La insoportable velocidad del ser

domingo, 7 de octubre de 2018 · 08:59
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 12 de mayo de 1968 unas 3 mil personas irrumpen en el Teatro Odeón de París encabezadas por el director del Living Theatre, Julian Beck, y su esposa, la actriz Judith Malina, el arquitecto Paul Virilio y uno de los artistas de la huelga estudiantil: Jean-Jacques Lebel. Cuelgan una manta en la fachada del edificio con la leyenda: “El Odeón está abierto”. La toma del teatro intenta poner en marcha por lo menos tres ideas: teatralizar la política para que sea arte lo que suceda en las calles; llevar los rituales corporales y la desnudez al movimiento de los estudiantes, y denunciar el carácter “arbitrario y mercantilista” del teatro nacional. Tras la derrota del movimiento, aparecerá una frase pintada en el muro del Odeón: “La imaginación no tomó el poder, pero fue divertido”. En 1968, Paul Virilio, quien murió el lunes 10 de septiembre, es un arquitecto que está experimentando con los planos inclinados, los muebles que saltan de los techos y con la topología que hace relativo el adentro-afuera en una botella de Klein. Es el París de la revuelta estudiantil que lee sobre la idea de la imaginación como libertad en Sartre, pero también al Guy Debord de la sociedad del espec-táculo: “que el poder humano no se ajuste al poder adquisitivo”. Es el París de la Internacional Situacionista que escribe poemas y aforismos en las paredes durante la huelga –“Soy marxista de la tendencia Groucho”; “Pidan lo imposible”; “Formemos comités del sueño”– y que hizo decir al filósofo Gilles Deleuze: “El mayo del 68 no es un acontecimiento político como la Revolución de Octubre o la de 1789; el 68 fue un acontecimiento literario”. Asmático, agorafóbico, claustrofóbico, Virilio llega al tumulto del Odeón con una teoría de la asfixia contemporánea que simbolizan los bunkers antiaéreos y antinucleares, y una propuesta arquitectónica que no use al automóvil como modelo de la sala de cine, el teatro y la casa. Los de Virilio serán espacios imaginarios que el cuerpo habita, deses-tabilizado, sintiendo su propia fuerza de gravedad, “como un bailarín”. Llega con la idea de renovar la vida en departamentos suspendidos en el aire. Pero se topa con el mayo aforístico, el de los teatreros gringos que traducen a Antonin Artaud desde la lucha contra la guerra en Vietnam: “Me separé de mis raíces. Me volví un hombre de palabras”. La teoría de Paul Virilio es sobre el tiempo, la velocidad y el poder: “Los sedentarios no son los que se quedan en sus casas, sino los que están conectados. Están en su casa mientras vuelan en un avión o en un cuarto de hotel. Los nómadas son los que no están en casa en ningún lado. Son los sin-casa, los inmigrantes, los que sólo se detienen cuando los detienen”. En La estética de la desaparición (1991) y El procedimiento silencio (2000), el retrato que Virilio hace del presente es el de la sincronización: el mundo vive al ritmo de la transmisión en vivo del streaming, y en lo instantáneo de las reac-ciones. Quien detenta la riqueza neoliberal es quien maneja la velocidad de nuestras conexiones. No se trata tanto del contenido, del significado, sino de la simple velocidad. El poder sobre ésta no es visible –porque lo visible puede ser amenazado–, sino en busca de su desaparición con cada segundo. Como el pensar es un efecto de la duración, la velocidad atenta contra lo duradero y, por tanto, contra la posibilidad de pensar: “Las guerras esporádicas que vivimos tienen el objetivo de ocupar un territorio de igual forma como tienen la meta de recapitular el mundo desde la ubiquidad del poder”. Es decir, la guerra es la de los bombardeos, pero también la del espectáculo del resumen del conflicto. Ya no se piensa, se despliegan opiniones. Lo que nos resulta invisible –los servidores globales conectados a cada chip de nuestra vida doméstica– tiene como objetivo, todos los días, la empresa de la aparición. Nosotros, los cuerpos humanos, somos tratados ya como simples vectores de una acción que transita por los cables y el aire. No oponemos resistencia a la velocidad, nos dejamos llevar por el fluir de su aceleración, no logramos pensarla. Enfático, Virilio