Para acabar con la corrupción
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- 1. Para acabar con la corrupción es necesario despertar de nuestro candor: la clase política no se atará a sí misma las manos para no robar y no renunciará por sí misma a su impunidad.
¿A qué seguimos pidiéndoles a los políticos que se autolimiten con nuevas leyes o que erijan sobre ellos mismos comisiones vigilantes? No lo han hecho sin torcerlas e inutilizarlas. Y no lo harán.
Es pedirle al gato que le ayude a los ratones a no comérselos. Tendría que haber gatos héroes, gatos que trasciendan a su propia clase en aras de la convivencia de todos: tendría que haber políticos que violaran el pacto que rige en la clase política –el respeto a la corrupción ajena es la paz–. No los ha habido y no los hay.
2. Ésta es la dura realidad: el instrumento anticorrupción que de verdad funcione, debe ser impuesto sobre la clase política desde fuera de la clase política, con el apoyo de un movimiento ciudadano masivo y vigilante.
En Brasil fue en la euforia del cambio de la dictadura a la democracia que la Procuraduría de justicia fue inscrita por los senadores en la Constitución, pero fue la presión de los ciudadanos la responsable de que de verdad se formara y empezara sus trabajos.
En España son los jueces supremos los que están llevando a cabo el cambio a un país de leyes, pero siempre vigilados y presionados –a través de la prensa libre– por la gente, y no sin traiciones en los cuartos cerrados de las esquinas de los palacios de justicia.
En México puede ser un nuevo presidente o la Suprema Corte de Justicia o incluso una organización civil la que encabece la creación de un instrumento anticorrupción genuino; pero si no es con un apoyo masivo, nada se logrará.
3. El instrumento anticorrupción debe constituirse como un poder independiente de los otros poderes, dado que su función será precisamente limitarlos, vigilarlos y sancionarlos.
En Brasil la Procuraduría es un verdadero cuarto poder. En España el Poder Judicial se viene separando e independizando de los otros, pero lo dicho: con dificultades.
Aprendamos de los errores de Brasil y España, y de los nuestros. De mayor consecuencia, aprendamos también del éxito de esos dos países semejantes a México en temperamento y desarrollo.
4. Los funcionarios de esta procuraduría mexicana deberán venir de la sociedad civil, y no ser ni haber sido parte de partidos políticos ni de empresas privadas.
Como en Brasil. Como en España no, y con las consecuencias antes dichas.
5. Además, los procuradores deben ingresar a la procuraduría mediante un sistema de meritocracia.
Es decir, mediante un examen de conocimientos, como ocurre en Brasil. Y por cierto en países europeos, entre ellos Francia.
6. Los procuradores independientes deben ser suficientes, para que su vigilancia abarque al aparato del Estado y las finanzas.
Estamos hablando de –probablemente– más de 3 mil procuradores en la República. Los mejores en las jóvenes generaciones de abogados, economistas, politólogos, y un largo etcétera: su procedencia académica puede ser diversa.
7. Para preservar la decencia de los procuradores, es necesario que estén bien pagados, que se vigilen entre sí severamente y que al acceder a los puestos de dirección de la procuraduría, sus puestos se vuelvan vitalicios.
Una fuerza de élite contra la corrupción, de miembros electos por meritocracia, mantenida por nuestros impuestos, responsable únicamente frente a nosotros, los ciudadanos, no vulnerable a las presiones de los otros poderes.
8. Por fin, los dictámenes de la procuraduría no deberán ser pasados a la consideración de otros poderes. Deben ser vinculantes.
Deben ejecutarse por las fuerzas públicas como un dictamen superior, para evitar que sean anulados por los culpables de corrupción y sus numerosísimos cómplices y protectores.
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Es tiempo de renunciar a que la clase política se reforme a sí misma y de pensar fuera de la caja de nuestra historia: si en Brasil y España se está imponiendo por fin la decencia como norma obligada de la convivencia, no sé qué opine el lector, la lectora, pero yo no pido para mi país menos.
Si en esos países hermanos la gente pasó de la indignación a la acción, no sé qué opine el lector, la lectora, nuestra indignación ya está madura: actuemos.