Aviones

domingo, 28 de octubre de 2018 · 09:26
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- A quien inventó la palabra “surrealista”, Guillaume Apollinaire, le debemos también “avión”. El poeta que crea lo simultáneo y la “cuarta dimensión” de los versos –en sincronía con el cubismo en la pintura–, enuncia al avión como un Cristo, una parvada de pájaros sobre París, un mago que vuela. La nueva máquina no puede llamarse, como en inglés, “aeroplano”, que sólo lo diferencia de un aparato volador circular, sino debe ser “avión”: ave. El término quedó patentado el 19 de abril de 1890 para referirse al nombre genérico de los dos aparatos voladores de Clément Ader llamados, a su vez, Eole I y II, que recordaban al hombre que le regala una bolsa de vientos a Ulises en la Odisea. Como la historia no termina bien –los marineros, creyendo que la bolsa contiene riquezas, la abren sin permiso de su dormido capitán y retrasan una vez más la llegada a Ítaca–, Ader quiso que su invento, 13 años anterior al de los hermanos Wright, tuviera que ver con los pájaros. Apollinaire apoyó con furia que esa máquina se llamara “avión” y no “airplane”: No, tus alas, Ader, no eran anónimas cuando llegó el gramático a dominarlas, a fraguar una palabra erudita sin nada de aéreo donde el pesado agujero y el asno que le acompaña (aeropl-ano) componen una palabra larga, como un vocablo de Alemania. ¿Qué habéis hecho, franceses, con Ader el aéreo? Una palabra era suya, ahora ya nada. El poeta del “Mal Amado” y el “Malhe-rido”, que consumió en tan sólo 38 años todas las lecturas, los alcoholes, amores y calles, le hereda a sus contrapartes mexicanas su vuelo. Son los estridentistas que, a semejanza de las vanguardias europeas, toman a los aviones como motivo artístico. Kin Taniya, es decir, Luis Quintanilla, cinco años después de la muerte de Apollinaire –a quien había conocido en casa de su padre en París–, publica “Avión”:  Zumba avión ¡Qué feliz de partir hacia un azul infinito! Toda la buena carne de mi corazón los hombres me la han devorado. ¡ADIÓS TIERRA! a la que tanto me gustó cantar Ahora mi corazón de acero vibra mecánicamente Abajo oigo sollozar al mar que me vio partir. Apollinaire compartió, con toda la vanguardia europea que él prefiguró, su curiosidad por México, última morada de su hermano, Albert. Le interesó –sabemos por José Emilio Pacheco– la frase “hijos de la chingada” que el padre de Luis Quintanilla le había referido con todas sus posibilidades, antes de que Octavio Paz la fosilizara en ungüento vagamente freudiano. Residente en la capital, su hermano Albert le sirve de fuente para sus artículos de periódico en los que, por ejemplo, da cuenta del asesinato de Madero en un golpe de Estado funesto. Pero son los estridentistas los que más siguen a Apollinaire –José Juan Tablada dirá que le parece “convencional”, aunque sospechamos que es un adjetivo para no desbordarse en admiración– y su ruta la adivinamos en el uso de la palabra “avión”.  Como contraparte estética de la Revolución Mexicana, el estridentismo se nutre, como escribió uno de sus líderes, Arqueles Vela, “no de su ideología, sino de su dinámica”. Manuel Maples Arce, el primer autor del Manifiesto Estridentista del que recordamos el grito de “Viva el mole de guajolote” (1921), señala que la diferencia entre los futuristas italianos y los estridentistas mexicanos era que unos se referían al exterior de los objetos y ellos al “interior emocional” de las novedades: la radio, los autos de carreras y el avión. Al igual que para Apollinaire, para los mexicanos el avión no era la maquinaria de guerra para bombardear que, a la postre, se utilizaría por los nazis en Guernica, sino el ave, el sueño de remontar las nubes, la placentera caída hacia arriba. Sobre ésta se construiría uno de los grandes poemas de la época, “Altazor”, del chileno Vicente Huidobro (1931), que describe la caída de un hombre en paracaídas desde un avión y, simultáneamente, el descenso de la mente en la locura. Curiosamente Huidobro no hace caso de la palabra “avión”, tan apreciada por los poetas franceses y por el propio Pablo Picasso que dibuja el retrato del chileno en la primera edición de “Altazor”: “Una tarde, cogí mi paracaídas y dije: ‘entre una estrella y dos golondrinas’ . He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae. Mi madre bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoíris. Si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco”.  El origen poético del avión nos hace más conscientes de la traición que implican los usos de la tecnología. La idea de volar estaba inicialmente emparentada con viajar a la lejanía y con traer de vuelta algo invaluable. Herodoto imaginó máquinas de volar que trajeran nieve de las montañas para hacer helados de sabores, pero Da Vinci las dibuja entre sus máquinas para la guerra, para defender a Florencia de las otras ciudades. Los aviones todavía tienen ese doblez: desde sus asientos podemos mirar las nubes casi tocándolas como algodones pero, para subir al aparato, tuvimos que ser cateados como terroristas. El avión para contemplar nuestra propia pequeñez es, también, el que se usa como arma para estrellarla contra un edificio. Sin ir más lejos, las consultas sobre dónde poner un aeropuerto nuevo en Francia, Alemania y, más recientemente, en México, repiten la doble pirueta del avión: son metáforas de conexión entre lugares y personas pero también destruyen su entorno. Después de todo, su propagandista, Apollinaire, se nacionaliza francés –era de madre polaca y bastardo de un aristócrata florentino–, se enlista en la Primera Guerra Mundial y canta al entusiasmo y el riesgo de la violencia. Una esquirla de una granada le horada la sien.  Pero aterricemos en el estridentismo y en su Café de Nadie, antigua cafetería Europa en la actual avenida Álvaro Obregón en la colonia Roma de la Ciudad de México. Ahí se redacta el primer manifiesto, en un país –como apunta Pacheco– harto de que cada cuartelazo tenga su plan, pero pronto se abandona la Ciudad de México por la “Estridentópolis”, es decir, Xalapa, Veracruz. Es desde ahí que la vanguardia reseñada por Borges, atendida por César Vallejo y el propio Huidobro, se lanza en una batalla perdida contra los poetas estéticamente bien portados, Los Contemporáneos. Los combates literarios se dan entre antologías de poetas “modernos”. En la que preparan Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia sólo se incluye a Maples Arce como estridentista, quizás porque lo había traducido ya John Dos Passos. En la del propio Maples Arce y Germán List Arzubide se elogia sólo a dos de los Contemporáneos: José Gorostiza y Carlos Pellicer; hacen pedacitos a los demás: “Ortiz de Montellano es una errata de la poesía mexicana”. Los estridentistas convergen con el cardenismo “y la vida es una tumultuosa conversión hacia la izquierda”. Los Contemporáneos dicen ser lejanos a la política pero casi todos serán alemanistas. Quizás fue en agradecimiento que Pellicer le dedica un poema a Arqueles Vela en septiembre de 1968: “Arqueles, vela. Vela su soledad”. Como sabemos, sobre el cardenismo triunfaron los modernizadores priistas. Y el avión soñado por los poetas terminó en la rapiña por los terrenos de su aeropuerto.. Esta columna se publicó el 21 de octubre de 2018 en la edición 2190 de la revista Proceso.

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