dirá en una entrevista después del atentado de las Torres Gemelas: “La globalización es la disuasión de la política”. En efecto, lo que vivimos como shock nos impide pensar; el tiempo real es una herramienta del poder y, también, de su resistencia. Uno de los retratos más inquietantes que Virilio escribe en sus ensayos sobre el presente –además del de la enfermera en un hospital de Chicago que abre un casino donde se apuesta la hora y el minuto en que tal o cual paciente morirá– es el de Howard Hughes, el magnate de la aviación norteamericana. Además de la enfermedad mental compulsiva que lo aquejaba, Virilio se pregunta por qué ese millonario que dedicó su vida a la velocidad en el aire con sus aviones cada vez más faraónicos, es el mismo personaje que no tolera ninguna variación en su vida cotidiana: a la misma hora, un empleado cuelga de un árbol, frente a donde sea que duerma, una bolsa de plástico con un sándwich de jamón y mayonesa. Rara vez Hughes sale y se lo come, pero sí verifica por la ventana que esté ahí. ¿Por qué Hughes iba a un hotel en Acapulco que tenía un cuarto que era la réplica exacta del que tenía en Hollywood y en Nueva York? La respuesta de Virilio es inquietante: la velocidad extrema es una suspensión del tiempo. A grandes velocidades experimentamos una inercia, un lapso que desaparece, y sólo quedamos nosotros en el silencio y la calma de un tiempo que parece ya no transcurrir. Eso nos dice mucho de nuestra modernidad obsesionada con la rapidez: estamos buscando que el tiempo realmente no transcurra. El tiempo real ya no es un tiempo que pasa, sino que se expone. Ya no miramos las pantallas, las vigilamos. Sobre la forma en que miramos, Virilio hace un resumen hipnótico: el arte sacro de las monarquías divinas y el arte profano de las democracias se extingue en el arte “profanado”; es decir, el que muestra imágenes de cuerpos aniquilados por el accidente. La idea de la catástrofe como estética es central para Virilio, que piensa en lo que miramos, ya no como “representativo”, sino como “presentativo” y, de igual forma, reflexiona sobre la extinción de la delegación de poder en las democracias y la tiranía de las opiniones que se imponen como evidencias. Miramos la “inercia de la inmediatez”. Y se pregunta si la estética del accidente, de Chernobyl a las inundaciones del cambio climático, no tendrán un correlato en la genética: “¿No nos estamos dirigiendo al gran arte transgénico en el que, en cada oficina y laboratorio se lanzará cada año un “nuevo estilo de vida” transhumano?”. Por lo pronto, ya en el acuerdo comercial del Pacífico, las secuencias transgénicas de semillas son consideradas “derechos de autor”. Los creadores ya no serán los artistas, sino las compañías biotecnológicas, como Monsanto. Paul Virilio confirma que la reflexión crítica es hermana de la paranoia. Los que criticaron, como Marx y Charles Chaplin, la uniformación del espacio de la producción industrial, ahora deberían escandalizarse de la sincronización temporal de un espectáculo que hoy abarca la catástrofe, el accidente, el atentado, las masacres. La cinta sin fin en la que Chaplin aprieta tornillos dio paso a una cinta del tiempo con la que todos estamos sincronizados. Virilio no vio en la interactividad la posibilidad de un diálogo, sino la presión que el tiempo real ejerce para que reaccionemos al terror. No vio en la red mediática un intercambio, sino el eco que nos devuelve. No vio en la globalización un achicamiento del planeta, sino la clausura del mundo a favor de un poder invisible. Virilio llegó a la toma del teatro Odeón en 1968 con una metáfora en mente: la cueva en la que se había aparecido la Virgen de Lourdes en 1858 ahora era un bunker antinuclear. Lo que había que hacer con el espectáculo de la aparición era sacarlo a las calles para incluir a todos en una experiencia directa. Lo que había que salvar en 1968 en aquel mayo de París era el diálogo, los cuerpos y la conciencia. En el momento de su muerte, Virilio veía en las pantallas el rechazo a esas tres formas de la humanidad.. Esta columna se publicó el 30 de septiembre de 2018 en la edición 2187 de la revista Proceso.

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