Venganza y chantaje político en la Sedena

lunes, 10 de octubre de 2016 · 11:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El asesinato de cinco soldados en Sinaloa el sábado 1 en Culiacán, es el escenario de una nueva característica institucional e ilegal de las Fuerzas Armadas: la venganza y el chantaje político. Esas muertes y las 11 personas heridas en una de las cunas del narcotráfico en México están siendo aprovechadas por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) para ocultar y revertir los términos del fracaso de su intervención en la seguridad pública, su lucha contra el narcotráfico y los señalamientos insistentes de su comportamiento institucional violatorio de los derechos humanos. Atrás quedaron las imágenes de tortura militar de abril pasado. La paradoja que se observa es el éxito de la estrategia castrense mientras su eficiencia disminuye en un territorio entregado al crimen (organizado o no) junto con las fuerzas policiales. Los militares siguen operando sin una reforma estructural de su organización. Menos es de esperar una actitud objetiva para ser un Ejército moderno en democracia. Antes que exigirle cuentas, el poder civil del Estado, la clase política y un sector importante de la sociedad, están extendiendo un cheque en blanco a prácticas autoritarias y represivas que en nuestro país no terminan de extirparse. El discurso y la acción El discurso del titular de la Sedena, el general Salvador Cienfuegos Zepeda, está cargado de epítetos y amenazas que, aunque con ciertos matices, se dirigen por igual al “crimen organizado” que a los ciudadanos y a la clase política del país con un silogismo simplificador: si no están con nosotros (los “ciudadanos-soldados”), están en nuestra contra. A los perpetradores del ataque se dirigen adjetivos impropios de un servidor público y que, parafraseando a un cercano del círculo presidencial, son para la “plaza pública que pide sangre y espectáculo” (como el homenaje en el Zócalo el pasado viernes 7): ataque “cobarde” y “ventajoso” por parte de “grupo no contabilizado” (sic) “de enfermos, insanos, bestias criminales” a los que dice “vamos con todo, con la ley en la mano y la fuerza que sea necesaria…”. La retórica militar se acompaña con el puño, es reiterativa con la salvaguarda del estado de derecho y el respeto a los derechos humanos que, por cierto, sólo tienen una mención tergiversada y dolosa en el discurso. Sin embargo, el comportamiento institucional del Ejército, sus presiones y la impunidad resultante en los casos de Tlatlaya, Ayotzinapa, su estrategia paramilitar en Michoacán, entre otros, sólo nos permite avizorar la aplicación de “leyes” no escritas como la “ley fuga” (empleada en la purga de oficiales no adictos al régimen posrevolucionario), la del Talión (“ojo por ojo”), la de “los fierros” (muy de moda contra la guerrilla de las décadas de los setenta y los ochenta). Nada de esto tuvo ni tiene que ver con el respeto irrestricto de los derechos humanos y a nuestros compromisos internacionales en la materia, como tampoco a nuestras aspiraciones democráticas. Hay que recordar que las condenas jurídicas y los señalamientos internacionales al Estado mexicano por violaciones graves a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad, han sido por actuaciones de elementos castrenses. A la clase política y a los ciudadanos se nos pide (¿exige?), por parte del titular de la Sedena, “respeto y respaldo” a los derechos de una nueva tipología de ciudadana (“ciudadanos-soldados”). Sin embargo, la manipulación de reconocer o no derechos, trátese de los “delincuentes” o de ciudadanos comunes, pasa por alto que no se nos puede equiparar a la calidad “ciudadana” militar que reclama inopinadamente porque nuestra condición es diferente: desarmados e inermes ante soldados y policías además ante los delincuentes de todo tipo (la caricatura de Helioflores –El Universal, miércoles 5 de octubre–, es elocuente y aplicable a todos y a todo el país). Somos observantes de la ley antes que hacerla cumplir como les corresponde a los servidores públicos, de ahí que su llamado de corresponsabilidad resulta engañoso y manipulador. El dato objetivo que proporciona el Instituto Nacional de Estadística y Geografía NEGI del fracaso de las políticas de seguridad de los últimos años, definidas en buena parte al gusto del sector castrense para garantizar recursos y márgenes de influencia en los gobiernos federal y estatales, es nuestra percepción al respecto: siete de cada 10 mexicanos simplemente no nos sentimos seguros en el país. Oportunismo político El cobijo del poder civil a la agresión contra los militares en Sinaloa se extiende a una clase política que, con miras electorales, busca una alianza estratégica con el Ejército sin importar el daño a las instituciones democráticas que ayuden a solucionar nuestra crisis humanitaria. Luego del discurso militar, del respaldo presidencial a la institución y las víctimas, desde el Senado el PAN anunció el martes 4 cambios legislativos que bajo el manto de “Ley de Seguridad Interior”, y al margen de lo que establece la Constitución, se legitima la intervención militar como policías (la jurisprudencia de la Suprema Corte nunca fue suficiente). Debe recordarse que esta es una pretensión castrense que se perfiló desde el sexenio calderonista, cuando se impulsó la reforma a la Ley de Seguridad Nacional (2009-2011) y que no se concretó. En el sexenio actual se ha insistido desde la iniciativa presidencial de “intervención” en los gobiernos municipales infiltrados por el narcotráfico (antes de Ayotzinapa, por supuesto) a la par de una propuesta proveniente de la Sedena misma, sobre seguridad interior precisamente. Como las organizaciones religiosas, las militares se distinguen por la continuidad de sus pretensiones en el tiempo y sólo tienen que esperar las condiciones propicias para lograrlas. Ciento catorce soldados muertos en los últimos cuatro años son la contribución trágica para el empoderamiento y otro triunfo político-legal de los militares mexicanos. El oportunismo político del PAN y de otros partidos son propios de su falta de visión de Estado y de su papel republicano en un estado pleno de derecho: en el México moderno, ni un solo titular de la Sedena o de la Marina Armada de México ha comparecido en el pleno de ninguna de las cámaras del Congreso. Por el contrario, los legisladores acuden a sus oficinas “para ser informados”. Si bien esto no sorprende, llama la atención la histeria de periodistas, columnistas y analistas que no sólo se rasgan las vestiduras (“El enojo del general”, “¿Y los soldados no importan?” “Ejército herido”… etcétera), ante la tragedia personal de cinco familias de soldados muertos, sino que replican el chantaje militar institucional y amplifican el reclamo ante un supuesto abandono político y presupuestal del sector castrense. Se trata no sólo de una postura acrítica sino interesada, que fortalece posturas autoritarias y nos aleja de la debida rendición de cuentas. Poco o nada se ha dicho, por ejemplo, de las causas por las que más de un centenar de soldados jóvenes han sido víctimas en operativos militares mal diseñados y peor ejecutados por los mandos. Esto es igualmente importante que exigir castigo para sus asesinos. Tampoco se dice nada sobre la falta de precisión de nuestras víctimas civiles, los desaparecidos, torturados y ejecutados en los operativos en donde participan militares y policías. Mal que el país se haya convertido en un México de víctimas (que alcanzaron desde hace tiempo a los miembros de nuestras Fuerzas Armadas) y su territorio en una gran fosa común. Peor, que no existan condiciones para debatir la responsabilidad, esa sí compartida, de autoridades civiles y militares en el fracaso por nuestra seguridad. El autor es especialista en el estudio de las Fuerzas Armadas.

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