Prohibido Del Paso

domingo, 25 de noviembre de 2018 · 09:59
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No creo ser el único en pensar que las cuatro novelas que dejó Fernando del Paso –José Trigo, Palinuro de México, Noticias del Imperio y Linda 67– pueden ser vistas dentro del juego de las distancias y la cercanía: región, país, continente y microhistoria más allá de la frontera norte. Ya Martin Amis, el narrador británico, lo dijo en 2007, cuando Del Paso ganó el Premio FIL de Literatura en Guadalajara: –Primero escribes sobre tu ciudad; después de la ciudad que quisieras habitar; luego vienen las novelas históricas, y más tarde quizás una novela sobre el sexo.  En esa ocasión Amis contó una anécdota de la que me acordé ahora que Fernando del Paso murió. Dos años antes, en 2005, Amis fue a visitar a su maestro Saul Bellow a la cama de hospital en la que agonizaba. En algún momento Amis tuvo este intercambio con Bellow:  –Al final, ¿qué es lo que crees más importante en la vida de un hombre? –preguntó el autor de Campos de Londres.  Bellow lo esquivó con la mirada fija en la ventana del cuarto y aseguró sin dudar: –la forma en que trató a sus mujeres. No sé cuáles fueron las conversaciones de Fernando del Paso en la espera de su final. Él, que había hecho de la charla y la entrevista un arte mayor, como cuando registró sus intercambios con Juan José Arreola, precisamente sobre el tema del olvido y la memoria. Supongo que habrá festejado la victoria de Andrés Manuel López Obrador a quien apoyó desde el desafuero como jefe de gobierno de la Ciudad de México.  Pienso en eso y creo que tampoco seré el primero que ha visto en las novelas de Del Paso la invasión de las voces como una democratización de las formas narrativas. Piénsese en Palinuro de México, esa novela sobre el estudiante de medicina en 1968 que lleva el nombre del barco que transportaba la llama olímpica. Acaba disectando a un cadáver atropellado por un tanque en la marcha del 27 de agosto y descubre que es su doble siniestro: su propio cuerpo que es sólo órganos. “Entre la mitología de la palabra bisturí y la resección de un estómago, había una distancia enorme”, se dice que piensa él, narrado por alguien más, delante de su doble. Son los cuerpos en las calles prohibidas que salen sin convocatoria del Partido o del Sindicato Charro los que regresan en forma de cadáveres. Son “sueños” que se van cuando descansan en las planchas de los forenses. Han sido vomitados a las salas de los hospitales porque se ha establecido que no pertenecen al país, que no son digeribles, sólo excretables. Las voces del Palinuro convergen en lo horizontal de las planchas, sea la del Zócalo, sea la del forense. Es en la muerte en que, al final, pueden ser iguales. Al final de la novela, Palinuro renace sólo para atestiguar que, en la escalera de los testigos, él es “el que fracasa con mayor estrépito”.  Pero si Palinuro es la idea de la muerte como derrota política definitiva de los iguales por extinción, en Noticias del Imperio, sobre Carlota y Maximiliano, los emperadores del México Habsburgo, los conservadores y liberales mexicanos de la guerra contra la intervención se amalgaman en una igualdad intercambiable. El Juárez de Del Paso es producto de la imposibilidad de que la nación se engarce mediante las leyes. Sólo la guerra contra un Maximiliano que se aliena de sus propios apoyadores conservadores logra inclinar la balanza hacia el lado republicano y liberal. De nuevo, el vocerío de lo testimonial lleva adelante la novela: con el mismo peso que Carlota, el jardinero o el indio mayo aportan narrativas, no de lo “histórico” sino de lo “vivido”, insertando el acontecimiento como sustento de la verdad. La pregunta de Noticias del Imperio, me parece que es sobre la soberanía, esa distancia jerárquica que permite ordenar. Del Paso asegura que no es la ideología liberal o monárquica, sino la ejecución. Juárez fusila a Maximiliano y funda el Estado mexicano moderno.  