La herencia

martes, 5 de enero de 2016 · 10:57
MÉXICO, DF (Proceso).- El 1 de diciembre último, la Universidad de Guadalajara rindió homenaje a Julio Scherer García. En ese acto, Rafael Rodríguez Castañeda, director de Proceso, expuso una dicotomía reveladora de lo que significó su amistad con el fundador de este semanario y el legado periodístico que nos deja en un México roto y violentado. He aquí su discurso: Al pensar en un homenaje a Julio Scherer García, se me plantea un dilema: evocar la profunda amistad que nos unió o subrayar el significado de su obra periodística y literaria. Para cumplir con mi doble responsabilidad, como su amigo y como director de la revista Proceso, voy a explorar ambos caminos. Recuerdo a mi propio Julio Scherer; al que conocí en su época de director de Excélsior y con el que establecí una relación que fue creciendo como se asciende a una cumbre escabrosa: al borde del abismo, subiendo y bajando hondonadas, deteniéndose para recuperar la respiración, escalando formaciones rocosas, sufriendo el pinchazo de arbustos espinosos, sudoroso el cuerpo por el cansancio y por la emoción, recibiendo los ardientes rayos del sol de las alturas o el golpe brutal del viento helado… Con la certeza de que, ya en la cúspide de la montaña o en la cima de la amistad, los incidentes y accidentes se vuelven anécdotas y, orgulloso de la conquista, uno puede ver con claridad el horizonte. Me desempeñé como jefe de redacción de Proceso durante 18 años, lapso de trabajo compartido con él de la mañana a la tarde y de la tarde a la noche… –¿Lo molesto unos minutos, don Rafael? –me convocaba, clavada su mirada en la mía. …Y los minutos se volvían horas de conversación intensa sobre los asuntos del día o las investigaciones periodísticas en marcha, de lecciones de moral y técnica reporteril, de vislumbres del futuro de Proceso, de humanismo y filosofía, entreveradas lecturas de Tolstoi y Dostoyevski, discusiones sobre la fe y el ateísmo, la muerte y el más allá. Las horas eran días que se convirtieron en semanas, meses y años de cercanía. Sin premeditación, la vida nos fue uniendo y nos fue ungiendo en una amistad incondicional. La amistad, religión sin ritos, la calificaba don Julio. Me escribió alguna vez: “El trabajo me hizo su amigo y la amistad me hizo su hermano”. Ya retirado de la dirección de Proceso, lo que era cotidiano se volvió esporádico pero igualmente profundo. Venía a la redacción a saludar a los reporteros, sus siempre queridos reporteros, y a entablar largos diálogos conmigo. En ocasiones, me entregaba textos breves, escritos con letra de receta médica en tarjetas o cuartillas blancas, regularmente con la leyenda de confidencial. Un simple “Julio” era la firma. En ellos, exponía momentos personales dramáticos, reflexiones agudas, autorretratos fulgurantes. Por ejemplo, éste: “¿Por qué me comporto de una peculiar manera con los demás? Hay un propósito permanente de provocación. Por supuesto. Ahí está mi ser periodístico. Pero no me agoto ni me consumo en la vocación de lo que ha sido mi vida. “Hay más, mucho más. “Me gustan las personas, vivo el encantamiento de los seres humanos. “Octogenario, casi, vivo tranquilo, en paz. No tengo remordimientos que me doblen. “La espontaneidad de estas líneas corre pareja con la sinceridad que las anima.” Tengo mensajes que evocan tiempos pesarosos, de sus primeros años al frente de Proceso después del golpe del gobierno de Luis Echeverría contra Excélsior. Dice uno de ellos: “Fui director en las más amargas circunstancias. Me llamaron traidor, me condenaron al fracaso. “Me sostuvo el amor propio, el más universal y preciado de los amores, dicen.” Dedicado en sus últimos años a los libros, en lo que puede definirse como su etapa de literatura periodística, era obsesivo en el rigor que aplicó siempre en su trabajo y en el ejercicio de la amistad. Un día me escribió: “Vivo en la inseguridad permanente. Así moriré. “Saber, sentir al menos, que voy por buen camino en el trabajo, nace de las opiniones de las personas a las que respeto. Usted ya sabe: