Mudez y violencia

viernes, 8 de julio de 2016 · 11:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La mudez es una forma degradada del silencio. Es la palabra constreñida a callar por una fuerza. Su etimología, que viene de la raíz indoeuropea *mu-, cuyo origen es la onomatopeya de quien habla con la boca cerrada, lo expresa con toda claridad. En este sentido, podemos decir que la mudez, independientemente de aquellos seres que la naturaleza amputó de la palabra, pertenece a lo inhumano. Enmudecemos cuando algo rompe los significados en donde la vida transcurre. Por ello, la violencia es muda: niega la palabra, que es el mundo de los seres humanos y de sus sociedades, y la constriñe al silencio del terror, de la muerte y de la anomia. Hay, por lo mismo, algo de profundamente mudo en México. A pesar de que hablamos y estamos comunicados, la mudez de la violencia se ha instalado entre nosotros y las palabras no logran detenerla. Es como si el lenguaje hubiera perdido su fuerza significante y habláramos con la boca cerrada. Parecería que las arterias de la cultura, como dice Georges Steiner, se hubiesen endurecido como las de la carne y que el complejo de los valores cristianos e indígenas que conformaron a México en los últimos cinco siglos, hubieran entrado en una espantosa decadencia. Nuestra historia reciente –asesinatos, fosas clandestinas, desplazamientos, destrucción del ambiente y de las formas políticas y humanas de relacionarnos, revueltas, represiones y protestas cada vez más beligerantes– sugiere que esos reflejos del lenguaje por los cuales una civilización preserva su mundo y modifica sus degradaciones ya no tuvieran la fuerza de hacerlo y hubiéramos retrocedido a una era salvaje, donde el lenguaje no adquiría aún su densidad significante. Ciertamente, hablamos y hay lenguajes, como el de la poesía, que están vivos. Pero su fuerza se ha vuelto tan íntima y encerrada en guetos culturales que ya no es capaz de preservar y corregir la vida de un pueblo como lo hizo en otros tiempos. Lo que priva es la mudez de la violencia en un mundo lleno de palabras vacías. Así vamos de criminales que tienen un lenguaje cuya pobreza frisa la insensibilidad de la mudez con la que sellan sus crímenes, a políticos cuya inhumanidad ha degradado y embrutecido el lenguaje en esa misma dimensión. Al emplear las palabras para justificar la falsía política, distorsionar la historia y encubrir crímenes y bestialidades, las han vaciado de sus significaciones profundas, produciendo una grave anomia en la sociedad, una sensación de estar atrapados en la desesperación de la mudez. Mi experiencia de los últimos cinco años no ha dejado de atestiguarlo. Lo que voy a narrar coincide con esa realidad, pero también con la posibilidad de un rescate del sentido y de la vida. Haces unas semanas estuve, al lado de expertos forenses de varias instituciones y de víctimas de desapariciones, en la exhumación de 117 cuerpos y 12 restos de las fosas clandestinas de Tetelcingo, Cuautla. Esos cuerpos –algunos violentados horriblemente– habían sido enterrados por el gobierno de Graco Ramírez como basura, a la manera en que el crimen organizado lo hace. En los últimos 10 años el país se ha plagado de esas fosas. Una de las víctimas me contó lo que a su hija, cuyo cuerpo fue recuperado en otro estado, le habían hecho –una más de las cientos que he recogido–. No la consignaré porque forma parte, dice Steiner, “de ese género de cosas que derrotan el lenguaje”. Enmudecimos. Recordé entonces lo que me sucedió el día en que me enteré del asesinato de mi hijo Juan Francisco: Después de escribir sobre un pobre papel mi último poema, me quedé mirando estúpidamente el vacío y, desgarrado, impulsado por los sonidos que había garrapateado, abrí la boca todo lo que pude. La forma del gesto era la de El Grito de Edvard Munch, tan primitivo y terrible que superaba toda descripción: un grito sin sonido, el grito de un silencio total que chillaba por todo Manila y hacía vibrar el paisaje de dolor. Ese alarido dentro del silencio, esa espantosa mudez, era, para decirlo con Steiner, “la lamentación salvaje y pura por la inhumanidad del hombre y la devastación de lo humano” que volvía a repetirse una vez más. Allí, sin embargo, estaba y está la posibilidad de que el sentido vuelva a surgir. El hecho de que en medio de la mudez estuviéramos allí; de que un grupo de hombres y mujeres desenterraran cuerpos para reconocerlos, dignificarlos y devolverlos a sus familiares; de que cada vez que se rescataba a uno de ellos, las víctimas del campamento salieran con un letrero que decía “Bienvenido”; de que esas misma personas pintaran bajo una de las carpas una alegoría de lo que allí sucedía y cantaran, mientras la realizaban, el Himno a la Alegría, volvía, por unos momentos, a llenar de significados el mundo. Con ello, no les devolvíamos la vida a esos cuerpos, no los redimíamos del atroz sufrimiento por el que pasaron, no borrábamos el pasado que, al igual que el mío y el de la víctima que me narró la muerte de su hija, seguirá vibrando con el mismo grito que pintó Munch. Pero, ¿no fue, acaso, en un rito fúnebre semejante donde hace miles de años, en medio de la inhumanidad y el salvajismo, el lenguaje encontró su lugar y nacieron la civilización, el sentido y las palabras paz, hermano, amor? Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.

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