Cuando recibió el Rómulo Gallegos en 1982, Del Paso escribió su declaración de principios en el fragor del enfrentamiento entre Argentina y Gran Bretaña por las Islas Malvinas. Lo tituló “Mi patria chica, mi patria grande”. Ahí sostiene que aprendió el propósito de escribir con los autores latinoamericanos –Roa Bastos, Lezama Lima, Cortázar, Neruda, Uslar Pietri y Carpentier– pero que la forma de su escritura tiene tres fuentes: el simbolismo de Edgar Allan Poe, el surrealismo de Bretón (incluye a Magritte porque, como se recordará en estos días de luto, Del Paso era, también, un pintor e ilustrador) y el modernismo de James Joyce. Ser un escritor latinoamericano era, para Del Paso, la traducción a otra forma del legado de Occidente. En 1991, durante una conferencia en la Sorbona, Del Paso aclaró un poco más aquello de las patrias de los novelistas:  La religión y el idioma fueron las armas de la conquista española de América. Fue con ellas que nos hicieron parte de la cultura occidental. Pero, de vuelta, ese proceso de transculturación que comenzó hace 500 años y continúa, hace que Shakespeare, Uccello, Bergson y Mahler nos pertenezcan tanto como a los europeos.  Del Paso contestaba así al programa de mano que, por una torpeza de los franceses, contenía una cita del Posdata de Octavio Paz, en la que éste asegura que los latinoamericanos somos periféricos y que entramos a la historia por obra de los comerciantes que nos introdujeron a la modernidad justo cuando sus luces se estaban apagando. Es por eso que Del Paso se refiere así a esa noción de la “periferia”, tan en boga en los setenta: “Yo no entré a ningún lugar por un comerciante ni me siento un intruso aquí”. Se desató entonces un intercambio entre Del Paso y Paz que sugiero busquen en los archivos de Proceso. Me quedo con la frase del autor de José Trigo: “Nuestra tierra es el mundo y nuestro idioma común, la esperanza”.  José Trigo, la novela que Del Paso escribió con la beca del Centro Mexicano de Escritores entre 1959 y 1966, tiene como fondo el conflicto ferrocarrilero en los estertores de López Mateos y la “gobernabilidad” de su secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz. Luciano, el protagonista, está basado en Demetrio Vallejo, un líder sindical electo democráticamente que se opone a las trapacerías de Manuel Ángel, el “charro” de la burocracia priista. Son los dos polos de una mitología que, unas veces es azteca; otras romana, e incluso egipcia. Nada se escapa a la enumeración de asociaciones entre Latinoamérica y el resto del Occidente. Como escribió Severo Sarduy, sobre ese lenguaje barroco que es de Lezama Lima y de Del Paso: “el espacio de la superabundancia y lo desechable en el que la palabra se extenúa, dando paso al estancamiento”. En el caso del autor de José Trigo, hay también mucho del fluir de palabras-detalle, palabras-objetos, de la prosa de José Revueltas. Mi idea, que quizás sea de muchos otros en estos días, es que las palabras del barroquismo de Del Paso funcionan igual que el vocerío de versiones, rumores, anécdotas, percepciones de varios de sus personajes: igualan las palabras en un afluente que llega, al final, a un manglar en el que se estanca. Lo que leemos siempre, después de ese fluir casi inagotable de castellanismos de todos lados, es la quietud.  Épica, satírica, dramática, burlesca, pornográfica y escatológica son las obras que nos dejó Fernando del Paso. El fluir es la travesía de la escritura. Se ha dicho que pertenecen a la ambición de escribir la “totalidad”, eso que podría encapsular la experiencia de vivir, como en el Ulises de Joyce. Creo que las novelas de Del Paso retratan otra aspiración, la de la igualar sentencias, versiones, y testimonios en algo en el que la pregunta por lo que sucedió incluye cómo sucedió y a quién. En ese fluir, sus novelas son afluentes de versiones donde la verdad sólo emerge como lo imaginado por sus mareas. Esta columna se publicó el 18 de noviembre de 2018 en la edición 2194 de la revista Proceso.

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