La Kultura

domingo, 30 de diciembre de 2018 · 09:53
CIUDAD DE MÉXICO (PROCESO).- –¡Se destruirá la cultura! –sintió prudente declarar el diputado que por primera vez veía desglosada la palabra FONCA.  En su curul, la disminución de “recursos para la cultura” se sentía como una debacle tal que, en la esquina, ya sonaban los trebejos de la caída de la civilización. Ya no alcanzó a definir los niveles de la destrucción causada porque debía irse a una cena para tratar de restaurar lo que quedaba de su partido. Pero el exceso del diputado me sirve de pretexto para una pregunta: ¿qué se destruye si no le asignan recursos públicos?  Cuando decimos “cultura” nos referimos a dos caras de una misma abstracción: la formación del gusto cultural (las artes, cualesquiera que entren en lo que vale o no la pena experimentar) y toda manifestación que autodescribe a una comunidad. Una viene de la Ilustración y, como escribió el profesor de la Universidad de Génova Marco Aime, su contrario es la ignorancia. La otra proviene de la antropología y su contrario sería la naturaleza. El término que, como se sabe, tiene un origen ambiguo –el latín colere: “dedicarse con esmero”– se usó como una forma para construir una conciencia sobre los demás. En la cara de la Ilustración, la cultura era la de la razón y sus sofisticaciones, por lo que el gusto cultural generó por oposición a los ignorantes, los insensibles, los de gustos plebeyos. La otra cara dio lugar a la Kultur alemana; es decir, a la asociación entre costumbres, conocimientos, creencias, moral y artes, con una identidad nacional.  La cultura, como la entendemos hoy, es un campo de batalla entre quien describe a los otros y cómo los descritos se defienden. Existen, pues, todas las gradaciones del gusto, desde pensar que se tiene un don de apreciación que distingue a una élite ilustrada del populacho hasta los usos populares que se hacen de los medios de la élite. Pero también existe esa otra cara que es pensar a la cultura como un depósito inamovible del pasado común. Los dos ejemplos de esta semana me sirven para ilustrar una metáfora que utilizó Max Weber: somos seres que tejemos una telaraña simbólica que nos aprisiona. Una es la recepción de la nueva película de Alfonso Cuarón, Roma; la otra es la discusión de los rituales indígenas usados como parte de la legitimación simbólica del nuevo gobierno mexicano. En ambos casos, se tiende a una creencia en algo que podría llamarse “pureza cultural”, es decir, a si lo representado –lo indígena– se atiene a lo que sabemos, creemos o queremos de él. Y se debate no sobre las formas estéticas y sus usos, sino sobre si coincide o no con la “identidad nacional” o lo “realmente indígena”. Para desmontar rápidamente esa tentación sólo hay que recordar la forma en la que el antropólogo Ralph Linton iniciaba su curso en la Universidad de Wisconsin en algún momento de la posguerra: “El auténtico estadunidense enciende su cigarro creado por los mayas en México y lee las noticias del día, impresas en unos caracteres inventados por los antiguos semitas en un papel creado en China, pero con una técnica originada en Alemania. A medida que se va enterando de los conflictos de los extranjeros en el mundo, da las gracias a una deidad hebrea en una lengua indoeuropea por ser cien por ciento estadunidense”.  La cultura nos sostiene, pero también nos atenaza. El creador de la filosofía analítica, Ludwig Wittgenstein, se preguntó si una jaula con un agujero seguía siendo una jaula. Su respuesta fue que sí. Como sistema simbólico, la cultura es nuestra jaula que nos domina para que optemos o no por determinadas acciones, pero que, al mismo tiempo, se innova continuamente. No existe cultura realmente autóctona y basta pensar, por ejemplo, en el uso como bebida ritual que los luo en Kenia hacen de la Coca Cola dentro de sus ceremonias de circuncisión. No es que sean más o menos “puros” sino que son parte un hecho colectivo que va mucho más allá de lo que los demás creemos de ellos. Hoy, por ejemplo, las comunidades son también las imaginarias, es decir, las que no se construyen cara a cara, sino dentro de las ideas comunes a la mano en la virtualidad. Pensar, como lo hicieron los positivistas del siglo XIX, que la cultura está ligada al territorio es proponer que un grupo humano es creación exclusiva de sí mismo y que, además, tiene “raíces” y no pies. La tradición –no está de más repetirlo ahora– no se hereda ni por la sangre o las células o las hélices del adn, y su mejor rostro es la creatividad. Ya Eric Hobsbawn hacía la distinción entre “tradición” y “costumbres”.  