Morena y la ceguera ideológica
Al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, por seis años de resistencia
En su libro La sabiduría del amor, Alan Finkielkraut cuenta un hecho –tan extremo como espantoso– que ilustra el horror que pueden generar las cegueras ideológicas. En 1983, en la agonía de lo que en Italia se conoce como “los años de plomo”, las Brigadas Rojas secuestraron a Germana Stefanini, una anciana que trabajaba en la prisión de Rebbibia en donde muchos miembros de las Brigadas estaban encarcelados. Stefanini, quien perdió a su padre muy joven, había encontrado trabajo en la prisión encargándose de repartir paquetes a los presos. Bajo la acusación de colaboracionista le hicieron un juicio sumario. A pesar de que conocían su condición de proletaria, sus jueces la condenaron a muerte y, en nombre del proletariado, la ejecutaron. Es decir, en nombre de la idea del proletariado asesinaron a una proletaria de carne y hueso.
Retomo la anécdota porque muchos de los adherentes de Morena no dejan de comportarse de manera semejante: en ese patíbulo moderno –como Enrique Krauze ha definido parte del uso que se hace de las redes sociales– todo aquél que no está con ellos es sometido, al igual que lo hacen las otras partidocracias, a juicios sumarios y, a falta de un patíbulo real, asesinados a insultos.
Ellos se han formado la idea de que López Obrador es la encarnación de la izquierda y que su honestidad casi divina puede, como una especie de Deus ex machina, hacer de Esteban Moctezuma, de Ricardo Salinas Pliego o de Miguel Barbosa “camaradas”, y de pillos, que en su pragmatismo partidocrático han sido incorporados a las filas de Morena, seres de una moralidad intachable. Para ellos –una especie de Testigos de Jehová de la política– todo lo que emana de López Obrador y de las filas de Morena es bien puro y lo que surge de otros, maldad, oscuridad, traición y vergüenza que –como a Germana Stefanini– hay que juzgar sumariamente y, si es posible, suprimir.
No importa que vengan de la izquierda, como los zapatistas, o de las luchas por la defensa de los derechos humanos, como muchos de los integrantes de Ahora. El simple hecho de que alguien no se incline ante la idea que ellos se han formado de López Obrador y de la izquierda basta para no escuchar ninguno de sus argumentos, negarse a dialogar y, cegados de ideología, explayarse en toda suerte de calificativos –“filopanistas”, “traidores”, “hijos del Priam”, “vendidos”, etcétera– que configuran formas de la violencia acordes con los tiempos miserables que padecemos.
Llenos de ideología y semejantes, por lo mismo, a la Iglesia de la Inquisición, no cesan de gritar que “fuera de Morena no hay salvación”.
Yo no sé si López Obrador sea un hombre de izquierda –en lo personal me parece un nacionalista a la manera del viejo PRI del que proviene–. Sé, sin embargo, que es un hombre honesto en su persona, tenaz y fiel a sí mismo. Lo que, sin embargo, no lo hace diferente en sus prácticas a los líderes de otros partidos: arrogante, reduccionista de la vida política, ajeno a la empatía, ávido de poder y, en consecuencia, pragmático hasta la desmesura, reproduce en muchas de sus acciones los mismos vicios de “la mafia en el poder”: la sordera, el acarreo, la relación con personas de dudosa calidad moral, pero “necesarias” para acceder al poder, el uso inmoral de otros –recordemos el caso de “Juanito” en Iztapalapa–, la explotación de las pasiones políticas, la descalificación y el desprecio.
Recientemente, durante su estancia en Estados Unidos, fuimos testigos de su falta de empatía y su desprecio en la manera en que trató a José Antonio Tipaza, padre de uno de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Sin responder a la pregunta legítima de Tizapa sobre sus vínculos con Javier Aguirre y José Luis Abarca cuando fue perredista; sin asumir el sufrimiento del padre, lo acusó de provocador y lo despachó. La misma actitud asumió con las víctimas del PRD durante los diálogos del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) con los entonces candidatos a la Presidencia de la República (véase al respecto mi novela autobiográfica El deshabitado, capítulo 22).
En la agenda de Morena, igual que en las de las otras partidocracias, no existen ni las víctimas ni los derechos humanos ni una manera distinta y necesaria de hacer política. Atrapados en la ceguera ideológica no alcanzan a ver la crisis civilizatoria ni la necesidad de un nuevo pacto social ni de una forma nueva de democracia que nos lleve a la paz y a la concordia. Sólo ven enemigos y traidores que, como las Brigadas Rojas lo hicieron con Stefanini, hay que juzgar y negar en nombre de la abstracción de la izquierda. Fuera de la honestidad personal de Andrés Manuel, nada, por desgracia, distingue a Morena de las otras partidocracias y de sus vicios. Nada, por lo tanto, proponen de nuevo ni garantiza que al llegar al poder se comporten de manera distinta a la inmoralidad con la que priistas, panistas y perredistas se han comportado cada vez que lo han tenido.
Lo único que podría salvarnos, dice bien Finkielkraut, es la sabiduría del amor. Pero debido a que una y otra no son un entretenimiento ni un juego partidocrático, sino vocaciones indeseables y cargas difíciles de llevar, las partidocracias oscilan, en medio de la violencia, entre sus dos polos atroces: el de una moral sin reflexión y el de un poder sin moral.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y abrir las fosas de Jojutla.
Este análisis se publicó en la edición 2108 de la revista Proceso del 26 de marzo de 2017.