Cuba después de Fidel

miércoles, 7 de diciembre de 2016 · 10:04
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- “Alguna vez Fidel me había hecho soñar”, escribió Julio Scherer al comentar la segunda entrevista que le hizo a Castro en 1981. Como al fundador de Proceso, el líder de la revolución cubana estimuló la imaginación ideológica de varias generaciones de latinoamericanos que admiraron al guerrillero de la Sierra Maestra, convertido en héroe después de derrocar a Fulgencio Batista y por haberse enfrentado a Estados Unidos durante medio siglo, desafiando a 11 presidentes de esa nación. Con el deceso de Fidel Castro termina una era de la historia no sólo de Cuba sino de toda América Latina. Tras la muerte del caudillo, la incertidumbre acera del futuro de la isla se acrecienta, sobre todo después de la victoria de Donald Trump. Se romperá de tajo el poder suave utilizado por Barack Obama al reanudar las relaciones diplomáticas con el país caribeño, apoyado por el Papa Francisco. La obsesión del imperio de acabar con la autocracia comunista de Castro comenzó con la fallida invasión de Bahía de Cochinos en abril de 1961, organizada por tropas de cubanos exiliados entrenados por la CIA, y continuó durante más de cuatro décadas a través de diversas tácticas, incluidos unos 600 atentados frustrados contra su vida. En octubre de 1962 ocurrió la Crisis de los Misiles. Durante 13 días el mundo se estremeció ante la posibilidad de que estallara una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que había instalado misiles nucleares en Cuba. John F. Kennedy ordenó el despliegue de barcos y aviones de guerra en el mar Caribe. Tras una enorme tensión y múltiples negociaciones, Nikita Jrushchov le propuso al presidente estadunidense desmantelar las bases soviéticas en Cuba a cambio de que se desmantelaran las bases estadunidenses situadas en Turquía, además de la garantía formal y pública de que Estados Unidos no realizaría ni apoyaría una invasión al territorio cubano. La propuesta fue aceptada. Sin embargo, la agresión contra la isla continuó con la ocupación de la Bahía de Guantánamo, así como con el bloqueo comercial, económico y financiero contra la isla, iniciado en 1960 y que se endureció aún más a partir de 1996 con la prohibición de que ciudadanos, empresas o filiales extranjeras de corporaciones estadunidenses realizaran negocios o inversiones en Cuba. Sumado al bloqueo, el derrumbe de la Unión Soviética en 1989 tuvo un efecto terrible en la economía cubana, apenas paliado dos décadas después por el envío de petróleo de Venezuela durante el gobierno de Hugo Chávez. ¿Qué futuro se vislumbra para Cuba después de la muerte del líder supremo de la revolución de 1959, quien durante 47 años dominó todos los aspectos de la vida de los cubanos, desde la economía, la educación y la política exterior hasta lo que podían –y, sobre todo, no podrían– leer, escuchar en la radio, ver por televisión o consultar en internet? ¿Qué puede esperarse de una transición que comenzó desde la década de los 90 –con la paulatina pérdida de control estatal ante el surgimiento de la economía ilegal y más tarde con la apertura legal en algunos sectores comerciales y turísticos– pero que ha mantenido un férreo control político a través de una dictadura personal y de partido? Los cambios en Cuba ya han comenzado y parecen irreversibles. Lo que no se sabe es si la liberación progresiva de la economía, ya en proceso, conducirá a la consolidación de un régimen de partido único –como en China o Vietnam– o bien hacia una transición que podría empezar como un autoritarismo competitivo en el que el Partido Comunista mantuviera una situación ventajosa sobre los demás partidos, pero con la posibilidad de que ese sistema pudiera evolucionar hacia elecciones realmente democráticas. Jorge I. Domínguez, politólogo de la Universidad de Harvard, propone tres posibles escenarios: El primero de ellos plantea una situación de conflicto derivada del endurecimiento del próximo gobierno estadunidense, así como de la comunidad cubana de Miami. Ello debilitaría al Partido Comunista de Cuba, provocando una suerte de guerra fría interna entre los nacionalistas-patriotas, los intransigentes de izquierda y los revanchistas, que podría conducir a un multipartidismo polarizado o bien a un posterior fortalecimiento del PCC (“Cuba’s Future Politcal Parties”, 2016). El segundo escenario establece la consolidación del partido del poder en un entorno de competencia electoral, sobre la base de que las reformas hacia la liberalización de la economía resulten exitosas. Un PCC robustecido podría adoptar una estrategia de “conceder para progresar” que le permitiera “competir electoralmente con el deseo de ganar y gobernar, aunque ya no de manera autoritaria”. La tercera opción sería la de una transición más abiertamente democrática entre el PCC, un partido socialdemócrata y otro de centro-derecha no revanchista de la diáspora cubana en Miami. Raúl Castro –quien ha ofrecido abandonar el poder en 2018– está construyendo un “pasado útil” para el partido del poder, capaz de integrar grupos socialdemócratas que permita la formación de un gran “centro” político, diseñado para que sobreviva cuando él muera. “Si lo logra –concluye Jorge Domínguez– su legado para la política cubana perduraría aún más que el de su hermano”. No obstante, la llegada de Trump al poder aumenta el riesgo de una confrontación con el gobierno de Raúl Castro. Más aun: no puede descartarse la posibilidad de una invasión a Cuba, como ocurrió en Panamá en 1989 y en Haití en 1994, lo cual sería demencial y trágico. El sufrido y heroico pueblo cubano merece un futuro en que las aspiraciones de la revolución –solidaridad y bienestar social, educación y servicios de salud, así como el desarrollo de la investigación científica y el deporte– convivan con el cabal respeto a los derechos humanos, las libertades de información y expresión, así como con los valores y prácticas democráticos cancelados durante la dictadura castrista. A Fidel, la historia lo juzgará.

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