Una es inamovible, restringe las prácticas a una repetición fija. La costumbre es más flexible y va adaptando el uso del pasado a las angustias del presente. La identidad no es un dato que nos antecede como un manantial de elecciones ya dadas, sino que es siempre una invención. La identidad se crea, no se descubre. Y la inventamos con respecto a los otros. Es siempre un resultado inestable de cómo producimos a los extranjeros: lo que no somos o no queremos ser. Casi siempre “lo extranjero” se señala enraizado en una geografía –después de 10 generaciones en Estados Unidos, se nos sigue diciendo “mexicanos”– y como alguien a quien responsabilizar de los males para no asumirlos dentro de una comunidad inventada como “nosotros”. En ese juego podemos irnos subdividiendo en regiones, localidades, club de fans, hasta llegar a enemistarnos con una parte de nuestro propio inconsciente. Esa ruleta sólo se detiene cuando pensamos que todos tenemos los mismos problemas –el amor, el orgullo, y la muerte– y cientos de formas de representarlos para darles sentido.  Volvamos a la pregunta que suscitó la alarma del diputado. La cultura, como instrucción formativa del gusto y como jaula agujerada, no depende del presupuesto del 2019 y, sin embargo, el Estado no ha renunciado todavía a intervenir en las formas de nuestra atención y a cultivar nuestra disposición estética. Esto no es resultado más que de una historia muy compleja entre la acción política, las escuelas públicas y las representaciones artísticas del “nosotros” siempre variable. El Estado mexicano tiene una amplia experiencia en apoyar la producción cultural que, de otra forma, la iniciativa privada no produciría: nadie sino el llamado ahora peyorativamente “Estado editor” publicaría ediciones de las obras de Max Weber o Wittgenstein. Nadie sino el Estado mexicano ayudaría a producir documentales o películas experimentales. Nadie puede invertir en redes de distribución de productos culturales que se consideran formativos o dignos de nuestra atención estética, aunque no sean rentables en el sentido de la ganancia monetaria. Pero, también, el Estado mexicano usó ese poder para crear sociedades de “admiración mutua”, donde los creadores se juzgan entre ellos y caen con enorme facilidad en el juego del intercambio de favores. “Te doy el premio o la beca de la que soy jurado si tú te portas recíproco cuando te toque ser jurado”.  Durante las cuatro últimas décadas, el monopolio de la consagración cultural provino de este campo monopólico de pares-competidores sustentado en sus relaciones con el Estado a través de sus consejos, dictaminadoras, jurados. Algunos de estos grupos funcionaron, como señaló Weber, con un profeta y sus sacerdotes que administran “su palabra”. Otros más, como una red de favores que fueron de los organismos “autónomos” del gobierno a las universidades. Y aun los que reciben apoyos públicos por posar como “independientes” –el culto de lo excéntrico como signo de “pureza”–: “Me han marginado hasta los mismos marginales. Con cada fracaso compruebo que soy un elegido”. La forma en que se constituyeron estos campos de pares-competidores no tiene nada que ver con el contenido o forma de sus producciones culturales: hay desde la vanguardia sólo descifrable por sí misma, hasta la de marca (que lleva el distintivo del premio del año), pasando por todas las graduaciones de lo académico, efectista, espectacular, mudo o esotérico. Lo que tiene en sí mismo un objetivo formativo y enjaulador –lo que no produciría el ignorante empresariado vernáculo– devino en las últimas décadas en toda una “teodicea del privilegio” de los que detentan las instancias de consagración que cumplen con la definición de tiranía que hizo Pascal: cuando uno ejerce en un ámbito (la producción cultural) un poder adquirido en otro (el sistema de favores-castigos de la burocracia cultural).    Ante el cambio en el rumbo de los presupuestos públicos, las sociedades de la admiración mutua reaccionan con astucia: quien nos margine destruirá una parte de la cultura, del prestigio, de la identidad nacional, así sea la manifestación más esotérica. El nuevo gobierno no las enfrenta, sino que las deriva: dice que la cultura financiable será la que sirva de instrumento contra la violencia en el país. No tengo idea de qué podría significar eso en la práctica. Lo único que sé es que parece más real que la alarma del diputado.   Esta columna se publicó el 23 de diciembre de 2018 en la edición 2199 de la revista Proceso.

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