El tiempo del fin

sábado, 24 de diciembre de 2016 · 10:38
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde que el cristianismo fundó Occidente, la noción histórica de un tiempo final que terminará con la necesidad y sus sufrimientos no ha dejado de recorrer el imaginario humano. Desde los Evangelios que, herederos de los profetas hebreos, anunciaron el final de los tiempos (Mt. 24: 1-44), hasta Hegel y Marx, pasando por los milenarismos del primer milenio, el Occidente ha estado marcado por la idea de que los momentos de graves crisis sociales anuncian el tiempo del fin, un tiempo que, tal vez por influencia del Apocalipsis de San Juan, estará, antes de su final feliz, envuelto de cosas espantosas. Hoy, la humanidad ha entrado en una de esas crisis terminales: cambio climático, grandes hecatombes ecológicas, epidemias y enfermedades desconocidas, guerras, matanzas, armamentos cada vez más letales y genocidas, terrorismo, crimen organizado, descrédito de las ideologías históricas y de las instituciones políticas, y un nihilismo que se expresa como capital, mercado, poder tecnológico e instrumentalización de todo en beneficio de una producción y de un consumo sin límites. ¿Estamos ahora sí ante el tiempo del fin o es uno más de los que ha vivido la humanidad, un tiempo que únicamente anuncia el surgimiento de una nueva era? No lo sabemos –“Nadie sabe ni el día ni la hora” (Mt. 24:36). Lo que sí sabemos es que, a diferencia de otras épocas, la capacidad destructiva de la humanidad parece haber entrado en un punto sin retorno. Hoy más que nunca podemos verdaderamente aniquilarnos y no parece que al final haya una redención. ¿Qué hacer? Esa pregunta que alguna vez Lenin planteó y respondió delante de una revolución que en el imaginario de muchos conduciría, al terminar la lucha, a ese mundo preludiado por la revelación cristiana, vuelve a planteársenos hoy. Pero ahora es difícil responderla. Los tiempos de Lenin –atravesados por la esperanza– no son los nuestros en los que el sueño de Lenin fracasó y el horizonte está cerrado. Sin embargo, debemos responder. Hay en la tradición cristiana, particularmente en la segunda carta de San Pablo a los tesalonicenses (2: 1-11), que da cuenta del final de los tiempos, un elemento que retarda la catástrofe final. Lo llama en el griego del Nuevo Testamento el katékhon (“el que retiene”). A lo largo de la historia de Occidente se le ha identificado de varias maneras. En un sentido moderno, el katékhon es el equilibrio que en el mundo político debe haber entre la legalidad y la legitimidad, un equilibrio que impide los abusos y las desmesuras. Cuando una se sobrepone a la otra el tiempo del fin aparece como anomia. Hoy ese desequilibrio se expresa en Trump, un hombre que, como sucede con los totalitarismos, llegó legítimamente al poder, pero que no tardará en someter la legalidad a sus desvaríos. Algo que sucedió cuando la Iglesia sometió la legalidad del imperio a su legitimidad espiritual y edificó la inquisición y las hogueras, o cuando Hitler utilizó la Constitución de Weimar para, desde la legitimidad con la que tomó el poder, crear las leyes antisemitas y los campos de exterminio. Del lado de la legalidad, que somete a la legitimidad, están las democracias modernas. Ellas, al reducir el principio legitimador de la soberanía popular al momento de las elecciones, para después gobernar con reglas jurídicamente prefijadas, subsumen, como sucede en México, la legitimidad en la legalidad y destruyen el orden político. Si Trump es una amenaza que desde la legitimidad de su gobierno realizará las barbaries que anunció en su campaña, en México la ausencia de legitimidad ha redundado, bajo la lógica de la pura legalidad, en la barbarie que desde hace 10 años no deja de destruirnos. ¿Hay posibilidad de recomponerlo? No lo sé. La máquina del dinero y de los desarrollos tecnológicos, es decir, la lógica del sistema, que he analizado en mis dos últimos artículos de Proceso, se ha apoderado de tal forma de la legalidad y de la legitimidad que ha borrado cualquier posibilidad de restablecer la vida política. Estamos así en un nuevo tiempo del fin que se parece en más de un sentido al que vivieron las primeras comunidades cristianas que aún no tenían la noción de un devenir histórico en el sentido que hasta hace poco Occidente lo entendía. Sus miembros, como nosotros, veían, bajo la brutal persecución del imperio romano, el horizonte cerrado. Pero a diferencia nuestra se sentían seres de los últimos tiempos recién creados en Cristo y en espera de su inminente regreso, un regreso que instauraría definitivamente el reino que ellos trataban de vivir en el amor (véase los Hechos de los apóstoles 2: 44-47). Nosotros hemos perdido de vista ese regreso y la posibilidad del reino. Pero sentimos los estragos que en su destrucción lo anunciaban. Desde esa certeza podemos, como una especie de nuevos katékones, mantenernos en resistencia. Tal vez no logremos enderezar el camino, pero retardaremos, como siempre lo han hecho los katékones en la historia, la catástrofe final. Nuestra tarea, como lo dijo Albert Camus en su discurso de recepción del Nobel en 1959, ya no consiste en rehacer el mundo, sino en impedir que se deshaga, y restaurar, a partir de negarnos a aceptar el mal, “un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de J­ojutla.

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