México hipnotizado

domingo, 9 de diciembre de 2018 · 09:51
El día de las elecciones Andrés Manuel López Obrador hipnotizó a México. Obtuvo un histórico 53% de los votos, apoyado en la promesa central de su campaña, tejida a partir del discurso del combate frontal a la corrupción, de anteponer a los pobres y la pobreza en la lista de las prioridades de la patria, de someter a juicio a “la mafia del poder” y eliminar los privilegios de las élites como precondición para hacer posibles la paz y la justicia. Tan sencillo como pareciera en la superficie, resulta que la oferta de López Obrador condensada en tres ideas –combate a la corrupción, paz y justicia social– representa en realidad la más compleja asignatura de la ciencia política. En su afán por resolverla, los filósofos y politólogos han abarrotado de volúmenes las bibliotecas de todas las culturas. La paz y la justicia –como a lo largo de los siglos han coincidido notables científicos sociales– son dependientes una de otra porque, aseguran, no puede haber paz sin justicia ni justicia sin la precondición de la confrontación y conflicto con las élites y sus privilegios. El problema es que las recetas para acabar con la corrupción y acceder a un estado de paz y justicia han resultado mucho más complicadas de resolver de lo que a simple vista pareciera, en especial para quienes, como López Obrador, las han ofrecido como una moneda de intercambio electoral con los ciudadanos. La paz habría sido resuelta con la idea del arreglo vertical “de autoridad y subor­dinación” que siglos más tarde sería la del pacto social (J. J. Rousseau) entre gobernante y gobernados. En esta geometría política, el pueblo acepta la autoridad de un líder a cambio de obtener la seguridad física y la de su familia, subordinando su voluntad a los dictados de un gobierno (que supuestamente dimana del pueblo) y que no obstante que en su versión moderna se equilibra con los poderes Legislativo y Judicial, sin excepción produce el efecto de la concentración inmensa del poder. El mecanismo vertical del pacto social de autoridad y subordinación que nació desde la creación de la ciudad-Estado para resolver la paz social, ha sido justamente el que alentó el fundamento estructural de la injusticia. Ante el fracaso parcial de esta idea, y para enmendar la asignatura de la justicia, desde el Siglo de las Luces nació una propuesta horizontal. Se establecieron múltiples recetas que serían adoptadas por los futuros institutos ideológicos (los partidos políticos) que como una epifanía postularon, de acuerdo con ellos, el grado conveniente de involucramiento del gobierno en la vida pública: ya fuera en su versión de máxima intervención del Estado (ultraizquierda, socialismo o comunismo) o el de su mínima participación (para asegurar la paz social), dejando la responsabilidad de la justicia a una “mano invisible” que, según A. de Tocqueville, equilibra las diferencias del acceso al ingreso, seguridad y deferencia de las mayorías. La verdad es que a lo largo de los años, ninguna de estas pócimas políticas, funcionó para el establecimiento cabal de una sociedad justa. Por eso, prometer –como lo hizo López Obrador en su campaña– que resolverá en sólo 100 días o seis años la corrupción y obtener paz y justicia social, es una oferta temeraria. Para hacer todavía más complejo el reto de López Obrador es indispensable tener presente que desde su fundación, el mosaico social de nuestra patria enfrenta diferencias abismales en la impartición de justicia y que los diversos momentos de reivindicación histórica de las clases que lo componen (criollos, mestizos e indígenas) se agudizaron con el desencuentro en el campo y las ciudades de nuestra peculiar estratificación socioeconómica. El otro lado de la moneda de esta reflexión es que –si bien todo el mundo coincide en que la prioridad en México debe ser el combate a la pobreza– el proselitismo político basado en el enfrentamiento de las diferencias entre las clases es un asunto delicado. México ya vivió una revolución que dejó 1 millón de muertos y por ello la unidad e inclusión de todos en la vida pública no sólo es un asunto de justicia, sino incluso de seguridad nacional. Es importante alertar que la idea misma de bautizar a un partido político con el subliminal nombre de “Morena” no es inocente, porque en el fondo conlleva un mensaje políticamente incorrecto, que no es (como debería ser el de un partido) de afiliación ideológica o política sino de clase y, posiblemente, hasta de una anacrónica connotación de fanatismo religioso. La verdadera justicia social simplemente no se concreta si el gobernante no sujeta a juicio los privilegios políticos otorgados indiscriminadamente a las élites. Por ello ha sido frecuente pensar que en los procesos electorales, sin un acuerdo secreto de no agresión con las cúpulas, es difícil o imposible ganar la Presidencia de un país y por supuesto que de lograrlo, una vez instalado en el gobierno podrá conducir una administración atrapada entre la espada y la pared de los privilegiados y los sin privilegios. En este contexto López Obrador plantea una “Cuarta Transformación Nacional” que constituye más bien una tercera reivindicación de las clases del mosaico socioeconómico nacional.  