El tiempo de la debilidad

sábado, 1 de octubre de 2016 · 16:29
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La tradición política de Occidente se ha fundado sobre dos realidades que corren paralelas: la legalidad y la legitimidad (el poder temporal y el poder espiritual, el derecho y la justicia, la potestas y la auctoritas). La legalidad es la ley que, cuando no es obedecida, recurre a la fuerza. La legitimidad, por el contrario, es aquello que pertenece al orden de la ética, al orden de lo que es justo en sí y no necesita de la fuerza para ser obedecido, es la cualidad sustancial de la ley. Cuando una quiere reinar sobre la otra, la anomia se instala en el cuerpo social con resultados catastróficos. La legitimidad es, en la medida en que no requiere de la fuerza, débil. Pensemos para ejemplificarlo en el Imperio Inglés y Gandhi. El imperio tenía la ley y obligaba a la India a obedecer sin legitimidad alguna. Gandhi, por el contrario, carecía de poder, es decir, de legalidad, pero tenía la legitimidad de su lado. El divorcio entre una y otra generó el estado de anomia de las luchas por la independencia de la India que concluyeron con la salida del imperio y el restablecimiento de la legalidad (detentada por Nehru) y la legitimidad (detentada por Gandhi). México desde hace mucho perdió su legitimidad. Reducida esta última al momento electoral, los gobiernos han querido gobernar, amparados por la fuerza, con reglas y procedimientos jurídicamente prefijados. La consecuencia, como sabemos y vivimos cada día, ha sido la injusticia y la anomia. Los gobiernos, sometidos al interés del dinero, han hecho de la legalidad y la fuerza un instrumento que se usa para sostener la corrupción, el crimen, la hipoteca de los territorios del país a intereses industriales depredadores, la criminalización de la protesta y la negación sistemática de su legitimidad. Un ejemplo de ello es el gobierno de Graco Ramírez, en Morelos. A pesar de que llegó al poder legítimamente, el uso abusivo que ha hecho de la legalidad ha mermado su legitimidad hasta hacerla desaparecer de su gobierno. Con esa legalidad sin sustancia ha creado fosas clandestinas como las de Tetelcingo y Jojutla, ha ocultado la violencia que sufre el estado, ha intentado destruir a la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) por defender derechos humanos, ha arrasado los territorios de los pueblos entregándoselos a empresas mineras y a megaproyectos inviables, ha colocado a su familia en instituciones claves y ha llevado a Morelos a un grave estado de ingobernabilidad, de miseria, de represión y descalificación de cualquier protesta y propuesta. Pese a ello, pese a la creación del Frente Amplio Morelense (FAM), que aglutina el descontento ciudadano y busca la salida del gobernador y la necesidad de crear un gobierno de reconciliación, Graco Ramírez, al igual que otros gobernadores como Javier Duarte, en Veracruz, continúa, con la complacencia de su partido y de la federación, ejerciendo la legalidad con lo único que le queda a un gobierno ilegítimo para sostenerse: la fuerza. Para nuestra clase política mantener en el poder a un gobernador que ha perdido cualquier resquicio de legitimidad y que ha hundido a un estado en la anomia más atroz es, contra todo sentido de lo evidente, sinónimo de fuerza y gobernabilidad. Olvida que hoy, más que nunca, lo único que puede salvar la confianza política y crear verdaderas condiciones de gobierno es ponerse del lado de la legitimidad y presentarse con el rostro de lo débil, lo que significaría enjuiciar políticamente a Graco Ramírez. La debilidad es hoy, en el espacio político, la verdadera presencia de la fuerza, el lugar donde la legitimidad vuelve a encontrarse con la legalidad. Creer y hacer lo contrario es ejercer el gobierno de manera autoritaria, un ejercicio que lo único que hace es ocultar, bajo la máscara de la legalidad, la anomia y el crimen. A nuestra clase política le urge recordar que en el cuerpo político hay dos elementos irreconciliables y, sin embargo, estrechamente relacionados entre sí: la legalidad y la legitimidad, el elemento mundano y temporal y el que se mantiene en relación con la justicia y el sentido del mundo. Cuando, como sucede hoy en México –el ejemplo de Graco Ramírez muestra en su particularidad lo que sucede en gran parte del país–, el elemento de la justicia se eclipsa en la sombra de lo mundano, la legalidad se vuelve infinita, es decir, interminable y sin objetivo, es decir, infernal. El infierno, en la teología cristiana, es el único sitio en donde el gobierno permanece ausente de toda legitimidad: el lugar del castigo, de la penitencia sin fin, de la crueldad sin compasión; un lugar muy parecido al Morelos de Graco Ramírez, muy parecido al país. La ausencia de legitimidad, que día con día se hace más aguda en México, manifiesta así que la ley se ha vuelto en realidad inoperante y que una buena parte de sus gobiernos, encubiertos por la legalidad y bajo el poder puro de la fuerza, actúan como si estuvieran al margen de ella. Esto hace que el Estado y la criminalidad formen hoy en México un sistema único como el infierno. Sólo la debilidad de la legitimidad podría salvarnos; sólo en la debilidad, como afirmó hace muchos siglos San Pablo, está la verdadera fuerza (2 Corintios 12: 10). Es tiempo de ejercerla. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.

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