobre la Casa Blanca?

Aunque algunos todavía lo duden o lo desdeñen, desde el retorno del PRI al poder y a pesar de las reformas electorales, existen múltiples evidencias de un intento de regresión autoritaria. Estamos ante el resurgimiento de un presidencialismo, no autocrático como lo fue el de antaño, pero sí capaz de cooptar a los partidos de oposición, de imponer ministros de la Corte, de coludirse con los concesionarios de la televisión abierta, de domesticar al resto de los medios de comunicación y, si es necesario, de hostigar y silenciar a quien ose salirse de los límites de una libertad de expresión pactada, como ocurrió con Carmen Aristegui.

Lo paradójico y decepcionante del sistema mexicano es que la irresponsabilidad, medianía y deshonestidad de la casta política minimiza o anula los innegables avances democráticos ocurridos en el país desde la reforma de 1977: La existencia de un órgano electoral ciudadano con autonomía constitucional y de una nueva legislación reglamentaria que han permitido la realización de comicios competidos entre una pluralidad de opciones partidarias, amplia participación ciudadana en un clima de paz, resultados electorales preliminares, un tribunal electoral y una fiscalía encargados de resolver las controversias y los delitos electorales, la creación de una institución para garantizar la transparencia y el acceso a la información, así como una mayor –aunque controlada– libertad de expresión.

Al pasar del nivel institucional y jurídico al operativo se confirma la abismal distancia prevaleciente entre el país legal y el país real. La existencia de una legislación electoral renovada –en general, bien concebida– no garantiza que dichas leyes se cumplan y menos aún que se sancione a los infractores. Aunque siempre perfectible, la estructura institucional es adecuada y ha costado mucho esfuerzo construirla. Los que fallan y delinquen impunemente son quienes sólo buscan lucrar con el poder y los recursos otorgados por el erario para el desarrollo de la democracia. Es necesario frenar la impunidad electoral, cuyos beneficiarios son los partidos políticos y sus representantes en el Congreso.

En el contexto internacional, el régimen político de México es considerado “parcialmente libre” (Freedom House 2014), “democracia defectuosa” (The Economist Democracy Index 2013) o bien como “Estado neopatrimonialista” (Fukuyama, Political Order and Political Decay, 2014). Ello revela la persistencia de características propias del autoritarismo, tales como: 1. Cultura política pre-democrática con propensión a burlar la legalidad. 2. Deficiente estado de derecho con altos índices de corrupción e impunidad. 3. Vigencia del patrimonialismo, representado por el presunto conflicto de interés en la compra de la Casa Blanca, cuyo modus operandi parece haberse repetido en la Secretaría de Gobernación. La sociedad tiene derecho a conocer la verdad sobre esos casos. 4. Pactos con concesionarios y dueños de medios de comunicación con fines de control informativo. 5. Fustigar a mensajeros de malas noticias, trátese de periodistas o del relator de la ONU sobre la tortura. 6. Existencia de un mercado negro de publicidad electoral impune. 7. Cooptación de diputados y senadores de la oposición. 8. Capacidad del crimen organizado para infiltrarse en los procesos electorales y de cooptar a las autoridades en los tres niveles de gobierno.

El desencanto generalizado con los resultados de la democracia exige la construcción de una ciudadanía organizada que denuncie abusos y desvíos, llame a cuentas a sus gobernantes y se convierta en un contrapeso del Estado (ENEC). Para ello es indispensable el respeto a la libertad de expresión, sin control ni castigos ocultos. La consolidación de la maltrecha democracia mexicana no admite complacencias ni simulaciones.

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