La primera fue la de los criollos, que ocurrió frente al abuso de los peninsulares y se tradujo en la Independencia. La segunda fue la de los mestizos, quienes al llegar al ejército, luego de la Revolución, tomaron el poder político y con éste amasaron los privilegios políticos que determinaron la historia de los últimos 100 años de México. La tercera (actual) le correspondería en justicia a los indígenas, que en el caso de Morena acoge entre muchos otros a aquellos que frente al descuido reiterado del gobierno emigraron del campo a las ciudades en condiciones extremas de injusticia. El presidente ahora enfrentará el tiempo poselectoral en el que deberá tener la sensibilidad y el valor para cumplir con sus promesas de campaña –muchas de ellas, irreconciliables, enfrentadas y simultáneas–, que lo obligarán a decidir, asumiendo los costos irremediables de la congruencia, y que oscila entre la reivindicación frontal de los más desfavorecidos o del cuidado y respeto de las élites, que a menudo se justifica con el argumento de la estabilidad de la nación. En México, un porcentaje importante del capital y del ingreso se origina en la absurda asignación de “privilegios”, en forma de concesiones y contratos especiales, que al monopolizar su actividad no sólo concentran un porcentaje importante de la riqueza en unos cuantos mexicanos, sino que impiden a cientos de miles de jóvenes que se gradúan incursionar en una industria creativa más allá de su inmutable condición de asalariados. Un verdadero parteaguas de la justicia social en México requiere una acción congruente con el discurso del presidente, para que sin reticencias revise y rompa la asignación de las prerrogativas ancestrales de unos cuantos, para atomizar la estratificación de los bienes sociales en una geometría política más amplia. Con este criterio, sería también mandatorio poner a juicio los grandes crímenes históricos de México, como, entre otros, el 68, Aguas Blancas, el asesinato de Colosio, Ayotzinapa o el Fobaproa. Esta acción histórica de Estado sin duda sometería a prueba de fuego la fidelidad del gobierno instaurado con las expectativas registradas hasta el tuétano por el pueblo.  El presidente y los legisladores de Morena gozarán de una enorme ventaja, amén de un importante inconveniente: tendrán la oportunidad de ejercer su mayoría partidaria en las cámaras y los congresos, lo que les permitirá una libertad de maniobra inusual para llevar a buen puerto sus iniciativas, pero la desventaja será que en ausencia de contrapesos a la vista, el presidente enfrentará la muy humana tentación de instaurar una administración de autoaprobación política que podría llegar a construir una gestión gubernamental autoritaria. Hay que subrayar que la honradez de un líder en lo económico no es suficiente, excluyente o garante de su honestidad en lo político. El capital económico –que muchos políticos o empresarios de nuestro país han amasado a lo largo de los sexenios gracias a la corrupción– no es distinto al capital político, el que expone al gobernante a la natural tentación de su incremento y eventualmente al de su abuso inevitable. A final de cuentas los capitales económico y político son dos formas similares de acumulación de poder que, si se concentran, producen enormes injusticias y tragedias en lo humano. Así, la disyuntiva de la “corrupción” o la “honradez” no se limita al ámbito exclusivo de lo económico. Andrés Manuel asegura ser honesto en lo económico y todo apunta a que sí lo es. Sin embargo, en su administración política tendrá que imponerse sus propios contrapesos para que, despojado de las tentaciones que se asoman con el inmenso capital político concentrado en un solo hombre, atraviese en su gestión con la virtud que hasta ahora él mismo presume. Hoy, en la búsqueda “de eternidad” (Gómez Morin) para resolver la paradoja de la paz y la justicia, renace la convicción de los nuevos pensadores y de la sociedad misma para darle la bienvenida a la aparición de una tercera vía democrática en la que, como lo anticipó Václav Havel, surja un nuevo arreglo social parlamentario, en el que siendo la verdadera autoridad una prerrogativa constitucional, legal y democrática del pueblo y la subordinación a un mandato aceptado con humildad por el presidente, el gobierno y sus adláteres, se perfile un amanecer político que inauguraría una innovación para dar un paso adelante en el combate a la corrupción y la instalación duradera de la paz y la justicia sociales. Por lo pronto ya nadie entiende nada. Hace unos días López Obrador anunció la creación de un consejo cupular de empresarios para asesorar a su gobierno; él los llama erróneamente “ciudadanos” y hasta hace muy poco se refería a ellos como la esencia misma de la “mafia del poder”.  No estoy en contra de nada, excepto quizás de la importancia de mantener la congruencia de las promesas con las que se ganó esta elección, y que hoy me parece que es un asunto sagrado para el pueblo, porque habiendo sufrido la incongruencia en incontables ocasiones, no creo que esté dispuesto una vez más a aceptar la disonancia entre el eterno discurso de los políticos y sus hechos.   

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