Trump, el develador de la realidad

jueves, 8 de diciembre de 2016 · 11:19
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Contra la mayoría de las opiniones, la llegada de Donald Tump al poder no es una catástrofe. Es, por el contrario, su puesta al desnudo. Trump es en este sentido la realidad real que los discursos políticamente correctos de los liberales y socialistas encubren. Es, por lo mismo, la expresión clara y contundente de un mundo sistémico que, alimentado por el capitalismo, sólo alcanza para unos cuantos, como traté de mostrarlo en mi artículo anterior, “Lo sistémico” (Proceso 2090). No hay así en el discurso de Trump nada que no haya estado y esté detrás de la finura de los que pronunció Obama: el muro (recorran las ciudades fronterizas para mirarlo), las armas de exterminio masivo (visiten los Walmart y las ferias de armas para ver su despliegue), la segregación racial de los negros so pretexto de la política antidrogas (visiten sus barrios y lean ese tremendo libro de Michelle Alexander, The New Jim Craw: Mass Incarceration in the Age of Colorblidness), las redadas, los encarcelamientos y las deportaciones masivas de migrantes (yo tuve la desgracia de asistir a una en 2014 en Arizona: 60 mexicanos y centroamericanos juzgados por un juez de origen mexicano); todo eso, incluyendo la paranoia del terrorismo y los sistemas de seguridad para contenerlo, estaban ya allí antes del triunfo de Trump. Lo mismo sucede en México con otra narrativa de exclusión, segregación y muerte o en los países europeos. El capitalismo que tiene tomado al mundo no sólo es, como lo vio Bauman, líquido; es también, como lo ha develado la vulgaridad de Trump, licuante. De ahí que las palaras “crisis” y “economía” sean usadas por liberales, socialistas y derechistas, ya no como conceptos, sino, dice Giorgio Agamben, como “palabras de orden que sirven para imponer y hacer que se acepten medidas y restricciones que las personas no tienen por qué aceptar”. “Crisis” desde hace mucho no significa ya una decisión –es su sentido etimológico– que debemos tomar juntos. Quiere decir simple y brutalmente: “Debes obedecer”. Una afirmación que muestra la manera en que el capitalismo y su orden sistémico funcionan y que es tan irracional y vulgar como el discurso de Trump que lo refleja. Para entenderlo hay que volver a las palabras con las que Walter Benjamin lo definió: el capitalismo es una religión, la más feroz e implacable que haya creado el ser humano. Dios no murió; se transformó en Dinero, dice Agamben. En su nombre, que nos promete no la vida eterna, sino la salvación de la abundancia, se sacrifican hombres, mujeres y niños. Así, a pesar de que el orden del poder mundial se define como democrático, en realidad está sometido a los poderes del dinero que llamamos equivocadamente economía. Ellos han liquidado al Estado nacional, la soberanía, la participación ciudadana y el derecho internacional, que sobreviven como formas vacías en los discursos. Lo que en realidad vivimos bajo la palabra política es la religión de la “economía”, una religión que administra en nombre del progreso la vida de los seres humanos y de las cosas. Vivimos así un estado de excepción en el que la crisis, como palabra de orden, se volvió la normalidad. En ese nuevo estado de excepción las personas son manipuladas mediante una combinación de violencia, como en los Estados totalitarios, y de excitación mediática de los Estados llamados liberales: terrorismo disfrazado de libertades de mercado. Pocos, vuelvo a Agamben, saben “que las normas introducidas en materia de seguridad después del 11 de septiembre son peores que las que estaban vigentes bajo el fascismo” italiano, y que los crímenes contra la humanidad que se perpetraron durante el nazismo fueron posibles por el estado de excepción decretado por Hitler bajo el amparo de la Constitución liberal de la república de Weimar que nunca se abolió. Ese estado de excepción, que hoy lleva por nombre “Crisis”, cuenta, además, con elementos de control que el nazismo nunca tuvo: datos biométricos, videocámaras, celulares, tarjetas de crédito y hackers. “Podríamos afirmar que hoy el Estado considera a cualquier ciudadano como un terrorista virtual” o, como sucede en México, como un criminal que si es asesinado o desaparecido es porque es culpable. Esto, como lo ha anunciado el discurso de Trump, empeorará y hará ya imposible “la participación en la política que debería definir la democracia. Una ciudad cuyas plazas y avenidas son controladas por videocámaras” o, es la realidad de México, por los intereses del crimen organizado y las partidocracias, “no es más un lugar público: es una prisión” o un campo de concentración al aire libre. Vivimos, decía Iván Illich, en una era sistémica y, en su destructividad, apocalíptica y pospolítica. En ella, los excluidos deberían, no luchar por enchufarse al sistema, que sólo les deparará la vida en una prisión o en un campo de concentración al aire libre, sino construir en las márgenes del sistema. En esas orillas se puede, con creatividad y crítica –es decir, escapando al dogma religioso del capitalismo de que fuera de la crisis no hay salvación–, crear formas de vida autónomas, barriales y comunitarias que permitan, como lo hacen los zapatistas, recuperar una vida política más allá de la catástrofe. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.

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