El fifí en la Nueva España

domingo, 2 de diciembre de 2018 · 09:48
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En el español de la Real Academia, “fifí” es un “presumido que se ocupa de seguir las modas”. En Vicios ordinarios, Judith Shklar lo define así: “Hábito de hacer que la desigualdad duela”. Quien desprecia y rechaza a quienes considera inferiores y suspira y halaga a los superiores, vive avergonzado de su propia situación, de su familia, de sí mismo. El “fifí” es un rehén de su propio desprecio que vive como una insuficiencia frente al poderoso y que exacerba su desdén a su origen más bajo. Se asimila al término inglés “esnob”, y su carácter es destructivo porque encarna una parálisis: no cambiar la situación a la que aspira y buscar desaparecer a los de abajo. El “fifí” cree tener derecho a algo que no alcanzó por mérito ni talento y se jacta de ello con su riqueza o apellido o, en la mayoría de los tristes casos, al ser cruel hacia los menos favorecidos. El problema del “fifí” no es si tiene o no riqueza sino el alarde que hace de su estatus dentro de la sociedad desigual. Si uno se enorgullece del lugar que ocupa en la injusticia y la crueldad, en el fondo acepta también las reglas de esa disparidad. Ponerse una camiseta que tiene por lema: “Dime Fifí”, resulta no sólo una ceguera social sino una especie de degradación personal. La diferencia entre reivindicar “naco” y “chido”, con respecto a autodefinirse como “fifí”, es que en uno se reivindica un término derogatorio y en el otro se coloca encima de un supuesto lugar de privilegio ante los demás. Al asumirse “naco”, se acepta toda la estética de lo kitsch. El “fifí” se degrada a sí mismo al mostrar que no es nada sino el lugar que ocupa en una supuesta escalera ascendente.  No en balde el padre Miguel Hidalgo, antes de empuñar las armas contra los españoles, traduce, adapta, y representa en sus curatos de San Felipe y Dolores dos obras de Molière que tienen que ver con los “fifís”: Tartufo y George Dandin. En ambos, el engaño es producto de la hipocresía de despreciar a los inferiores. El “fifí” de la Nueva España nace de la contradicción entre los criollos ricos y los aristócratas pobres. El estatus de los linajes, muchas veces comprados al precio de humillarse en las cortes, se exacerba con un peninsular que añora morir en España. Los criollos, como Francisco Xavier Clavijero, no odian a España sino que aman a México simplemente por ser el lugar donde aprendieron a vivir: Yo cedo por Tacuba, pueblo inmundo, Roma, famosa capital del mundo. No hay, cerca de México, mal suelo, No hay Purgatorio tan vecino al Cielo. Desde que los Xavieres –Alegre y Clavijero–, Juan Luis Maneiro, Andrés Cavo y Manuel Fabri escriben en el siglo XVIII, se refieren a los españoles como “extranjeros” y hacen la historia de los pueblos precortesianos como un renacentista contaría las glorias del Imperio romano. Ellos, los criollos, habitan en el territorio de un imperio clásico –el azteca– y no anhelan pasearse por Madrid. Señalan, en cambio, a quienes sí, que ocupan altos cargos de decisión y propiedades, como hipócritas que han conseguido su lugar a base de someterse a la Corona española y sus virreyes, sin trabajar ni crear en la Nueva España. “Hay quienes son sólo dinero”, escribirá Jean de La Bruyère en Caracteres (1688), un libro que el cura Hidalgo tenía en su biblioteca al lado de los de Racine, Voltaire y Rousseau. No se trataba entonces de una crítica a la cantidad de dinero que alguien poseía, sino a que ello constituyera su único valor como persona. De igual forma, el título de nobleza español es sólo un papel que le otorga un lugar en un árbol genealógico a alguien que, de otra forma, no es nada más. El comerciante o el profesionista que se inclinan ante el caballero noble corren el riesgo de ser estafados. Frente a la presunción del estatus social, tanto La Bruyère como Moliere, propondrán la dignidad personal. El personaje emblemático es Cleonte en la farsa El burgués gentilhombre del propio Moliere. A pesar de poder mentir sobre su estatus para casarse con quien ama, Cleonte prefiere ser él mismo, una realización de su integridad y no en el mito de la nobleza de sangre. Ante la pregunta de la madre de la casadera, Madame Jourdain, Cleonte responde con orgullo: –Mis padres vivieron del servicio público y yo fui miembro del ejército. No soy un noble.  