El colegio de Monterrey y las armas de fuego
Con mi solidaridad para el doctor José Manuel Lastra ante el ataque del rector de la BUAP
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El ataque con arma de fuego por parte de un menor de edad contra una profesora y tres de sus compañeros en el Colegio Americano del Noreste, en Monterrey, provocó una profunda conmoción social. Los hechos quedaron grabados en un video del sistema de vigilancia de la escuela y fue filtrado al Grupo Reforma y a otros medios, que no realizaron ningún tipo de edición a este material, lo que aumentó el impacto en el ánimo de la opinión pública.
Esta tragedia invoca una vez más el fantasma del debate sobre el derecho de posesión y portación de armas de fuego en el país, tema que es objeto de resistencia desde el poder público.
El asunto requiere de un análisis cuidadoso; no el de botepronto, ese que por ignorancia o interés sencillamente llama a prohibir el uso y portación de armas de fuego sin saber –o sin querer saber– que se trata de un derecho fundamental previsto en el artículo 10 de la Constitución.
No hay duda de que el caso del Colegio Americano es lamentable y pone de relieve que se deben llevar a cabo acciones preventivas frente a este escenario. Y si bien a raíz de este terrible incidente ya hay voces que propugnan la restricción constitucional del citado derecho, la solución no es prohibir las armas de fuego porque, como ha sido desde hace varios años, eso equivaldría a dejar a la mayor parte de la población en manos de la delincuencia y de la policía –que parecen uno mismo en este negocio de expoliar a la sociedad– y coloca en estado de indefensión a quienes menos tienen.
La solución no es, en suma, conculcar derechos constitucionales, como lo ha dispuesto el gobierno federal, de la mano del Poder Legislativo, en asuntos que le resultan inmanejables ante su incapacidad para gobernar. Tal es el caso de las reformas que impulsa para restringir las libertades de prensa y de manifestación –con el pretexto de que busca así garantizar la seguridad interna–, así como para legitimar la intervención del Ejército en tareas de seguridad pública.
El joven agresor –de quien el gobierno estatal asegura que tenía trastornos de la personalidad– usó un arma calibre .22 –también según las mismas autoridades–; es el calibre más bajo que existe pero aun así puede ser mortal. Como es obvio, esa pistola se usó para propósitos ajenos a los previstos en la Constitución, pues lo que la ley defiende es la posesión y portación de armas de fuego para la legítima defensa: la integridad personal y la protección del patrimonio de las personas, no para delinquir.
Según los reportes del caso, el arma que usó el muchacho estaba registrada a nombre de su padre, que la usaba con fines cinegéticos junto con otras. De ahí el acceso y el conocimiento del joven respecto del manejo de esa arma de fuego.
Diferenciemos dos aspectos: Lo que ocurrió en el Colegio Americano, muy grave y lamentable, fue la dramática culminación de un conjunto de factores que las autoridades, los padres de familia –sobre todo los que tienen armas de fuego en sus casas–, las instituciones de salud mental y los planteles educativos deben atender para prevenir eventos como ese.
El otro aspecto es que, por muy lamentable que haya sido ese hecho, no tendría por qué ser motivo de una decisión de alcance general destinada a restringir derechos humanos como lo es el relativo a la posesión y portación de armas de fuego para la legítima defensa.
El problema, pues, no es si se prohíbe o no el uso y portación de armas de fuego, sino que debe procederse a su debida regulación, respetando el mandato del artículo 10 constitucional. Si hubiera una adecuada normatividad y un eficaz control del mercado negro de armas, un menor quedaría fuera de la posibilidad de adquirir una.
De acuerdo con los reportes policiacos preliminares, la pistola que usó el muchacho –con la cual terminó suicidándose– estaba registrada a nombre del padre, quien, de ser cierta esta información, tendría un grado de responsabilidad porque tendría el deber de guardar y custodiar el arma.
Por lo demás, es menester que los ciudadanos mayores de edad que aspiren a contar con un arma de fuego y registrarla sean sometidos a un examen psiquiátrico y de entorno social como uno de los requisitos para que se les otorgue una licencia de portación o se registre su posesión.
Pero como existe un temor fundado hacia la autoridad –específicamente a la extorsión, al chantaje, a la fabricación de delitos y, ahora, a las altas penas impuestas por poseer armas en condiciones de ilegalidad–, gran parte de los ciudadanos no registra sus armas de fuego; por esta razón, se relajan los mecanismos de custodia y, paradójicamente, se crean incentivos perversos para que casos como el del Colegio Americano puedan repetirse en cualquier momento.
Por lo demás, hechos injustificables como éste deben convertirse en una lección para tomar el toro por los cuernos y aplicar las mejores prácticas internacionales para reformar la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos y el Código Penal Federal, a la luz del derecho humano previsto en el artículo 10 constitucional en relación con el primer párrafo del artículo 1º de la propia Carta Magna.
El incremento de las penas por portación ilegal de armas de fuego, recientemente aprobado por el Senado, no resuelve el problema en modo alguno. Lo único que provoca es un aumento de la corrupción. En lugar de avanzar con esa minuta aprobada en la Cámara Alta, sólo se da vida a una medida contraria a casi toda la comunidad, porque se legisla por departamentos separados y no de manera integral.
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
Este análisis se publicó en la edición 2099 de la revista Proceso del 22 de enero 2017