Brasil, hacia el precipicio

sábado, 20 de octubre de 2018 · 09:55
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los resultados de la primera vuelta electoral en Brasil producen enorme desazón. Con 46% de los votos, Jair Bolsonaro, hasta hace poco una personalidad marginal en la política brasileña, se ha encontrado cerca de ganar la presidencia. El candidato del Partido del Trabajo, Fernando Haddad, ha logrado sólo 29% de los votos. Otras noticias son igualmente inquietantes. Por ejemplo, que Dilma Roussef sólo llegue a un cuarto lugar en su búsqueda de una senaduría en su estado natal. Los augurios para la segunda vuelta el 28 de octubre no son alentadores. Bolsonaro no es una personalidad cualquiera. Encarna los rasgos más temidos de la derecha radical en América Latina: exmilitar, partidario del gobierno que ha dejado los recuerdos más amargos de persecución y represión política. Simpatizante de la tortura, el asesinato, la desaparición forzada, partidario de la pena de muerte, conocido por sus expresiones y actos racistas, su homofobia, su desdén hacia las mujeres, su indiferencia hacia las manifestaciones culturales en un país tan rico de ellas.  ¿Cómo es posible que la vida política en Brasil haya llegado a una situación tan deplorable? ¿Cómo explicar una votación que no expresa solamente el punto de vista de los sectores más identificados con las inclinaciones de Bolsonaro, sino que incorpora también a sectores de clase media que hasta fechas recientes defendían valores contrarios a los que se esgrimieron en la época de la dictadura militar? La búsqueda de repuestas no es una tarea irrelevante. Brasil es, sin lugar a duda, el líder de la región de América del Sur; desde Venezuela y Colombia hasta la Patagonia no hay país que pueda compararse con él. Sus grandes dimensiones, sus tendencias demográficas, sus riquezas naturales y el indudable adelanto de sus élites económicas, académicas y de especialistas en diversos aspectos de ciencia y tecnología son conocidas. Es, además, el único país latinoamericano con un claro pensamiento geopolítico, una fuerte presencia entre los países del sur y una clara vocación de gran potencia. No en balde su conocida lucha por ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. Las consecuencias del vuelco político que supondría la llegada al poder de Bolsonaro son grandes desde diversos puntos de vista. Para empezar nos obliga a reflexionar sobre los múltiples obstáculos que encuentran los países de la periferia capitalista para dar el brinco que les permita colocarse sin discusión dentro de la categoría de grandes potencias. A pesar que hace apenas unos ocho años las principales revistas internacionales aseguraban que Brasil iba camino a lograrlo, el hecho es que se quedó empantanado y comenzó a retroceder.  Hay cuatro motivos que ayudan a explicar ese retroceso. El primero de ellos es la terrible desigualdad interna. No es lo mismo el auge y la belleza de las grandes ciudades como Río de Janeiro o San Paulo que la pobreza secular del noreste brasileño o la miseria tan impactante de las favelas que rodean a Río de Janeiro. En América Latina sólo México se compara con los niveles de desigualdad y contrastes sociales que se encuentran en Brasil. Lula da Silva, ahora en prisión, trabajó mejor que nadie para reducir esas desigualdades. Sus programas sociales que permitieron sacar a 30 millones de la pobreza explican, entre otras cosas, que haya terminado su mandato con una altísima popularidad. Pero mantener ese avance era una tarea muy compleja que su sucesora, Dilma Roussef, no pudo consolidar.  Ocurre entonces un efecto inesperado en el que la polarización hacia la derecha invade a quienes, encontrándose cerca de la pobreza, no quieren volver a ella. La lealtad hacia quien ayudó a subir un escalón no es fácil de mantener cuando está presente el temor de volver a bajarlo. De allí el desafecto que ahora se resiente hacia el Partido del Trabajo por quienes fueron sus beneficiarios. La lucha contra la desigualdad se convierte, así, en una tarea de Sísifo que no puede detenerse sin provocar el desplome de lo que se había intentado combatir. El segundo motivo tiene que ver con la estructura disfuncional de las instituciones políticas brasileñas, entre las que sobresale el legislativo. Integrado por múltiples partidos, algunos pequeños, sin ideología propia ni bases de poder definidas, es uno de los poderes más corruptos y poco confiables del país. Por eso pudo prosperar allí el juicio político a Dilma, a pesar de las múltiples debilidades que presentaba y a pesar de que se trató evidentemente de un juicio en el que se exhibió la poca autoridad moral de quienes acusaban. El tercer motivo, enormemente inquietante, es la distancia entre la justeza de la lucha contra la corrupción que se desató en Brasil con el nombre de lava jato, y las consecuencias de llevar adelante esa lucha sin la garantía de un poder legislativo legítimo y sin tener la certeza de que se trató de la lucha contra la corrupción y no de claras venganzas políticas inspiradas por la enorme animadversión de la alta burguesía brasileña hacia la personalidad de Lula. Fueron juicios, al menos en el caso de este último, dominados por consideraciones políticas y no de combate a la impunidad. Recuerdo con irritación y tristeza la manera en que algunos comentaristas mexicanos aplaudieron con tanto entusiasmo el trabajo de Sergio Moro porque, según ellos, meter a la cárcel a un presidente es prueba del auténtico combate contra la corrupción. Nada más alejado de la realidad. La menor sospecha en el sentido de que el encarcelamiento de Lula obedeció a consideraciones políticas y no legales es suficiente para afirmar que la politización de la justicia es uno de los males más perniciosos que pueden ocurrirle a un país. En el caso de Brasil, haber impedido el juego abierto entre Lula y Bolsonaro hubiese impedido los resultados que hoy se observan. Era de esperar que Haddad no tendría las condiciones para sustituir a Lula y que su falta de carisma y comunicación con el pueblo, que sí tiene Lula, hayan contribuido a la situación actual. No está dicha la última palabra. Aún es posible que una movilización final, muy apoyada por las mujeres, revierta las tendencias que hoy se advierten; así lo deseo. Sin embargo, al momento de escribir este artículo algunas noticias, como el apoyo incondicional que le otorga el movimiento evangélico a Bolsonaro, llevan a temer que uno de los representantes más deleznables de la ultraderecha brasileña llegará al poder. Las consecuencias se sentirán en toda la región de América Latina. Este análisis se publicó el 14 de octubre de 2018 en la edición 2189 de la revista Proceso.

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