De igual forma a la de la obra de teatro, la lucha de los criollos mexicanos de la Independencia simbolizaba el mérito contra el linaje; el honor personal contra el social; el esfuerzo contra la “buena cuna y la cuchara de plata”. Se trataba de una sociedad que se percibía –como la actual– como mal organizada en tanto los lugares del privilegio correspondían a los corruptos y a los de familias con linaje, mientras el resto, con méritos y talento propios para ser recompensados y reconocidos, tenían que resignarse a su segundo plano. El “fifí” constituyó un problema político en cuanto vicio público. Desde los inicios de la República, pensadores como José María Luis Mora percibieron que el hecho de que un grupo se ufanara de su estatus frente al otro iba contra los derechos entre iguales en cualquier democracia. “Un voto por cada uno y nada más. Los cargos de origen hereditario o por razones distintas al sufragio sólo restaurarán a una élite ambiciosa”.  El ensayista inglés William Thakeray lo había llamado “lordolatría”. Se refería a una cultura que, ya sin monarquía, contenía una casta adinerada que pretendía comportarse como aristocracia. Esto era peligroso en sí mismo: si los títulos nobiliarios eran fijos, el dinero no. Por lo tanto, esa casta haría lo que fuera para conservar y acumular riqueza. Su comportamiento “lordólatra” estaba condenado a la frustración y al ridículo. Al mirar a los comerciantes norteamericanos tratando de emular a sus antiguos dominadores británicos, vio también cómo despreciaban la democracia que habían creado Jefferson y Adams con el argumento de que “cualquier pelagatos puede participar”. Este argumento es sospechosamente parecido al de algunos “lordólatras” modernos frente a las consultas ciudadanas en el México de estas semanas. En su viaje por Estados Unidos, Tocqueville también se sorprende de que la cultura que añora la aristocracia sobreviva en las democracias republicanas. Lo señala sin titubeos: “Toda riqueza que no provenga del mérito o la laboriosidad es corrupta y constituye una vida sin propósito”. Más agudo, el viajero pudo establecer una cadena destructiva dentro de la cultura de la nueva República: “Conformismo, autoalarde y xenofobia”.  Escribo esto porque la semana pasada escuché con pasmosa monotonía el argumento de que utilizar la palabra “fifí” encarna polarizar a la sociedad mexicana. Esto es sólo una banalidad que no requiere mayor explicación: la sociedad está polarizada por la desigualdad en el ingreso, las oportunidades educativas y de salud, y el acceso a la lectura. La reciente encuesta de color de piel y movilidad social nos arroja una sociedad cuyas instituciones humillan a una mayoría por su aspecto cutáneo. Es trivial alegar que usar la palabra “fifí”, señalando una condena al alarde del privilegio, polariza. Pero lo que me llamó la atención fue ver en la realidad mexicana el vínculo que ya Tocqueville había visto en la América democrática de Jefferson y Adams: si alardeo de mi lugar de privilegio en uno de los países más desiguales del planeta, también justifico el estado de cosas que han permitido la desigualdad sistémica, entre cuyas puntas se encuentra el color de piel y el carácter “extranjero” de alguien. Justo cuando “fifí” sólo se constreñía –en el dicho original de López Obrador– a un tipo de prensa en combate contra la equidad, resultó que los discursos contra la Caravana migrante de Centroamérica y la defensa de inversiones fraudulentas y comisiones bancarias se enunciaban desde las mismas personas que se ostentaron públicamente a sí mismas como “fifís”, es decir, por su lugar y nada más. La solución de Tocqueville, creo, sigue siendo esclarecedora: “Lo que se necesita es el valor civil de ser leal a uno mismo, que es un modo de vivir y no una manera de alterar el comportamiento de los demás. En un mundo de jerarquías diversas, esta fidelidad es esencial a la democracia entre los iguales”. Esta columna se publicó el 25 de noviembre de 2018 en la edición 2195 de la revista Proceso.

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