¿A qué Romero canonizará el Papa?

sábado, 20 de octubre de 2018 · 09:59
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Monseñor Romero es una de las figuras más emblemáticas del progresismo de la Iglesia en América Latina. Su esforzada defensa de los derechos humanos en El Salvador y valiente denuncia de violaciones provocaron la ira de las 14 familias que maniobraban en el país. Éstas determinaron el artero asesinato cuando oficiaba misa la tarde del 24 de marzo de 1980. Un comando paramilitar operó el magnicidio; Walter Antonio Álvarez jaló el certero gatillo por órdenes de Roberto d’Aubuisson, jefe y fundador de los escuadrones de la muerte en aquel país.  Las homilías de Romero eran fuertes denuncias con alto impacto entre la población a través de la radio. La última, un día antes de su sacrificio, fue fatal detonante cuando exclamó a los militares: “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.  El asesinato en el llamado “hospitalito” fue un shock, la gente no lo podía creer. El pueblo, dolido, situó a monseñor Romero no sólo como un mártir, sino como un santo súbito, como aquellos que en la edad media se exaltaban sin la necesidad de procesos ni causas; un santo popular por aclamación del pueblo. Monseñor Romero se vuelve una referencia vital: “San Romero de América”, le llaman los salvadoreños, siguiendo la proclamación que hace décadas formuló el obispo y poeta Pedro Casaldáliga. El drama de su martirio se prolongará en sus funerales. Aquella mañana del 30 de marzo, a seis días del asesinato, el sol caía a plomo y el dolor se percibía por todas partes. El calor húmedo se acrecentaba con una apretada multitud de 150 mil personas, congregadas para despedir a su obispo. Estamos en el centro de San Salvador, en la catedral aún no terminada, en contraesquina del palacio nacional de gobierno. El féretro gris donde reposa apacible monseñor Romero es flanqueado tanto por sacerdotes de la arquidiócesis como por decenas de personajes eclesiásticos que habían asistido de diversas partes del continente.  La misa es presidida por el entonces arzobispo de la Ciudad de México, Ernesto Corripio Ahumada, en representación del Papa Juan Pablo II. Entre los asistentes se podía observar a Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca; Marcos McGrath, arzobispo de Panamá; Dom Luciano Méndes Almeida, secretario de la poderosa CNBB Brasil; Luis Bambarén, del Perú, y entre los muchos sacerdotes estuvo Gustavo Gutiérrez, teólogo peruano, padre de la Teología de la Liberación.  Justo en la homilía, los disparos y agitación se agigantaron y más cuando estalló una bomba en medio de la multitud. Reinó el pánico y el caos. El saldo trágico fue de más de 40 muertos y cientos de personas heridas. La ceremonia fue interrumpida, y después todo fue confusión acompañada por el sonido de las sirenas de las ambulancias. La plaza quedó vacía, sólo se observaron cientos de zapatos abandonados. Esa masacre fue el preámbulo de la guerra civil que duró 12 años.  Hay muchos más curas asesinados, jesuitas y monjas. Romero nunca fue un sacerdote revolucionario o seguidor incondicional de la Teología de la Liberación; fue un pastor que sintió el agravio de la violencia contra su pueblo y se atrevió a protegerlo de la barbarie de la guerra. Se arriesgó a cuestionar los excesos de las 14 familias oligárquicas que predominaban en la vida económica y política del país, que sometían a las fuerzas militares y de seguridad.  Algunos biógrafos aseguran que en su juventud Romero era conservador y que veía con desconfianza las aperturas del Concilio Vaticano II; incluso tuvo vínculos y cercanía con el Opus Dei. Sin embargo, siempre tuvo una actitud de apertura pastoral y de cercanía con la feligresía; sensibilidad social hacia los pobres en un país como El Salvador, tan marcado por las brutales desigualdades e injusticias.  