La raza

domingo, 14 de octubre de 2018 · 11:25
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Esta semana se inicia una campaña de una cerveza con unas camisetas en las que aparece tachada la palabra “pinche” y se sustituye por la de “orgullosamente”. La cerveza se llama Indio. Como esta semana celebramos un año más de la llegada de Cristóbal Colón al continente, escribí esta columna sin otro interés salvo el de conmemorar el equívoco que somos. El Cristóbal Colón que conocemos nació en las conmemoraciones del cuarto centenario del “descubrimiento” de América, en 1892. Los países se regalaron estatuas que no se parecían una a la otra, con un almirante que lleva en sus manos espadas, cruces, astrolabios, pergaminos y que señala hacia el Oriente. Colón se va quedando en medio de las glorietas de las ciudades. Sólo hay tres retratos y ninguno es realmente él. Uno, el que cuida el Metropolitan de Nueva York, firmado por Sebastiano del Piombo, el guardián de los sellos del Papa en 1531. Originalmente se llamó “Retrato de un hombre”. Se trata de la imagen de un comerciante con un sombrero flamenco y, salvo por una inscripción a un lado hecha con posterioridad, no hay mar, ni barcos, ni mapa de América. Los otros dos: el del Museo del Mar en Génova, pintado por Domenico Ghirlandaio Bigordi (1476), y el que el obispo Paolo Giovio encargó a un pintor anónimo en 1553, son las imágenes de dos ancianos de cabello blanco vestidos como curas, de negro, y con la pinta del retiro y no de la deriva, la navegación y la aventura. Colón no es pictórico, sino literario. Sin rostro, hay que llenar el nombre que aparece, de la nada, en un contrato del 17 de abril de 1492 entre los reyes de Castilla y Aragón y alguien que no lo firmó y que sólo es mencionado por el notario. El contrato le otorga beneficios “de lo que ha descubierto en las mares océanas”, tres meses antes de que Colón zarpe. ¿Ya lo había “descubierto” antes incluso de partir? La historia del navegante que murió en casa de Colón quizás contenga la clave. Es Alonso Sánchez de Huelva que, según Garcilazo, era un portugués que sabía la corriente para navegar más allá de las islas Azores. Antes de morir, le da a Colón una prueba que, entonces, los reyes católicos toman para financiar la expedición: una pepita de oro. Con “lo que ha descubierto”, Colón zarpa hacia un mar, el Atlántico, que es portugués por un tratado de 1497. El notario se llama Juan de Coloma (“paloma” en varios idiomas) y eso puso a pensar a varios en que, realmente, no sabemos el nombre del almirante. Su figura nos llega a través de la crónica: la de Gonzalo Fernández de Oviedo en 1535, la de Francisco López de Gómara en 1552, la de su hijo Fernando y la de Bartolomé de las Casas que, escritas en el siglo XVI, no serían conocidas hasta el XIX. Las fechas de su nacimiento varían en 20 años, de 1436 a 1456. Las Casas hace la crónica sobre quién es antes de zarpar: es súbdito de los portugueses desde 1471, casado con Felipa Moñiz, hija de quien descubrió y gobernó sobre las islas de Madeira, y tiene un hijo, Diego. La idea de que es italiano –genovés– es muy posterior. Ayuda a los portugueses a reconocer las costas de Islandia, Groenlandia, Ghana, el Golfo de Guinea y la desembocadura del río Congo. Pero, cuando el rey Juan II le roba su idea de un viaje transatlántico, rompe con él y se va a ver a los reyes de España. Aquí, la historia se hace novela romántica: se convierte en amante de la reina Isabel; Fernando, a quien le gustan las criadas y las prostitutas –morirá, de hecho, en los brazos de una–, le tiene algo de celos, pero no tantos como para dejar ir las posesiones ultramarinas de las que Colón les habla. Alejo Carpentier, en El arpa y la sombra, convierte el adulterio de la reina y el navegante en el origen del apellido. Según Carpentier, Pietro Martire, un milanés preceptor de los hijos reales, le oye a Colón referirse a la anatomía más íntima de la reina como “colomba mía”. En los pasillos de la corte castillaragonesa se refieren al navegante como “el palomo”. Otra coincidencia literaria es la salida de Colón del Puerto de Palos justo en la fecha en que los judíos tienen el ultimátum de abandonar España, el 2 de agosto de 1492. Nos imaginamos, entonces, unos barcos llenos de judíos –se especula que el propio Colón, igual que Torquemada, era hijo de un “converso”– dispuestos a aventurarse en los mares embravecidos para no perder la vida a manos de los soldados de Fernando e Isabel. La propia firma de Colón, su “XMY”, puede ser tanto católica como hebrea: Jesús, María y José o, leída de derecha a