Violencia y modernidad
El hombre no sobrepasará sus límites, si no las Erinias que guardan la justicia sabrán castigarlo.
Heráclito
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los constantes hallazgos de las redes de trata y de fosas clandestinas –unas creadas por el crimen organizado, como las encontradas en Veracruz, otras por el Estado, como las descubiertas en Tetelcingo y Jojutla, Morelos– nos vuelven a colocar de cara al fenómeno de la violencia en el mundo moderno. Siempre se ha considerado que violencias como éstas son un fallo, una anomalía y no un producto de la modernidad y de la civilización. Sin embargo, como lo han mostrado desde diferentes enfoques Zygmunt Bauman, Günther Anders, Iván Illich y Jacques Ellul, esas violencias, cuyo paradigma es Auschwitz, son en realidad un producto natural de la civilización moderna o de lo que llamamos sistema. No una posibilidad de la modernidad y del sistema industrial, sino una verdad que va de la mano de las supuestas bondades del progreso. Son, en pocas palabras, la muestra de que el sistema industrial y tecnológico, en el que se basa el progreso, en lugar de potenciar la vida, como era el sueño del racionalismo, en realidad la consume y la destruye. Los secuestros, los asesinatos, las desapariciones, el descubrimiento de fosas clandestinas y de redes de trata que vivimos en México, son así una extensión del sistema de producción industrial y tecnológico en el que en lugar de producir mercancías, la materia prima son seres humanos y el producto final la esclavitud o la muerte; las redes carreteras, aeronáuticas o marítimas, cada vez más organizadas y sofisticadas, llevan, como cualquier otro cargamento, ese nuevo tipo de materia prima. Las técnicas de tortura cada vez más brutales en su refinamiento y la tecnología armamentista terminan por destazarla, como en un rastro, y desaparecerla como los hicieron los nazis, los soviéticos o las juntas militares, y las leyes y su estructura burocrática se ponen al servicio de la impunidad de esa industria criminal. Lo que en México estamos presenciando en el orden de la violencia es en realidad un programa de ingeniería social, aunque sin el rigor técnico y burocrático de sociedades más disciplinadas, como la de los alemanes en el periodo del nazismo. Existe, en este sentido, algo más que una relación fortuita entre la tecnología que se aplica en una cadena productiva y sus sueños de abundancia material, y la tecnología que se aplica en las redes criminales –ya sean del crimen organizado o del Estado– con su abundancia de esclavitud y muerte. Podríamos decir con el teólogo Richard L. Rubenstein que el mundo de la violencia que se desencadenó en el siglo XX en Occidente y la sociedad que ha engendrado son “la cara oculta y cada vez más oscura de la civilización judeocristiana” o, como lo dice Iván Illich, el rostro de la corrupción institucional del servicio que trajo el Evangelio al mundo. Civilización significa higiene médica, elevadas ideas, arte, progreso técnico, servicios, pero al mismo tiempo, y paradójicamente, significa decadencia moral, esclavitud, guerra, explotación y muerte. “Es un error –vuelvo a Rubenstein– suponer que civilización y salvaje crueldad son antitéticas […] en nuestra época, las crueldades, lo mismo que muchos otros aspectos de nuestro mundo, se administran de formas mucho más efectivas que antes […] tanto la creación como la destrucción son inseparables de lo que denominamos civilización”. Desde esta perspectiva se puede explicar el vínculo que existe entre la espantosa violencia que desde 2006 sufre México y la indiferencia que en gran parte de la sociedad y del cuerpo político provoca: las zonas de confort que la sociedad tecnológica le da a la sociedad existen porque las violencias que esa misma sociedad produce parecen suceder fuera de ellas. Sin embargo, esa “dulce seguridad” tiene un precio muy alto: la violencia que engendra y que creemos ajena a nuestra cotidianidad vendrá un día por nosotros para devorarnos y obligarnos a pagar por nuestro aparente bienestar. El poema del pastor Martin Niemöller –que equivocadamente se le atribuye a Bertolt Brecht, aunque él mismo lo habría firmado con gusto– lo dice en relación con la Alemania nazi: “Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio,/ porque yo no era comunista,/ cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio,/ porque yo no era socialdemócrata,/ cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté,/ porque yo no era sindicalista,/ cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra,/ porque yo no era judío, cuando finalmente vinieron a buscarme a mí,/ no había nadie más que pudiera protestar”. No se trata, sin embargo, únicamente de protestar. El sistema no sólo es, como lo definió Bauman, líquido, es también, como lo constatamos día con día, licuante y tarde o temprano nos licuará a todos de una o de otra manera. Se trata también de resistirlo, y resistir significa, en este caso, salir del sistema, es decir, refundar la vida social y política sobre una renuncia a la lógica de la civilización moderna y tecnológica o sobre su limitación. La ética y, en consecuencia, la verdadera vida humana, sólo pueden existir, como lo enseñaron los griegos, en el justo medio. Fuera de él sólo habita la corrupción y desmesura, que son la naturaleza de la civilización moderna, cuyo resultado, lo sabemos hoy en México, es la tragedia. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y abrir las fosas de Jojutla. Este análisis se publicó en la edición 2110 de la revista Proceso del 9 de abril de 2017.