Economía y vicios públicos

domingo, 28 de octubre de 2018 · 09:27
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las fuentes de la violencia en nuestra época es la economía, una palabra equívoca que los griegos llamaban, para distinguirla de la verdadera economía (“el cuidado de la casa”), crematística (“el arte de ganar dinero”).  Esta forma del mercado (que los propios griegos, como lo muestra Aristóteles, veían con desconfianza porque desborda los límites, el justo medio, donde la vida florece, y que Marx retomaría en El capital para condenarla con un verso de Virgilio: auri, sacra, fames –“maldita sed del oro”–) se volvió “la forma esencial –dice Hegel– del mundo moderno”. No hay lugar, por más sagrado que sea –amor, religión, política, ámbito familiar–, que la economía no haya corrompido. Su poder nació con el capitalismo, pero en la lógica de los primeros economistas, como un sustituto de lo sagrado que, con el surgimiento de la crítica racionalista, entró en crisis. Frente a la ausencia de una contención mediante el temor de Dios, la economía surgió –según el historiador de la economía Albert Hirshman– como un remedio a las pasiones que llevan a los seres humanos a la discordia y a la destrucción mutua. La indiferencia recíproca y el egoísmo privado fueron los remedios que los economistas imaginaron para evitar el contagio de las pasiones violentas, una manera de canalizarlas en función del progreso o, para decirlo con Adam Smith: movidos por “intereses egoístas” y animados por “el amor de sí” (self-love) los seres humanos engendrarían, como llevados por “una mano invisible”, la prosperidad social y la armonía colectiva. Como lo sabían los griegos y lo miró Marx, la economía engendra en realidad su contrario. Ese nuevo dios invertido, llamado dinero, que semejante a Dios, pone en relación todo, se volvió una fuente de violencia atroz, una forma de explotación brutal de seres humanos, pueblos y medio ambiente. Hoy, la economía, la sed de todo aquello –dice Smith definiéndola– que deseamos de otro, ha agregado formas terribles de destrucción y sometimiento, no previstas ni por los griegos ni por Marx: el odio, el resentimiento, el asesinato, la desaparición, el secuestro, la corrupción y las especulaciones financieras de todo tipo. El mundo se volvió una pura realidad instrumental cuya función es maximizar el dinero y el consumo. Con él se compra todo, desde objetos inanimados hasta conciencias, seres humanos y vidas. No hay contención posible para un dios arrogante cuya función es alimentar el “egoísmo”, “el amor de sí” y el deseo que quiere satisfacerlos no sólo con las producciones que mediante la industria y la tecnología produce, sino con los seres vivos que su mismo poder transforma en mercancías.  Como en el mundo sagrado antes de ella, la economía –dice el filósofo Jean-Pierre Dupui– nunca pudo, según lo pretendía y aún lo pretende la arrogancia de los economistas, producir reglas que la limitaran. Es una de las raíces de la violencia actual. “La mitología griega dio un nombre a lo que acontece cuando una estructura jerárquica (en el sentido etimológico de orden sagrado) se colapsa: el pánico (“el miedo a lo desconocido”), a lo que perdió el sentido y se volvió salvaje y violento. “Si Dios ha muerto –decía ­Dostoievski contemplando la emergencia de un mundo que perdía el sentido de la vida–, todo está permitido”; el nuevo dios que produce pánico (cuya etimología Pan, en referencia al dios que representa la naturaleza salvaje, e ico, casa, el terror que produce lo salvaje dentro de la casa), lo permite, lo auspicia, lo consiente. López Obrador lo tiene claro. De allí su insistencia en la austeridad republicana, su cruzada contra la corrupción, su intento, casi desesperado, por moralizar un mundo sometido a los designios de un dios brutal y devolverle lo que llama la honestidad –lo decoroso, los razonable o, para decirlo con lo griegos, el cuidado de la casa.  Sin embargo su deseo moral no basta. Su labor como presidente no debe ser la del predicador, sino la del político, es decir, la de aquel que debe crear el suelo suficiente –en el orden de los límites que son los de la justicia– para que la moral florezca. Debe obrar no como moralista, sino en tanto hombre de moral. Cuando se confunden los roles se cae en la incongruencia, en la que constantemente López Obrador se ve envuelto. La más reciente, por su evidencia mediática, fue su sometimiento al dios de la economía en la boda de uno de sus más cercanos colaboradores, César Yáñez (Proceso 2188). Una boda donde el discurso de AMLO quedó (como en otras ocasiones, cuando, por ejemplo, en nombre de un perdón mal entendido ha eximido de la justicia a responsables de graves corrupciones) arrodillado e instrumentalizado por la deidad del dinero. El dinero sigue mandando. Lo que produce desconfianza y pánico.  AMLO y su equipo, que se han dado la tarea de devolverle los límites a la nación y ponerle diques al desorden de la economía, hacen pensar en otro tipo de arrogancia, la de imaginar, como Napoleón, que por el hecho de colocarse la corona se adquiere una posición de autoridad. Hablar de moral y no actuarla en el orden de lo político, es decir, en el de la justicia, no sólo es ingenuo; produce, como ha sucedido con la economía, su efecto contrario: el pánico, la desconfianza, la discordia y la violencia. Los vicios públicos son tan violentos y atroces como los privados. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE. Este análisis se publicó el 21 de octubre de 2018 en la edición 2190 de la revista Proceso.

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