izquierda, Yehovah Moleh Chesed (Dios, ten piedad). El hecho es que zarpan. No son tres carabelas, sino dos, La Niña y La Pinta, porque la tercera, en la que embarca Colón, es una nao. Es más grande porque se planea llenarla de oro. Tampoco tiene nombre. Oviedo le llamará La Gallega y no será hasta 1571, cuando que los italianos se apropian de Colón, que se convertirá en la Santa María. Sobre quién avista el nuevo continente se hace una apuesta: el primero que vea tierra firme se llevará 10 mil maravedíes. Rodrigo de Triana que va en la más veloz, La Pinta, la ve a las dos de la mañana del 12 de octubre. Pero, al tratar de cobrar, Colón le dice: –Ayer, a las 10 de la noche, vi una lumbre, una candelilla, que se alzaba y bajaba. La apuesta la he ganado yo. El mismo Colón y los hermanos Pinzón bajan una lancha para tomar posesión de la tierra. Pero es decepcionante: una playa blanca, casi sin vegetación, y unos hombres desnudos que les ofrecen cotorras. Les preguntará sin piedad por el Gran Kan, es decir, por el emperador de la China de los relatos de Marco Polo, y los indios –que son taínos– les advierten de “los cariba”, de donde proviene nuestra palabra “caníbal”. En una de las decenas de confusiones en esta historia, Colón piensa que “los cariba” son hombres con cara de perro. Cuando van de vuelta a informarle a los reyes, Martín Alonso Pinzón, quien llega primero, muere repentinamente, y Colón regresa, tras 225 días, con seis indios cubiertos de plumas y con aretes y pectorales dorados. Ha oído “indio” cuando se le dijo “taíno” y cuadró su idea de estar en las Indias. El recibimiento es el 20 de abril de 1493 en Barcelona, y Colón despliega una tela que amarra de dos columnas del palacio. Es una hamaca. Novelesco, el almirante describe el Paraíso Adámico: “en un monte con la forma de una pera o de un seno de mujer que, donde se yergue el pezón, se encuentra el Edén”. El Papa Alejandro VI entra, de inmediato, para proteger semejante hallazgo: les otorga a los reyes españoles el control de las nuevas tierras a cambio de que evangelicen a los indios. Colón hará, en total, cuatro viajes al Nuevo Continente: sufrirá las divisiones entre los colonizadores; que lo arresten y lo embarquen con grilletes, y que la reina le envíe a La Española una alcoba completa, casi un ajuar matrimonial, que hace salivar a los novelistas románticos. Y se convertirá en el primer esclavista de América al enviarle 500 indios a los reyes para subsanar la falta de oro. En medio, Colón protagonizará delirios que alimentarán lo “real maravilloso” de la literatura de medio siglo en América Latina decretando, a pesar de las evidencias, que Cuba es un continente y no una isla, asegurando que duerme en la lengua de un inmenso dragón, y que las perlas que encuentra en Venezuela nacen de una gota de rocío que las ostras bostezan por las mañanas. El “Nuevo Mundo” se inventó en 1507, cuando uno de los marineros de Colón, Américo Vespucio, publicó en Augsburgo una carta a Lorenzo de Medici donde cuenta un viaje que nunca hizo a Brasil. Habla sin rubores de su encuentro con los tupinambas en una sociedad que no tiene reyes ni dioses ni restricciones sexuales. Las 12 páginas de su carta se reproducen en Venecia, Amberes, París, y una copia llega a las manos del duque de Lorena. Ahí, en 1507, un dibujante, Martin Waldseemüller, hace el primer mapa de América con ese nombre, puesto a la altura de Argentina. La palabra- desaparece en los mapas subsiguientes, pero hacia mediados del siglo XVI se establecerá. Es el equívoco de toda esta historia, la nuestra, igual a la de los restos de Colón que no se sabe dónde yacen. Cuando muere, en 1506, están en Valladolid; tres años después se depositan en Sevilla; en 1544 se trasladan a Santo Domingo, aunque es evacuado cuando los franceses toman posesión de la isla y llevado a La Habana. Pero, al parecer, se llevan otro ataúd, el de su hijo Diego. Por lo tanto, el que se llevan los españoles tras su derrota en Cuba en 1898 no es Colón. Lo entierran en Sevilla y, para 1992, los dominicanos le hacen un mausoleo de mármol con un guardia de día y de noche. No se sabe, como nada en esta historia, qué es verdad y qué mentira. En Sevilla está enterrado el hijo menor, Fernando, quien, además de ser el autor de la primera guía turística de España, murió con su biblioteca de 15 mil ejemplares, que aún se conservan juntos. Ninguno de ellos es Vida del almirante, la biografía que hizo de su padre. Esta columna se publicó el 7 de octubre de 2018 en la edición 2188 de la revista Proceso.

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