El lago y el aeropuerto

domingo, 21 de octubre de 2018 · 12:33
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los aztecas tenían por sagrados los remolinos del lago sobre el que vivían. Era una mujer-serpiente –Cihuacóatl– quien enroscaba el agua para hacer naufragar a los navegantes, inundar la ciudad, y ahogar a sus moradores. Por extensión, la mujer-serpiente era la diosa de los niños muertos en el parto; y, hecha acción, significaba “sujetar”, “hacer prisionero”. En lo político, se gobernaba con ella; y ella acompañaba a los guerreros en las batallas. La ciudad de los mexicas se ubicaba con el lago, capturándolo, pero también reverenciándolo. Jamás atentaba contra él. La manera en que la Cihuacóatl pasó de ser un remolino a encarnar La Llorona y, más tarde, a la Virgen de Guadalupe, cuenta la relación de la ciudad con el lago.  Los aztecas eran isleños. El agua los protegía del resto y, desde el mítico Aztlán hasta la creación de un lago artificial en su paso por Teotihuacán, siempre buscaron vivir sobre ella y usarla como medio de transporte y defensa. Por los cronistas de Indias sabemos que habían construido un dique de 16 kilómetros para separar las aguas saladas de las potables; también levantaron el Acueducto de Chapultepec. Pero la historia se repite en este país tartamudo: en 1488, el rey Ahuízotl ordena hacer uno nuevo para desviar las aguas del Río Churubusco, pasando por Coyoacán, pero el señor Cuauhpopoca y su consejo de sabios le advierten sobre los peligros de la obra. Para Ahuízotl el nuevo acueducto es un símbolo de poder y no tolera la crítica; siente que el señor de Coyoacán está poniendo en duda su sabia decisión. Los hechos se desencadenan en los siguientes años: Ahuízotl encarcela al señor de Coyoacán, se inaugura la obra hidráulica con dispendio en banquetes y sacrificios humanos, y la ciudad se inunda en 1502. El propio monarca muere al golpearse en la cabeza, revolcado por las aguas, en uno de los remolinos de la mujer-serpiente del lago. Desde ese año los mexicas le ofrendan al lago, justo en uno de los remolinos, el “Pantitlán”, joyas. Cuando los españoles escuchan que se tiran riquezas al agua, emprenden la infructuosa búsqueda del célebre “Tesoro de Moctezuma”.  Los españoles que conquistan la ciudad y matan a 300 mil guerreros mexicas que la defienden, invierten la relación con el agua: le temen porque, además de tener un miedo medieval al agua, saben que los aztecas usan las compuertas de agua como armas. Hernán Cortés empezó el sitio a la Ciudad de México-Tenochtitlán el 30 de mayo de 1521, después de que los aztecas le abrieran las compuertas para intentar ahogar a sus tropas. Cerradas las calzadas, bota 13 barcos de vela con 10 remos cada uno para lanzar la ofensiva final que durará 75 largos, hambrientos, húmedos y afiebrados días. Una epidemia de peste se desata. Entre las ruinas de la ciudad, el 13 de agosto –día de la rendición– aparece una mujer que pregunta dónde han quedado sus hijos. Es la mujer-serpiente que ha salido del agua –según el último presagio de la derrota– contenida en un remolino de fuego que circundó la ciudad. Su presencia dará origen al fantasma colonial de La Llorona. Se confunden las narraciones: los hijos muertos en el parto, los cadáveres que taponan las acequias, los sacrificados para que la mujer-serpiente no capturara a los navegantes, la muerte que acarrea la conquista. La mujer-sierpe reaparece en tierra como Tonantzin-Guadalupe. Ya no pregunta por sus hijos desaparecidos, sino que los protege. Es una deidad que depende de su presencia física: su representación es ella. En 1629, la ciudad se inunda durante cinco años. Además de subirla un nivel trasladando tierra en canoas, conectarla con puentes improvisados, y negarse a desplazar la capital novohispana a Puebla, los colonizadores españoles aceptan el sospechoso culto a Tonantzin-Guadalupe: ponen su imagen en una barca que recorre el enorme anegamiento. Madre de la ciudad desecada, baja de los cerros para asistir a los inundados.  