son las que a uno le dicen pendejo, torpe, tómate un respiro, vas mal. Usted es uno de ellos. “Me urge que lea usted las cuartillas que hago poner en sus manos. Léalas de inmediato, le ruego. Avíseme hoy mismo. “Los deberes de la amistad son de ida y vuelta. Le corresponde, porque sí, tomar hoy la iniciativa. “Lo abrazo, y me repito: sin la amistad, ¿qué?” Gustaba de repetir una frase bíblica que le había inoculado Enrique Maza, jesuita cofundador de Proceso, su primo y confidente: “Un amigo fiel no tiene precio”. Todo esto pudiera ser anecdótico, pero creo que no lo es. Aun las minucias, don Julio las vivía intensamente. Lo que decía, y por supuesto, lo que ponía por escrito, estaba perfectamente pensado, incluso en la improvisación. Despreciaba la risa fácil y, todavía más, la frivolidad. Consciente de la magnitud de su obra, conservaba sin embargo un natural sentido del humor; se mantenía lejos del chiste barato, pero estaba siempre dispuesto a dar y darse alegría. Con frecuencia repetía: Pocas cosas descomponen tanto la vida como el mal humor… ? ? ? El hombre es un habitante del tiempo. Es el protagonista inevitable de las horas y los días. Por ello, de manera natural, le pertenecen las tres dimensiones del lenguaje y la escritura: la memoria, la conciencia y la esperanza o, dicho de otra manera: a las personas les corresponde el derecho a la historia, el de ejercer libremente su conciencia y la aspiración de un mejor destino en libertad. Julio Scherer García estaba situado en el centro del tiempo. Su comprensión de las ideas y las palabras y su convicción personal del ser periodista le permitían ir a buscar la realidad de lo pasado con una fina percepción de la historia. Así lo entendió, joven aún, cuando decidió entrevistar para Excélsior, en 1961, al general Roberto Cruz, quien fue el autor y responsable de la muerte del sacerdote Miguel Agustín Pro en pleno callismo. El reportaje es una historia de sobrevivientes. Las imágenes se suceden vívidas porque el lenguaje es claro. El pasado llega a sus lectores con un impecable estilo literario. Podemos asomarnos a él en la versión que el propio Scherer preparó para el libro El indio que mató al padre Pro. Periodista de pensamiento y acción, conocía y criticaba los hechos diarios: el presente estaba en su sangre misma. Y sabía que en el periodismo no hay profetas porque siempre debe estarse a la espera de lo que sucederá mañana; aun así el periodista tiene una responsabilidad con el mañana que equivale a decir la esperanza, como lo demostró con su vida de periodista Julio Scherer García. La realidad, el periodista y los lectores son los primeros componentes de una complicada estructura que está cimentada en las libertades de conciencia y expresión. De aquí el primer compromiso con la veracidad y la claridad del lenguaje para comunicar y con ello evitar el fracaso o la falsedad, porque no se vale la ambigüedad. En este sentido, Julio Scherer nos enseñó que en el periodismo no se puede correr sin riesgos el peligro de la arrogancia. El periodista y el periodismo no deben colaborar en la construcción de cercos legales que acaban por suspender, deteriorar o aniquilar su misión profesional. En México y en el extranjero se habla con entusiasmo de las garantías implícitas en el derecho a la libertad informativa: acceso a los documentos públicos, secreto profesional, cláusula de conciencia, autoría intelectual y réplica. Julio Scherer no predicó en contra del peligro que representa confiar al legislador los derechos del periodista. Aportó, en cambio, la experiencia para hacer evidente que la suerte del periodismo no debe estar en los designios del gobierno, sino en la inteligencia, las emociones y los valores de la sociedad. En el crepúsculo de su vida, Scherer García decidió, una vez más, cruzar la línea que une y separa lo lícito de lo ilícito. Este tránsito es un derecho conferido expresamente al periodista. Según nos contó, atendió el llamado y acudió para internarse en la tierra de nadie y encontrar al Mayo Zambada, personaje señalado como una de las figuras