Cuando fue nombrado arzobispo de San Salvador y tomó posesión el 22 de febrero de 1977, el ambiente le era hostil, pues se le menospreciaba. El puesto moralmente le correspondía a Arturo Rivera y Damas, con una larga trayectoria y experiencia. La fuerza de las circunstancias y pérdidas personales como la del jesuita asesinado Rutilio Grande lo llevaron a ir posicionándose de manera determinante desde una Iglesia pobre para los pobres, tal como muchos otros obispos de su generación lo hicieron, pues venían de posiciones tradicionales como Hélder Câmara en Brasil o Samuel Ruiz en México.  Hay que decirlo: la santificación de Romero es también el reconocimiento a toda una generación de obispos que ofrendaron su labor pastoral por los derechos humanos de los pobres y la justicia social.  Ante el sacrificio de Romero, el Vaticano fue tibio. El Papa Juan Pablo II no reaccionó como muchos en el continente esperaban. Pesaron las aparentes diferencias ideológicas y la desaprobación de diversos miembros de la curia hacia Romero. Recordemos que tuvo grandes desencuentros; padeció incluso descalificaciones del entonces poderoso cardenal Sebastiano Baggio y de Alfonso López Trujillo, prelado colombiano obsesionado en combatir la Teología de la Liberación y de todo aquel obispo que optara por los pobres.  Cuentan personas cercanas a Romero que unos meses antes de su muerte, después de una audiencia en Roma el Papa Juan Pablo II le pidió a monseñor una mayor prudencia en sus homilías: “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo para leerlas… Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”. El arribo de Francisco al pontificado descongeló la causa de beatificación de Romero. El Papa autorizó, el martes 3 de febrero de 2015, la promulgación del decreto que reconoce el martirio de monseñor Romero, porque fue asesinado por odio a la fe, y aprobó una declaración de martirologio que allana el camino a la beatificación y ahora la canonización.  La causa fue iniciada por el arzobispo sucesor de Romero, Arturo Rivera y Damas (1923-1994) y estuvo bloqueada más de un decenio. El cardenal Viscenzo Paglia dijo en conferencia de prensa desde Roma que al Vaticano llegaron “montañas de cartas” en contra de la beatificación, bajo el argumento de que monseñor Romero era un subversivo, que incitaba a la población a levantarse en contra del gobierno. Asistí a la beatificación de Romero en San Salvador, ceremonia presidida por el cardenal Angelo Amato, de la Causa de los Santos, y se llevó a cabo en la Plaza Salvador del Mundo de la ciudad de San Salvador el 23 de mayo de 2015. Más de 200 mil personas bajo el candente sol. Me sorprendieron las participaciones del arzobispo de esa capital, monseñor José Luis Escobar Alas, y la del propio Amato: fueron melosas y perfilaban a un Romero amoroso, terso, inmaculado, perfumado en aromas celestiales, y clerical, que enfrentó una realidad confusa y violenta.  Me indignó ver en el estrado, en lugares de privilegio bajo la sombra de la gran carpa, a las 14 familias encumbradas que hostigaron en su tiempo a Romero e incluso hicieron llegar a Roma informes sobre su “inestabilidad psicológica” y “desvíos ideológicos” que obligaron a que se le hicieran dos visitas canónicas de supervisión desde Roma en aquellos años aciagos. El primer supervisor fue el cardenal Antonio Quarracino; más tarde también fue enviado el cardenal Eduardo Pironio. Ambos argentinos y muy cercanos a Jorge Bergoglio, lo avalaron. El colmo fue observar en la beatificación, también en un lugar de privilegio, a Roberto d’Aubuisson Jr, hijo del autor intelectual del magnicidio, alcalde y dirigente del conservador partido Arena.  La Iglesia salvadoreña no ha cambiado y quiere apropiarse de una versión de Romero. Reclama que la izquierda lo caricaturizó, lo elevó como bandera de lucha. Los conservadores de ayer, que atacaron a Romero con el beneplácito del clero salvadoreño, hoy intentan reapropiárselo. ¿A cuál Romero va a santificar el Papa Francisco? ¿Se van a resignificar y clericalizar sus motivos de lucha? ¿Se va a aterciopelar la dura realidad de injusticia y violencia que sigue viviendo El Salvador? Estaremos muy atentos a la prédica del Papa este domingo. l *Sociólogo especialista en el estudio de las religiones. Este análisis se publicó el 14 de octubre de 2018 en la edición 2189 de la revista Proceso.

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