El poder se concentra en extender la tierra sobre el agua. Por eso, las autoridades recurren a un holandés, Adrian Boot, que dibuja la ciudad lacustre como una Bestia del Apocalipsis: Chalco es la cabeza, el lago de Texcoco es la barriga, la cola es Xaltocan y los cuernos son los ríos de Tlalmanalco y Tepeapulco. Según Boot, si se sumaban las letras de los nombres de los reyes aztecas se obtenía el temido 666. El remolino sagrado, el “Pantitlán” se les convierte en una obsesión a los gobernantes virreinales: buscan el tesoro de Moctezuma que ahora es una compuerta secreta que desaloja el agua y que sólo los indios conocen. El “Pantitlán” es como el tapón al fondo de una tina. Es justo la idea del hamburgués Heinrich Martin, a quien los mexicanos pusieron Enrico Martínez: hacer un cañón a cielo abierto en Huehuetoca para desalojar el agua. Durante un siglo, miles de indios mueren haciendo ese drenaje, colgados con cuerdas y raspando la tierra con las manos y uñas.   Están contra el lago y el único proyecto que compartirá el virreinato de la Nueva España, el México independiente y el posrevolucionario es sacarle el agua a la cuenca del Valle de México. Lo que se logró en tanto tiempo de temerle al agua es un tazón impermeable que se llena cuando llueve –a pesar de un drenaje profundo– y un centro que se calienta porque sólo guarda los rayos solares. La Ciudad de México, a diferencia de muchas, no tiene una distribución norte-sur, sino oriente-poniente: la zona del lago indígena contra la de los españoles terrestres. Desde el aire, un lado es gris y el otro es verde. Medio milenio de esfuerzos: aquí lo que no se inunda, se desbarranca.  Los cinco lagos –Texcoco, Chalco, Zumpango, Xochimilco y Xaltocan– eran un sistema lacustre que abarcó 2 mil kilómetros cuadrados. Hoy sólo quedan 13 kilómetros. En la primera república, los barcos de vapor trasladaban pasajeros –Santa Anna y Benito Juárez incluidos– desde el embarcadero de San Juan de Letrán hasta Iztacalco o Santa Anita. Pero los gobernantes de las dictaduras prefirieron los trenes y, más tarde, los tranvías y los automóviles; con ello, la fórmula fue desalojar el agua y construir sobre lodo. Los funcionarios públicos se hicieron empresarios del transporte, inmobiliarios y constructores.  Último suspiro del profesor Hank González, la construcción del aeropuerto en Texcoco ha pasado ya por tres sexenios: Vicente Fox tuvo que enfrentar a los pueblos de floreros de San Salvador Atenco –el entonces gobernador Enrique Peña Nieto los golpeó, ordenó violar a sus mujeres y los encarceló–; Felipe Calderón fingió una expropiación con fines “ecológicos” para vender los terrenos a los especuladores inmobiliarios, y Peña Nieto le inyectó dinero de los fondos de pensión y acabó endeudándose para pagar bardas que cambiaron varias veces de lugar, devastar cerros completos de tezontle para tratar de estabilizar el lodo, y anunciar 100 mil empleos, cuando no serán más de 14 mil. El lugar del aeropuerto del último suspiro del corrupto Hank González está en una zona que se inunda y que no tiene suelo, sino una gelatina de lodo de 70 metros. Cada año se hunde 44 centímetros. Cada centímetro rellenado ha costado hasta ahora 500 millones de pesos.  Desde sus aguas salitrosas, una de las 150 especies de aves que migran y se cazan ahí, el pato chalcuán, ha visto desde mamuts, a los seres humanos más antiguos de Mesoamérica –la Mujer del Peñón y el Hombre de Tepexpan– hasta a los más de mil pueblos que se asentaron en sus riberas antes que los aztecas. Como el chichicuilote, el búho de cuerno corto, varios tipos de gavilanes y águilas. El pato chalcuán mira sin asombro los trascabos, las grúas, las revolvedoras de piedra. Él sabe lo que les sucede a los reyes que desafían al lago. Esta columna se publicó el 14 de octubre de 2018 en la edición 2189 de la revista Proceso.

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