más destacadas de la insurrección del crimen en el país. En el mes de abril de 2010, Proceso publicó el reportaje. Los creyentes de las garantías legales encomiaron el respeto serio y consistente que el reportero Julio Scherer mostraba para su reserva profesional: la discreción es un derecho frente al Estado y un deber ante la fuente que origina la información. No percibieron nada más. En otros frentes, los reproches vinieron de los agentes gubernamentales y de algunos locutores que solamente pueden leer trabajos ajenos. Lo que Julio Scherer demostró en este caso fue que el periodista es el titular de derechos que encuentran su fundamento en las normas de cultura que la sociedad reconoce y postula como elemento integrante del orden jurídico general, de mayor valor que las garantías surgidas de la voluntad del legislador. Este derecho le permite al periodista cruzar el plano fronterizo entre el bien y el mal, lo lícito y lo ilícito, para buscar y obtener la información del rebelde, del dictador, de los criminales, de los hombres y mujeres privados de su libertad, sin tomar partido ni fracasar. Solamente los regímenes autoritarios impiden hablar con los cautivos o reprochan que se conozca la versión del perseguido o del delincuente presuntamente peligroso o nocivo. Julio Scherer ejerció ese derecho a plenitud, y para muestra abundante ahí están sus entrevistas y reportajes realizados en las cárceles de alta seguridad. Julio Scherer lo dejó en claro: el periodista no es el enemigo del Estado. El Estado autoritario lo vuelve su enemigo. El pensamiento de Julio Scherer, incorporado en su literatura y periodismo, no ha sido legado para conservarlo en los estantes de las bibliotecas o en los archivos de las hemerotecas. El periodismo de Scherer tiene una responsabilidad con el futuro y él lo comprendió muy bien. Hay en sus ideas advertencias y acciones que deben permanecer y permanecerán porque el lenguaje y la modernidad periodística han perdido su valor testimonial para transformarse, como él lo anunció, en un mecanismo de control del poder público. Sus inquietudes, advertencias y señalamientos mostraron siempre a los hombres del poder y a los políticos como son, para señalarles cómo deben ser en realidad si es que han entendido la historia y la esperanza de los mexicanos. La sociedad que se avizora acarreará tiempos difíciles. El periodismo tendrá en consecuencia responsabilidades mayores que le obligarán a abandonar la complacencia, la complicidad y los temores. Esta es la enseñanza de Julio Scherer para el futuro… ? ? ? Dentro de poco más de un mes se cumple un año de la muerte de Julio Scherer García. Y pasado mañana es el primer aniversario de la muerte de Vicente Leñero, su amigo y colega entrañable en Proceso. Ante ambas ausencias, se me revela el cabal sentido de este párrafo de Antoine de Saint-Exupéry: “Poco a poco descubrimos que la risa clara de aquel compañero ya nunca la escucharemos, descubrimos que ese jardín nos está vedado para siempre. Entonces comienza nuestro duelo verdadero, que no es desgarrador, sino bastante amargo.” Y es que, continúa el autor de El Principito, “nada podrá remplazar, realmente, al compañero perdido. No es posible crear viejos compañeros. Nada vale tanto como el tesoro de tantos recuerdos comunes, de tantas malas horas vividas juntos, de tantas riñas, reconciliaciones, impulsos del corazón. Aquellas amistades no se reconstruyen. Si se planta un encino, será vano esperar cobijarse en seguida bajo su follaje”. Esa es la vida. Poco a poco los compañeros se van yendo y a nuestro duelo se une, todavía siguiendo la prosa de Saint-Exupéry, la pena secreta de envejecer… Y no obstante, puedo decir hoy que Julio Scherer nos dejó físicamente, pero parte de su legado fue plantar un encino llamado Proceso cuyo tupido follaje ha ofrecido y continúa ofreciendo cobijo a nuevas generaciones de periodistas que ejercen la libertad crítica y que, sin concesión alguna, someten a implacable juicio semanario a los poderes establecidos.

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